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William Morris

CAPÍTULO TRIGÉSIMOPRIMERO
Casa vieja y gentes nuevas



Entretanto, Elena dejó en la orilla a nuestros alegres amigos y se acercó a mí. Me cogió dulcemente la mano y me dijo:

- Llevadme en seguida a la casa; no es necesario que esperemos a los otros y más quiero ir sin ellos.

Tuve idea de decir que no conocía el camino y que los habitantes de la casa debían conducirnos, pero casi sin mi voluntad mis pies se dirigieron por un camino bien conocido. Este camino conducía a un campillo, parte del cual estaba bañado por una desviación del río, surgiendo a mano derecha un grupo de casas y de heniles de antigua y de reciente construcción, y al frente un henil de piedra gris y un muro cubierto de hiedra, por encima del cual se veían los remates de otros cuantos edificios.

El camino de la aldea se detenía en lo hondo de aquella desviación del río. Recorrimos el camino y, de nuevo, a pesar mío, mi mano levantó el picaporte de una puerta que se abría en el muro y encontramos un sendero que nos llevó hasta la vieja casa a que el destino, bajo la forma de Dick, había querido conducirme en aquella nueva sociedad humana. Mi compañera lanzó un suspiro de grata sorpresa y de alegría, y a mí no me sorprendió que el jardín situado entre el muro y la casa embalsamara el ambiente con las flores de junio y las rosas amontonadas con la abundancia deliciosa de los pequeños jardines que desde la primera ojeada encantan al espectador hasta extinguir en él todo cuidado que no sea el de la belleza. Silbaban los mirlos, arrullaban las palomas en el tejado, graznaban las cornejas entre las verdes hojas, los vencejos chillaban y volaban en torno de las palomas y la casa misma era el guardián adecuado de todas las bellezas de aquel estío triunfal.

Nuevamente Elena fue el eco de mis pensamientos.

- Sí, amigo mío, he venido aquí para ver esta antigua casa edificada por las sencillas gentes del campo que vivieron en tiempos ya pasados, sin cuidarse del tumulto de las ciudades y de las calles; es encantadora y digna entre todas las bellezas de que nuestros amigos la conserven con cuidado y la tengan en estima. A mí me parece que he alcanzado estos felices tiempos conservando las migajas de felicidad de un pasado confuso y turbulento.

Me condujo a la casa, y colocando sus bellas manos y los brazos tostados por el sol sobre el muro cubierto de líquenes como para abrazarla, exclamó:

- ¡Oh, oh! ¡Cuánto amo a la tierra, a las estaciones, al aire, a todas las cosas y a todo lo que vive, cómo amo a esto!

No pude responderla ni articular palabra. Su exaltación y su placer eran tan exquisitos y tan penetrantes, y su belleza, delicada y respirando energía, al mismo tiempo expresaba tan bien aquellos sentimientos, que cualquier palabra hubiera sido fácil y ociosa. Yo temía que de un momento a otro se nos reunieran nuestros amigos, rompiendo el encanto que nos circundaba, pero estuvimos mucho tiempo cerca del ángulo del grueso muro de la casa sin que nadie viniese. Oí el alegre vocerío que se alejaba, y comprendí que seguían el río hacia la gran pradera del otro lado de la casa y del jardín.

Nos retiramos un poco para contemplar la casa: la puerta y las ventanas dejaban entrar libremente el aire embalsamado y purificado por el sol; de las ventanas más altas pendían festones de flores en honor de la fiesta, cual si los demás participaran de nuestro amor a la casa.

- Entrad -dijo Elena-. Espero que nadie nos lo impida; no temo que eso ocurra. ¡Venid! Hemos de andar ligeros para reunirnos con los demás, que deben de haber ido a las tiendas de campaña que seguramente se habrán plantado para los segadores; la casa no podría contener ni la décima parte de esas gentes, estoy segura.

Me condujo a la puerta murmurando casi entre dientes:

- ¡La tierra, su vegetación, su vida! ¡Oh, si pudiese decir, si pudiese mostrar cuánto la amo!

Entramos y no encontramos persona alguna, circulando de habitación en habitación desde el porche cubierto de rosas, hasta los extraños desvanes, sombríos como la noche, bajo la fuerte armadura del tejado, donde en los antiguos tiempos los labradores y los pastores del feudo dormían en pequeños lechos formados con materias inútiles y viles como ramos de flores secas, plumas de aves, cáscaras de huevo de estornino y análogas materias.

Ahora parecía que estuviesen temporalmente habitadas por niños.

En aquella mansión el mobiliario era escaso, solamente lo indispensable y de un gusto muy sencillo. El gusto extraordinario por la ornamentación que yo había notado entre aquella gente en otros sitios, parecía haber sido sacrificado al sentimiento de que la casa misma y todo en conjunto era el ornamento de la vida rústica, entre la cual se encontraba desde los tiempos antiguos como el resto de un naufragio, y querer decorarla hubiera sido quitarle su carácter de belleza natural.

Nos sentamos, al cabo, en una habitación situada detrás del muro que Elena había abrazado, habitación paramentada con antiguas tapicerías, originariamente de ningún valor artístico, pero ahora que sus tintas descoloridas se habían fundido en un simpático tono gris, armonizando completamente con la tranquilidad de aquel lugar, tapicerías que una decoración más brillante y más notable hubiera reemplazado muy mal.

Mientras estuvimos allí hice algunas preguntas a Elena, pero apenas escuché sus respuestas, y pronto callamos. Yo casi había perdido la conciencia de las cosas, salvo de que me encontraba en aquella antigua habitación y de que los palomos hacían la rueda en el techo de los heniles y en el palomar que veía por las ventanas frente a mí.

Pasado el intervalo de uno o dos minutos, mi pensamiento siguió su curso; pero como en un sueño, me pareció que aquello había durado mucho cuando vi a Elena sentada que parecía más llena de vida, de alegría y de deseos por el contraste con la tapicería gris, pálida, de dibujo confuso, sólo soportable porque se había trocado en débil y esfumado.

Me miró benévolamente, cual si leyese en mí como en un libro abierto, y me dijo:

- Habéis proseguido en vuestra eterna comparación del pasado con el presente, ¿no es cierto?

- Es verdad -respondí-. Pensaba en lo que habríais sido en lo pasado con tanta habilidad, tanta inteligencia, juntamente con vuestro amor al placer y vuestra impaciencia ante las restricciones inútiles. Y, sin embargo, ahora que todo está bien y lo está desde hace mucho tiempo, mi corazón sangra pensando en la vida que se ha derrochado durante tantos años.

- ¡Tantos siglos! ¡Tantas edades!

- Verdad, demasiado verdad -y callé de nuevo.

Elena se levantó y me dijo:

- Venid; yo no debo dejaros que os extraviéis tan pronto en otro sueño. Si hemos de perderos, quiero que lo veais todo antes de partir.

- ¿Perderme? ¿Partir? ¿Luego no he de ir al norte con vos? ¿Qué queréis decir?

Sonrió con tristeza y dijo:

- Aún no; no hablemos ahora de esto. Pero decidme: ¿en qué pensabais en este momento?

Contesté titubeando:

- ¿El pasado? ¿El presente? ¿No habréis querido decir el contraste de lo presente con lo futuro, de la ciega desesperación con la esperanza?

- Lo sabía -dijo. Después, cogiéndome de la mano, añadió con calor-: ¡Venid, que aún hay tiempo! ¡Venid!

Me hizo salir de la habitación, y en tanto que bajábamos y salíamos de la casa al jardín por un postigo que daba a un pórtico, me dijo con voz tranquila, como para hacerme olvidar su nervioso arrebato:

- ¡Venid! Hemos de reunirnos a los demás antes de que vengan a buscarnos. Y permitidme que os diga, amigo mío, que os veo demasiado dispuesto a dejaros arrastrar por los ensueños contemplativos, ciertamente que porque aún no os habéis habituado a nuestra vida de reposo en la actividad, de trabajo que es placer y de placer que es trabajo.

Calló un momento mientras entrábamos en el regocijado jardín, y después dijo:

- Amigo mío, decíais que qué habría yo sido de haber vivido en los tiempos de confusión y de tiranía. Pues bien, yo creo haber estudiado la historia hasta comprenderla bien. Yo me hubiera contado en el número de los pobres porque mi padre, cuando trabajaba, era labrador, y no pudiendo soportar aquella condición, mi belleza, mi inteligencia y mi habilidad (hablaba sin afectación y sin rubor) habrían sido vendidas a los ricos y la ruina de mi vida era cosa hecha; porque yo sé que no hubiera podido ni dirigir mi vida, ni hubiera comprado jamás a los ricos ni el placer ni aun la ocasión de obrar de modo que me procurara alguna emoción sincera. Me habría visto arruinada, destruida de una manera o de otra: o por la miseria o por el lujo. ¿No es esto?

- Así es.

Iba a decir algo más, cuando una puertecilla del recinto se abrió y entró Dick alegre y vivo, llegando hasta nosotros dos, y colocando sus manos sobre nuestras espaldas, dijo:

- Bien, ciudadanos, ya había yo pensado que desearíais ver solos la casa.

- ¿No es esta casa una joya en su género?

- Ahora venid pronto; se acerca la hora de la comida. Decidme, Huésped, ¿queréis hablar un poco antes de que comience la fiesta que, según creo, se prolongará bastante?

- Sí.

- Entonces, adiós por unos momentos, ciudadana Elena -dijo Dick-. Aquí está Clara, que os cuidará, aunque creo que os encontraréis entre nuestros amigos como en vuestra propia casa.

Mientras hablaba, Clara vino de los campos, y yo, después de una larga mirada a Elena, di media vuelta y marché con Dick, dudando, a decir verdad, si volvería a verla.
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