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William Morris

CAPÍTULO SEXTO
Una pequeña adquisición



Mientras hablaba Dick salimos del bosque y entramos en una calle corta y flanqueada por casas elegantemente construídas, que mi amigo designó con el nombre de Piccadilly.

Yo hubiera llamado a las plantas bajas tiendas, si por lo que había visto no supiera que aquel pueblo ignoraba el arte de vender y de comprar.

Los productos estaban en escaparates muy lindamente dispuestos como invitando a las gentes a entrar, y las gentes miraban, entraban y salían con paquetes bajo el brazo, como se hace en las tiendas.

En cada lado de la calle un esbelto soportal protegía a los peatones, al ejemplo de ciertas ciudades italianas.

Hacia el comedio dé la calle se alzaba un vasto edificio muy parecido a los que ya había visto, cuyo aspecto me hizo suponer que era un Centro de alguna especie, porque tenía todos los caracteres de un edificio público.

- Esto, como veis -me dijo Dick-, es un mercado, aunque de un tipo diferente a la mayor parte de los otros. Los pisos superiores de estas edificaciones sirven de Casas de Huéspedes para las gentes de todo el país que gustan de venir aquí de vez en cuando porque la población es muy densa en estos lugares, como podéis ver, y hay personas que se encuentran bien entre las muchedumbres, aunque yo no soy de ese número.

No pude menos de sonreirme viendo cómo perduran las tradiciones. El alma de Londres subsistía en aquel centro, un centro intelectual, por lo que pude observar.

Nada dije, rogando sólo a Dick que caminara despacio porque los objetos que estaban de muestra me parecían muy preciosos.

- Sí -me dijo-, es un mercado bien provisto de objetos bonitos y en él no hay otra cosa porque el Palacio del Parlamento, donde también hay coles, cervezas y vinos de calidad inferior, está cerca.

Después, mirándome curiosamente, añadió:

- ¿Queréis hacer alguna pequeña adquisición, como suele decirse?

Miré lo que podía ver de mi grosero traje azul, que en mil ocasiones había comparado con el alegre vestido de los ciudadanos, y pensé que, si como parecía verosímil, iba a ser objeto de la curiosidad y el recreo de aquel pueblo en la apariencia tan poco atareado, me convendría tener un poco menos los aires de un comisario de Marina cesante. Y, a pesar de cuanto me había acontecido hasta entonces, metí la mano en mis bolsillos, no encontrando en ellos, con grande estupor, más metálico que dos viejas llaves oxidadas.

Recordé que hablando en la Sala de los Huéspedes de Hammersmith saqué todo mi peculio del bolsillo para enseñárselo a Ana, y allí se quedó sobre la mesa. Mi cara se nubló un cincuenta por ciento y Dick, mirándome, dijo vivamente:

- ¡Eh, huésped! ¿Qué pasa? ¿Os ha picado alguna avispa?

- No -respondí-, es que he perdido ...

- Bueno; lo que hayáis perdido lo podéis adquirir en este mercado. No os apuréis.

Recobré mis sentidos, y acordándome de las extraordinarias cosas de aquel país, y no queriendo oír una segunda conferencia de economía social y de numismática eduardina, me contenté con decir:

- Mis vestidos ... ¿No podría ...?, ya veis ... ¿Qué podríamos hacer?

Me pareció que no tenía la menor intención de reirse, porque me dijo gravemente:

- ¡Oh! No cambiéis todavía de indumentaria. Mi bisabuelo es anticuario y se alegrará mucho de veros tal cual estáis. Además, y no lo digo para reprenderos, no seríais muy generoso privando a las gentes del placer de estudiar vuestro traje al vestiros lo mismo que todos. Pensáis como yo, ¿no es cierto? -añadió seriamente.

Yo no pensaba que fuera deber mío ser un espantajo entre aquellas gentes tan amantes de la belleza, pero vi que iba a luchar contra un prejuicio muy arraigado y que nada adelantaría disputando con mi amigo. Me contenté con responder:

- ¡Oh!, cierto, cierto.

- Bien -dijo amablemente-, podéis ver el interior de estas tiendas, y pensad en algo que queráis tener.

- ¿Podría tener tabaco y una pipa?

- Desde luego. ¿En qué he pensado yo para no habéroslo preguntado? Bob me dice con frecuencia que nosotros los no fumadores somos un hato de egoístas, y creo que tiene razón. Vamos allí enfrente.

Diciendo esto soltó las riendas, bajó de un salto y yo le seguí. Una bellísima mujer, vestida con espléndido traje de seda brochada, paseaba lentamente mirando los escaparates. Dick se dirigió a ella.

- Joven: ¿queréis tener la amabilidad de cuidar de nuestro caballo por unos momentos?

La joven se inclinó afectuosamente y comenzó a acariciar al caballo con su linda manecita.

- ¡Hermosa criatura! -dije a Dick.

- ¿Quién? ¿El caballo? -preguntó socarronamente.

- No los cabellos de oro ..., la joven.

- Sí, es verdad. Por suerte hay tantas que cada Romeo puede tener su Julieta; de otro modo, creo que nos batiríamos por ellas.

Después añadió gravemente:

- No digo que esto no ocurra alguna vez; que, como sabéis, el amor no es muy razonable, y la perversidad y la obstinación son dos vicios más extendidos de lo que creen los moralistas.

Y agregó con tono cada vez más sombrío:

- No hace un mes ocurrió entre nosotros un hecho que costó la vida a dos hombres y a una mujer, y que nos entristeció por algún tiempo. Pero no me pregunteis acerca de esto ahora; ya hablaremos en otra ocasión.

En aquel momento entrábamos en la tienda, que tenía un mostrador y una anaquelería en los muros, todo sin pretensiones, pero bien dispuesto y muy diferente de cuanto yo había visto.

Dentro había dos niños, uno pequeño, como de doce años, de color moreno, que leía un libro, y una graciosa mocita como de un año más, también sentada detrás del mostrador y leyendo. Evidentemente, eran hermanos.

- Buenos días, pequeños ciudadanos -dijo Dick-. Este amigo mío necesita tabaco y una pipa. ¿ Podéis proporcionárselo?

- ¡Oh, sí! -respondió la pequeña con tanta desenvoltura y tanta seriedad que causaba placer verla.

Entre tanto el niño levantó los ojos del libro y miró con asombro mi extraño vestido; pero bien pronto se ruborizó y miró a otro lado como si tuviera conciencia de no haberse conducido bien.

- Caro ciudadano -dijo la pequeña con la fisonomía solemne del niño que juega a las tiendas-, ¿qué tabaco queréis?

- Latakia -dije, pareciéndome que tomaba parte en un juego de chicos y esperando a ver si todo aquello era pura ficción.

Pero la jovencita cogió un lindo canastillo, sacó de un tarro una porción de tabaco y colocó en el mostrador, delante de mí, el canastillo colmado de Latakia, que por el aspecto y el olor me pareció excelente.

- Pero no le habréis pesado -dije-, y no sé ... no sé cuánto voy a tomar.

- Yo os aconsejo que llenéis vuestra bolsa, porque podéis ir a sitios donde no haya Latakia. ¿Dónde está vuestra bolsa?

Busqué en mis bolsillos, y al cabo saqué el trozo de algodón estampado que me servía para guardar el tabaco.

La niña le miró con desdén y me dijo:

- Querido ciudadano, puedo daros otra cosa mejor que este andrajo.

Atravesó ligeramente la tienda y volvió en seguida. Al pasar cerca de su hermano le dijo algo al oído y el pequeño hizo una señal afirmativa, se levantó y salió.

La niña traía suspendida del pulgar y del índice una bolsa de cordobán rojo, recamada con vivos colores.

- Esta es la que he escogido y la vais a tomar. Es bonita y lleva bastante tabaco.

Después se puso a llenar la bolsa cerca de mí.

- Ahora la pipa; es preciso que también me dejéis escogerla. Hay tres muy bonitas que acaban de llegar.

Desapareció, volviendo a poco con una pipa tallada en madera dura y montada en oro tachonado de piedras.

Era una verdadera alhaja, bella y elegante cual no había visto otra, y parecía un trabajo japonés del mejor género, pero más bello todavía.

- ¡Dios mío! -exclamé cuando la hube visto-, eso es demasiado magnífico para mí y para cualquier otro, no siendo el emperador del mundo. Además la perdería; yo siempre pierdo las pipas.

La pequeña pareció un tanto contrariada y me dijo:

- ¿Es que no os gusta, vecino?

- ¡Oh! Me agrada mucho.

- Entonces tomadla y no os inquieteis si se pierde. ¿Qué ocurrirá si la perdéis? Que otro la encontrará y se servirá de ella, y que vos podréis tomar otra.

Tomé la pipa en mis manos para mirarla, y al hacer esto olvidé mi circunspección y pregunté:

- ¿Pero con qué voy a pagar un objeto como éste?

Dick colocó su mano sobre mis espaldas mientras yo hablaba; me volví y percibí en sus ojos una expresión tan cómica que ahogué toda nueva manifestación de una moralidad comercial ya desaparecida. Enrojecí y me callé, en tanto que la pequeña me miraba ingenuamente con la más profunda gravedad, cual si yo fuese un extranjero que por descuido hubiera dejado escapar algunas palabras de su idioma, porque evidentemente no había entendido nada.

- Os doy un millón de gracias -dije efusivamente, metiendo la pipa en mi bolsillo, no sin temor de encontrarme en seguida delante de un juez.

- ¡Oh! ¡Bien venido! -dijo la niña con la gravedad de un adulto, lo que resultaba a la vez cómico y enternecedor-. Es un verdadero placer para nosotros servir a tan buenos ancianos como vos, sobre todo cuando se ve que venís de muy lejos, de más allá del mar.

- Sí, querida, soy un gran viajero.

Cuando yo decía esta mentira por pura cortesía, el niño entró trayendo una bandeja con una larga botella y dos bonitos vasos.

- Vecinos -dijo la niña, que era la única que hablaba, quizá porque su hermano era muy tímido-; os ruego que toméis un trago porque no todos los días tenemos huéspedes como vosotros.

En este tiempo el niño había colocado la bandeja sobre el mostrador y solemnemente escanció en los vasos un vino pajizo. Bebí sin cumplimiento, porque el calor de la jornada me había dado sed, y pensé que estaba aún en el mundo y que las uvas del Rhin no habían perdido su fragancia, que si alguna vez he bebido excelente Steinberg fue aquella mañana. Me propuse preguntar a Dick cómo se las componían para tener tan buen vino desde el momento en que no había trabajadores obligados a beber fétidas mixturas en cambio del excelente néctar por ellos fabricado.

- ¿No bebéis un vaso a nuestra salud, pequeños ciudadanos? -pregunté.

- No, yo no bebo vino -observó la pequeña-; me gusta más la limonada; pero hago votos por vuestra salud.

- Y a mí me gusta la cerveza espumosa -dijo el pequeño.

Bueno -pensé-, el gusto de los niños no ha cambiado mucho.

Saludamos después y salimos de la tienda.

Con desilusión vi algo parecido a la mutación de una comedia de magia; en vez de la hermosa mujer que quedó cuidando el caballo había un viejo de alta estatura.

Nos hizo saber que la joven no había podido esperar por más tiempo y que él se había encargado de cuidar del animal. Después rió viendo nuestras caras enrojecidas y hubimos de reír con él.

- ¿Dónde vais? -preguntó a Dick.

- A Bloomsbury.

- Si no tenéis precisión de ir solos, quisiera ir con vosotros.

- Bueno -dijo Dick-, venid. Cuando hayáis de apearos, decidlo y pararé el coche. ¡Arriba!

Nos pusimos de nuevo en marcha. Yo pregunté si en general eran los niños quienes servían a la gente en el mercado.

- Con frecuencia, cuando se trata de géneros poco pesados, pero no siempre. Los niños se entretienen así y además eso es bueno para ellos, porque al servir los géneros aprenden a conocer su naturaleza, su procedencia y otras muchas cosas. Además, es un trabajo fácil. Se dice que en los primeros tiempos de nuestra época había gentes dañadas por una enfermedad hereditaria llamada pereza, que descendía directamente de las personas que en los malos tiempos obligaban a los demás a trabajar para ellos; ya sabéis, de aquellas personas que se llamaban dueños de esclavos o empresarios, según dicen los libros de historia. Todos esos individuos atacados de pereza solían dedicar su tiempo al servicio de las tiendas, porque no valían para otra cosa. Y aún creo que este género de ocupación les fue prohibido, porque, como a causa de él y de su pereza, las mujeres se volvían feas y procreaban hijos feos, los ciudadanos hubieron de tomar aquella resolución. Sin embargo, tengo la satisfacción de deciros que todo eso desapareció. Hoy no existe tal enfermedad o se presenta en forma tan atenuada que basta una medicación aperitiva para hacerla desaparecer. Esa enfermedad se llama hipocondría e histerismo. ¿Qué nombres más raros, no es verdad?

- Sí -respondí, meditando.

- Todo eso es verdad -agregó el viejo-, y yo mismo he visto a algunas de esas mujeres, ya viejas. Pero mi padre, que conoció bastantes cuando eran jóvenes, me decía que aun entonces tenían un aspecto poco juvenil. Sus manos parecían manojos de sarmientos, sus brazos eran delgados como bastones, sus bustos tenían la forma de una copa de cristal, sus labios eran delgados, su nariz afilada, las mejillas pálidas, parecían estar siempre disgustadas de cuanto se les hacía o se les decía. No es extraño que pariesen hijos feos, porque nadie, a no ser hombres semejantes a ellas, podría enamorarlas. ¡Pobres!

Se detuvo y pareció que meditaba acerca de su vida pasada, y prosiguió:

- Y sabréis, ciudadanos, que en otros tiempos esta maldita enfermedad, la pereza, dio mucho que pensar, y hubo que trabajar de firme para curarla radicalmente. ¿Habéis leído los libros de Medicina que tratan de este asunto?

- No -contesté, porque el viejo se había vuelto hacia mí.

- En ese tiempo se creía que todo aquello eran restos de una enfermedad de la Edad Media que se llamaba lepra, y se aislaba a quienes la padecían, encargándose de servir a los enfermos otros enfermos vestidos de un modo extraño para que se los distinguiera. Llevaban calzones de un velludo de lana que años antes se llamaba felpa.

Todo aquello me parecía muy interesante y me hubiera agradado que el viejo continuase hablando de ello; pero Dick, que soportaba con impaciencia tanta historia antigua, quizá -según mis sospechas- porque deseaba que me conservara para su bisabuelo lo más virgen posible de ciertas noticias, interrumpió con una carcajada:

- Perdonadme, ciudadano, pero no puedo menos de reírme. ¡Pensar en gentes que no aman el trabajo; eso es risible! Tú mismo, viejo amigo -decía, acariciando con su fusta al caballo- gustas de trabajar alguna vez que otra. ¡Qué enfermedad más rara! ¡Hacían bien en llamada histerismo!

Y rió de nuevo estrepitosamente, demasiado estrepitosamente, dada su habitual cortesía. Yo también reí, pero de dientes afuera, como puede comprenderse, porque no me parecía cómico ni mucho menos que hubiese gentes que no pensaran en trabajar.
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