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William Morris

CAPÍTULO QUINTO
Niños en la calle



Pasado Broadway disminuyeron las casas a uno y otro lado del camino. Atravesamos un gracioso arroyuelo que serpenteaba por un terreno cubierto de árboles, y momentos después, encontrábamos otro mercado y otra Sala de la Villa, que así se llamaban. Aunque nada de aquellos contornos me fuese familiar, sabía perfectamente dónde estábamos, así que no experimenté sorpresa alguna cuando mi guía anunció lacónicamente:

- Mercado de Kensington.

Inmediatamente entramos en una calle corta y bordeada por casas o, más bien, que tenía una larga casa a cada uno de sus lados, construída con ladrillos recubiertos de yeso y con una hermosa arcada delante, sobre la acera.

Dick me dijo:

- He aquí una particularidad de Kensington. Las gentes viven casi amontonadas porque aman la poesía de los bosques, y los naturalistas acuden a este sitio, porque todo cuanto se ve es un bosque que conserva su naturaleza salvaje. Por el Norte y el Oriente este bosque llega a Puddington y hasta un poco más allá del monte Notting, y vuelve por el Nordeste hasta el monte Princrose. Un trozo angosto de él, pasando por Kingsland, une a Stoke Newington y a Klapton, donde se prolonga por las alturas que cercan los pantanos del Lea. Como sabéis, al otro lado está el bosque de Epping, al cual parece dar la mano. El sitio donde estamos se llama Jardines de Kensington, aunque no sé por qué lo llaman Jardines.

Estuve dudando si decirle:

Yo sé por qué, pero me rodeaban tantas cosas desconocidas a pesar de sus explicaciones, que preferí callarme.

El camino entró pronto en un bosque magnífico, que se extendía por ambos lados, pero mucho más por el Norte. Las encinas y los castaños eran realmente magníficos, y los árboles de rápido crecimiento, plátanos y sicomoros, eran gruesos y muy altos.

Se experimentaba un delicioso bienestar en aquella sombra porque el día iba siendo más caluroso a medida que avanzaba. Aquella sombra, aquella frescura, apaciguaban mi espíritu, disponiéndome a un placentero sueño y haciéndome experimentar el deseo de permanecer siempre sumergido en aquellos balsámicos efluvios. Mi compañero parecía participar de mis impresiones, y dejaba al caballo que marchara lentamente, aspirando los aromas de aquella selva verde, entre los cuales dominaba el olor de las hierbas y helechos del borde de los caminos.

Por romántico que pareciera el bosque de Kensington, no estaba solitario. A nuestro paso vimos gentes que cruzaban por nuestro camino en los dos sentidos o erraban a la ventura. Entre ellas había muchos niños de seis a ocho años y aun de dieciséis y diecisiete -excelentes ejemplares de la raza-, que, evidentemente, se divertían mucho. Algunos rodeaban unas pequeñas tiendas de campaña levantadas sobre la hierba, cerca de las cuales ardían brillantes hogueras sobre las que había colocadas calderetas. Dick me dijo que existían casas esparcidas por el bosque, y, en efecto, pudimos atisbar una o dos.

Añadió que eran muy pequeñas, casi como aquellas que se llamaban cabañas cuando la campiña estaba habitada por esclavos, pero cómodas, agradables y adecuadas al bosque.

- Deben estar muy pobladas por los niños -dije, mostrándole la turba de los pequeños.

- ¡Oh! Estos niños vienen de las casas vecinas, de las casas del bosque y de toda la región. Con frecuencia forman grupos y vienen a jugar juntos durante las semanas del estío, viviendo en tiendas, como veis. Nosotros los alentamos a hacerlo porque así aprenden a gobernarse por sí mismos y a conocer los animales salvajes. Además, cuanto menos se agrupan en las casas, mejor. Muchos adultos van también durante el verano a pasar su vida en las selvas, pero prefieren las grandes, como la de Windsor, la del Dean o los desiertos del Norte. Aparte de otros recreos, esto les proporciona un poco de trabajo rudo, el cual, siento decirlo, escasea desde hace cincuenta años.

Se interrumpió un momento y después añadió:

- Os digo todo esto porque veo que debo hablar para responder a vuestras preguntas, aún a aquellas que pensáis y que no llegáis a formular; pero pronto se realizará mi deseo y mi abuelo os dará largas explicaciones.

Vi que iba a iluminarse mi mente y, por decir algo, añadí:

- Bien, así esos niños estarán mejor dispuestos para acudir a la escuela cuando el estío haya terminado.

- ¿La escuela ...? ¿ Qué queréis decir con esa palabra? ¿Qué tiene que ver la escuela con los niños? Sabemos de una escuela de retórica, de una escuela de pintura y en el primer sentido podría decirse una escuela de niños; pero de otro modo ... -añadió riendo-, confieso mi ignorancia.

- ¡Demonio! -pensé-. No puedo abrir la boca sin suscitar una nueva complicación. No traté de rectificar la etimología de mi amigo.

Y me pareció lo mejor no decir nada de los rediles de niños que solíamos llamar escuelas, porque evidentemente habían desaparecido. Después de un momento de duda, dije:

- Empleaba la palabra escuela en el sentido de educación.

- ¿Educación? -repitió meditando-. Sé bastante latín para recordar que la palabra viene de educere, hacer salir, y la he oído; pero no he encontrado a nadie que haya podido darme una explicación clara de su significado.

Imagínese cuánto perderían en mi estimación mis nuevos amigos después de una declaración tan franca, así que añadí con cierto desprecio:

- Educación quiere decir sistema de instruir a los jóvenes.

- ¿Y por qué no a los viejos? -dijo guiñando los ojos-. Puedo aseguraros que nuestros niños se instruyen, pasen o no por un sistema de enseñanza. Por ejemplo, no encontraréis uno solo de esos pequeños -niño o niña- que no sepa nadar, y todos están acostumbrados a montar los caballejos del bosque -¡allí podéis ver uno!-. Saben también guisar, los mayorcitos siegan, algunos saben hacer pajares, otros ejecutan trabajitos de carpintería y saben también cuidar de una tienda. Os aseguro que saben muchas cosas.

- Sí, ¿pero y su educación mental? ¿Y la enseñanza de sus cerebros? -agregué, traduciendo mi frase.

- Huésped, quizá no hayáis aprendido a realizar los trabajos de que os he hablado, y si es así, no os dejéis engañar por la idea errónea de que no requieren cierto trabajo intelectual: cambiaríais de opinión si viéseis a un niño del Dorsetshire trabajar con la paja. De todos modos, comprendo que os referís a la cultura de los libros, pero en cuanto a eso la cosa es sencilla. La mayor parte de los niños, viendo libros a su alrededor, aprenden a leer cuando tienen unos cuatro años, aunque he oído decir que no siempre ocurrió lo mismo. Respecto de la escritura no los animamos a garrapatear temprano (de todos modos, lo hacen por su propia iniciativa), porque con eso adquieren la costumbre de escribir mal, y ¿por qué hacer garrapatos cuando es tan fácil imprimir? Comprenderéis que nos agrada la buena escritura, y muchos copian o hacen copiar cuidadosamente sus libros cuando los han escrito. Se entiende que hablo de aquellos libros de los cuales se necesitan pocos ejemplares, como poemas y cosas parecidas. ¿Comprendéis ...? Pero me he separado del asunto; perdonadme, porque la cuestión de la escritura me interesa precisamente por ser diestro en ella.

- Bien -dije-. ¿Pero cuando los niños saben leer no aprenden otras cosas ...? Idiomas, por ejemplo.

- Naturalmente; y muchas veces antes de saber leer hablan el francés, que es la lengua hablada más cercana a nosotros, en el otro lado del mar. Después aprenden el alemán, que se habla en gran número de municipios y de poblaciones del continente. Estos son los principales idiomas que se hablan en esta isla además del inglés, del celta y del irlandés, que es una forma del celta; y los niños aprenden pronto porque todos los adultos hablan esas lenguas. Aparte de que nuestros vecinos de ultramar traen aquí a sus hijos consigo y con el roce adquieren insensiblemente idiomas.

- ¿y los idiomas antiguos? -pregunté.

- ¡Ah, sí! Aprenden generalmente el latín y el griego al propio tiempo que las lenguas modernas, y a veces solo latín y nociones de griego.

- ¿Y la historia? ¿Cómo enseñáis la historia?

- Cuando se sabe leer, se lee naturalmente todo lo que agrada, y se encuentra fácilmente quien indique los mejores libros respecto de un asunto o que explique aquello que no se entienda bien en los libros que se han leído.

- Bueno. ¿Qué más aprenden?, porque supongo que no todos aprenderán historia.

- No. Hay bastantes que no se cuidan de ella; de hecho creo que haya pocos que se ocupen de historia. He oído decir a mi bisabuelo que en las épocas de desorden, de disputa y de confusión las gentes estudiaban la historia, y ya sabéis -dijo con sonrisa encantadora- que ahora no estamos precisamente en tales tiempos. Hoy los más realizan estudios encaminados al perfeccionamiento de los productos mecánicos y a la investigación de las relaciones de causa a efecto; de este modo la ciencia progresa entre nosotros por estar bien aplicada. Por otra parte, ya os dije allá abajo que Bob cultiva las matemáticas. Es inútil querer imponerse a las inclinaciones.

- Pero no querréis decirme que los niños aprenden todas estas cosas.

- Eso depende de lo que entendáis por niños; y también debo recordaros las diferencias que existen entre ellos. En general, no leen mucho hasta los quince años, salvo un pequeño número de libros de cuentos, y no tratamos de desarrollar en ellos la pasión por la lectura antes de esa edad. Hay bastantes niños que se entregan a los libros antes de tiempo, lo que quizá no les sirve para nada, pero es inútil contrariarlos, aparte de que eso les dura poco tiempo y antes de los veinte años ya están equilibrados. Como sabéis, los niños tienen inclinación a imitar a los mayores, y cuando ven a las gentes ocupadas en trabajos verdaderamente agradables, como construir casas, arreglar el piso de las calles, cultivar jardines, etc., etc., sienten la necesidad de hacer lo mismo. Yo pienso que no es de temer una superabundancia de hombres instruidos en los libros.

¿Qué podía yo decir?

Guardé silencio temiendo embarullarme más y más. Por otra parte, como el caballo avanzaba sin cesar, agucé la vista con ansia de atisbar a Londres y ver qué había sido de él. Pero mi compañero no se resignó a abandonar el tema y continuó en tono reflexivo:

- Y, en resumidas cuentas, no puede ser un mal para ellos el que continúen estudiando. Es agradable que haya gentes felices con los trabajos poco buscados. Además, estos estudiantes son simpáticos, de buena y dulce índole, modestos y ávidos de enseñar a los demás lo que ellos saben. ¡Yo quiero mucho a los que conozco!

Me pareció aquello tan extraordinario que ya iba a preguntar, cuando llegamos a la cima de una colina y vi a mi derecha, en el fondo de un ancho prado, un majestuoso monumento cuya silueta me era familiar, y grité:

- ¡La Abadía de Westminster!

- Sí -dijo Dick-, lo que queda de la Abadía de Westminster.

- ¿Cómo? ¿Qué habéis hecho? -pregunté con terror.

- ¿Que qué hemos hecho? Nada más que limpiarla. Como sabéis, la parte externa estaba en ruinas desde hace algunos siglos, y su interior recobró toda su belleza después de la gran limpieza que se hizo hace un siglo, quitando los vergonzosos monumentos levantados a locos y a bribones, como dice mi bisabuelo.

Anduvimos un poco más, y yo, volviéndome de nuevo a la derecha, dije con alguna incertidumbre:

- Ahí está el Palacio del Parlamento. ¿Os sirve todavía?

Soltó una carcajada que no pudo contener algún tiempo, y después, dándome un golpe sobre la espalda, me dijo:

- Os comprendo, Huésped; os causa extrañeza que conservemos en pie semejante edificio. Yo sé algo de los extraños juegos que se hacían ahí dentro, porque mi viejo abuelo me ha hecho leer libros que trataban de eso. ¡Que si nos sirve! Sí; le utilizamos como mercado suplementario y como almacén de abonos por la comodidad de estar en la orilla del río. Creo que tuvieron la idea de derribarle al principio de nuestros tiempos, pero, según me han dicho, una extraña sociedad de anticuarios se opuso, sociedad que había prestado servicios conservando otros edificios, miradas por los más como inútiles. Tanta energía demostró, adujo tantas razones, que ganó su causa. Yo os diré que me parece bien que las cosas hayan ocurrido así, porque estos viejos y groseros edificios sirven para dar realce a nuestras bellas construcciones. Por estos contornos veréis otros: el sitio donde habita mi bisabuelo y otro muy alto llamado San Pablo. Además, ¿por qué regatear el espacio a esos pobres edificios antiguos, cuando tantos otros se pueden edificar todavía? Inútil preocuparnos por el desarrollo de los trabajos agradables de este género, porque cada día hay más campo para el trabajo en toda construcción nueva, aun sin darle un carácter pretencioso. Para mí no hay nada más delicioso que estar en la casa, y si para hacer las construcciones que yo deseo hubiera que ocupar todo el espacio descubierto, yo no vacilaría. Además, existe la ornamentación, y hemos de convenir en que si ésta puede fácilmente resultar exagerada en las habitaciones, nunca resultará así en las salas de reuniones, mercados, salas de trabajo, etc. Debo confesar, no obstante, que mi bisabuelo me dice que soy demasiado apasionado por las bellas construcciones, pero yo creo sinceramente que las energías humanas deben concurrir a este género de trabajos, que no tienen límite en su desarrollo, en tanto que en otras creaciones humanas parece posible ese límite.
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