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William Morris

CAPÍTULO TRIGÉSIMO
El final del viaje



Proseguimos. A pesar de mi reciente pasión por Elena y el temor siempre creciente de que pudiera arrastrarme quién sabe dónde, no podía por menos de observar con grande interés las condiciones del río y de sus dos orillas, tanto más cuanto que Elena no parecía cansada de las mudanzas del paisaje, y miraba las zonas floridas, los trozos de espléndida vegetación, con el dulce y amoroso interés que en algún tiempo me pareció a mí haber tenido en grado sumo, y que resurgía en aquella sociedad tan diversa y tan llena de maravillas.

Elena parecía encantada de mi alegría y de mis demás sentimientos acerca del río. La acertada conservación de todos los sitios bellos, la sencillez de los medios para guiar el agua, sencillez tal que hacía bellos y naturales los trabajos más complicados, todo me placía soberanamente, y Elena se alegraba con mi alegría y se admiraba como yo.

- Parecéis maravillado -me dijo cuando pasábamos cerca de un molino que ocupaba una parte de la corriente, dejando libre la dedicada al paso, molino que era tan bellísimo en su género como una catedral gótica-. Parecéis maravillado de tantas bellezas.

- Sí, es verdad; estoy maravillado desde cierto punto de vista, y no podría ser de otro modo.

- ¡Ah! -exclamó, mirándome con admiración y ocultando una sonrisa-. Vos que sabéis toda la historia del pasado, decidme: ¿Cuidaban antes mucho este río que hace tan amena la campiña? Yo he desmentido -añadió, cuando su mirada se encontró con la mía- a cuantos sostenían que, en los tiempos de que hablamos, la parte estética era relegada a segundo término en estas cosas. Pero ¿cómo se arreglaban para el cuidado del río en la época en que vos ... -iba a decir vivíais, pero rectificó-, en los tiempos de los cuales conserváis memoria?

- No existían cuidados especiales -respondí-. Antes de la mitad del siglo diecinueve, cuando no había más que unas cuantas carreteras para el tráfico en la campiña, se tenía algún cuidado con el río y con sus orillas, y aunque nadie se tomase el trabajo de ocuparse de su aspecto, éste era bello. Pero cuando los ferrocarriles, de los cuales habréis oído hablar, conquistaron el predominio, se impidió de hecho a la gente del campo la locomoción por el agua o por los caminos artificiales, de los cuales había muchísimos. Creo que más arriba encontraremos uno importantísimo, que el ferrocarril cerró por completo al público; así se obligaba a la gente a enviar sus mercancías por un camino dado, y se les hacía pagar por ello lo más que se podía.

Elena rio de bonísima gana:

- He ahí algo que no está muy claro en nuestras historias y, sin embargo, es digno de nota. Nosotros no somos ni testarudos ni amigos de porfías, pero si alguno tuviese el atrevimiento de venir a imponemos algo parecido, seguiríamos usando el agua como vía de locomoción, sin tener en cuenta que esto estuviera prohibido, y a mí me parece que eso sería lo mejor. Además yo recuerdo otros ejemplos de parecidas necedades: cuando estuve en el Rhin, hace unos dos años, me enseñaron las ruinas de algunos castillos hechas con el mismo fin que los ferrocarriles ... Pero he interrumpido vuestra historia del río y os ruego que prosigáis.

- Sí, es una historia corta y tonta a un mismo tiempo. El río, perdido su valor práctico y comercial, es decir, no sirviendo ya para dar dinero ...

- Comprendo -dijo, haciendo un signo afirmativo- el sentido de frase tan rara. Continuad.

- Fue completamente abandonado, hasta que sobrevino una epidemia.

- Como los ferrocarriles y los bandidos, ¿eh?

- Entonces, por hacer algo, lo entregaron a una Sociedad de Londres que de tiempo en tiempo, para demostrar que era útil, talaba árboles con grave daño de las orillas, limpiaba el fondo del río (lo que no ocurría siempre) y arrojaba la basura en los campos, perjudicándolos. Pero, en general, esta Sociedad vivía en la más completa inercia, como entonces se decía; esto es, percibía la retribución y abandonaba las cosas a su destino.

- ¡Percibía la retribución! -dijo-. Esto quiere decir que permitía a sus miembros apoderarse del bien de otros sin hacer nada. Si no se hubiera tratado de esto valía la pena de haber dejado a esa Sociedad que siguiera semejante conducta, porque no había otro modo de librarse de ella, pero lo peor es que, estando pagada, no podían eximirse de hacer algo que era dañoso, porque -añadió sonriendo- todo aquel catafalco estaba edificado sobre la mentira y la ostentación. No aludo sólo a los guardianes del río, sino a todos los regidores de aquel tiempo.

- Sí -dije-. ¡Felices vosotros que estáis libres de las trabas de la tiranía!

- ¿Por qué suspiráis? -pregunté solícitamente y con algo de inquietud-. ¿No creéis que esto deba durar?

- Durará para vosotros.

- ¿Y por qué no para vos? Esto debe durar para todo el mundo, y si vuestro país se encuentra atrasado, pronto acabará por colocarse en la misma línea que nosotros. ¿O pensáis tornar pronto a él?

Después se apresuró a añadir:

- Os haré la proposición de que os he hablado, para poner término a vuestra incertidumbre. Quería proponeros que vinieseis a habitar con nosotros en el lugar adonde vamos a trasladarnos. Me parece que ya somos antiguos amigos y me dolería perderos -y agregó, sonriendo-. Oíd, comienzo a creer que queréis proporcionaros un perpetuo dolor, como aquellos ridículos tipos de las extrañas novelas antiguas que alguna vez han caído en mis manos.

Verdaderamente yo comenzaba a sospechar algo de lo que me decía, así que dejé de suspirar y me puse a narrar a mi deliciosa compañera los retazos de historias del río y de sus orillas que conocía.

De este modo pasó el tiempo alegremente, y remando un poco cada uno, porque Elena era fuerte e incansable, pudimos marchar al par de Dick y, no obstante el calor, devoramos el camino.

Al fin pasamos bajo otro puente antiguo, después entre campos circundados por desmesurados olmos y castaños menos vetustos, pero muy elegantes. Los campos se extendían tanto que parecía que los árboles saltasen de la orilla del río a los alrededores de las casas; otras veces, tras de los sauces de la ribera, se veían zonas verdosas interminables.

Dick, excitado por la vista de los campos, derecho en su barco, nos gritaba los nombres de lo que veíamos, y nosotros, contagiados de su entusiasmo, hacíamos marchar rápidamente nuestro bote.

Recorríamos un trozo del río donde, al lado del camino de remolque, había una plantación de rumorosas cañas, y al otro, una ribera alta coronada de sauces que se miraban en el agua, cuando vimos figuras vivientes que se acercaban a la orilla cual si anduvieran en busca de alguien. Y así era, en efecto: nos buscaban a nosotros o, mejor, a Dick y a su compañera. Dick levantó los remos y nosotros le imitamos; después lanzó un grito de alegría, al que respondió un coro de voces profundas unas, argentinas otras, porque habría muy bien diez personas entre hombres y mujeres. Una mujer alta y gruesa, con negra y rizosa cabellera y ojos azules y profundos, se adelantó hasta la orilla agitando graciosamente su mano y nos dijo:

- Dick, amigo mío, casi os habéis hecho esperar. ¿Qué significa esta puntualidad quebrantada? ¿Por qué no nos habéis dado ayer una sorpresa?

- ¡Oh! -respondió Dick, señalando imperceptiblemente nuestro barco-. No se ha podido bogar con más celeridad; tenían tanto que ver estos ciudadanos, que nos hemos entretenido allá abajo.

- Es verdad, es verdad -respondió aquella majestuosa mujer (no encuentro otra palabra para definirla)-, y es preciso que ahora traten de conocer bien el curso de agua de la parte de oriente, para lo cual habrán de recorrerla. Pero desembarcad, Dick, y vosotros también, ciudadanos; hay paso por entre las cañas y un buen sitio de desembarco a la vuelta. Podemos transportar vuestra ropa o enviaremos unos niños a buscarla.

- No -contestó Dick-, es más fácil ir por el agua hasta que estemos a un paso del camino. Además, deseo que estos amigos desembarquen en el sitio preciso. Seguiremos así hasta el vado y hablaremos con vosotros, que nos seguiréis por la orilla.

Diciendo esto hundió los remos y emprendimos la marcha salvando un ángulo agudo y después volvimos hacia el norte. Inmediatamente surgió a nuestra vista una ribera cubierta de olmos que hacían adivinar una casa en medio de ellos; pero en vano busqué sus paredes grises que yo pensaba ver. Cuando caminábamos, la gente de la orilla no cesaba de hablar y sus voces melodiosas se confundían con el canto del cuco, el dulce y agudo silbar del mirlo y la nota incesante de la codorniz, saliendo de la larga hierba y de los campos de mieses, desde donde el trébol florido nos enviaba ondas de aromas.

En pocos minutos, y después de haber pasado un profundo remolino, estábamos en la lengua de agua que corría del vado, y echamos nuestros barcos en un lecho de arena calcárea, descendiendo después a tierra entre los brazos de nuestros amigos y habiendo llegado al término del viaje.

Yo me separé del alegre grupo, y colocándome en la carretera que seguía el curso del río a pocos pies del agua, miré en torno mío.

A mi izquierda el río cruzaba una pradera a la que la madurez de las hierbas daba tonos grises; el agua brillante desaparecía tras un recodo, y más allá se veía la parte alta de una casa en el sitio donde yo suponía que debía de haber una esclusa y aun calculé que algún molino.

Una baja cadena de montículos cubierta de bosques cerraba la llanura del río por la parte sur y sudeste, por donde habíamos venido, y al pie de la cima de esas colinas había algunas casas bajas. Me volví a la derecha, y a través de los brazos de los espinos albanes y de las largas ramas de los rosales silvestres, vi la llanura que se perdía a lo lejos desplegándose al sol en aquella tranquila tarde, limitada por una línea azul de colinas que semejaban ovejas pastando en una pradera dulcemente esfumada cerca de mí; las ramas de los olmos escondían gran parte de las casas que debían servimos de habitación en aquel lado del río, y más a la derecha de la carretera aparecían pequeños edificios grises esparcidos aquí y allá.

En aquel punto me pareció soñar y me restregué los ojos, esperando ver transformado como por encanto el lindo y alegre grupo en unos cuantos hombres de piernas delgadas y curvas espaldas, y en mujeres escuálidas, de ojos hundidos y feas formas, iguales a aquellos que en tiempos hollaban aquel país con pasos desesperados todos los días, todas las estaciones y todos los años. Sin embargo, no se produjo cambio alguno, y mi corazón latió alegre pensando en las bellas aldeas grises que del río a la llanura y de la llanura a las montañas que tan bien podían representarme mi fantasía poblaban aquellas gentes felices y amables, que habían repudiado la riqueza y alcanzado la prosperidad.
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