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William Morris

CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEGUNDO
El principio de la fiesta



Dick me condujo en seguida al campillo que -lo había yo visto desde el jardín- estaba cubierto de tiendas de alegres colores, dispuestas en filas regulares. Alrededor de ellas, sentados o tumbados sobre la hierba, había como unas cincuenta o sesenta personas entre hombres, mujeres y niños, todos en el colmo de la tranquilidad y de la alegría, con humor de fiesta, por decirlo así.

- De regreso no encontraréis imponente el efecto general por lo exiguo del número de los individuos; pero habréis de recordar que mañana seremos más porque en el trabajo de la siega encuentra puesto mucha gente, aun la no práctica en agricultura y los que hacen vida sedentaria, como las gentes de ciencia y los estudiantes de todo género, que suelen vivir en lugares cerrados, a los cuales sería poco generoso quitar el placer de recolectar el heno. Así, los trabajadores hábiles, excepto los que son rebuscados como guadañeros o como directores, ceden el puesto y toman algo de descanso -que es oportuno-, deséenle o no, o se van a otro sitio, como hago yo. Los sabios historiadores y los estudiantes, en general, no son necesarios hasta que se extiende la hierba segada, lo que no se hará hasta mañana o pasado.

Diciendo esto me llevó fuera del campillo a una explanada cubierta de arena que dominaba el prado de la orilla del agua; después, volviendo a la derecha por un sendero abierto entre la hierba madura, alta y espesa, me condujo al río por encima de la esclusa y del molino. Allí pudimos nadar a nuestro gusto y con gran placer, porque el agua se extendía más arriba de la esclusa y el río parecía más grande, sujeto como estaba por ella.

- Ahora estamos mas dispuestos para comer -dijo Dick cuando estuvimos vestidos y atravesábamos de nuevo la hierba-. Ciertamente que de todos los banquetes del año, éste de apertura de la recolección del heno es el más alegre, sin exceptuar ni aun la fiesta de la recolección del grano, porque entonces el año comienza a declinar, y no puede menos de sentirse una especie de melancolía entre aquella alegría, pensando en los días sombríos que se acercan, en los campos desnudos, en los jardines tristes, y la primavera está aún lejana para curar aquel descontento. Entonces se está en otoño, en el tiempo en que se piensa en la muerte.

- Es extraño -dije- que deis importancia a un hecho tan periódico y trivial como es la renovación de las estaciones.

Y en verdad, aquellas gentes eran como niños en este género de cosas, y a mí me parecía que ponían un interés exagerado en las variaciones del tiempo, como, por ejemplo, una bella jornada, una noche clara o tenebrosa, etcétera, etc.

- ¿Es extraño? -repitió-. ¿Os parece, pues, extraño que se tome con interés el año en todas sus manifestaciones?

- Ahí está -respondí-; si consideráis el curso del año como el desarrollo de un drama bello e interesante, como a mí me parece, debéis mirar con igual placer e interés el invierno, con sus penas y sus tormentas, que el verano maravilloso y lujuriante.

- ¿Y no es así? -dijo Dick con cierto calor-. Sólo que yo no puedo asistir a él ni tomar parte en las mutaciones de escena, como haría en el teatro. Es difícil para mí, iletrado como soy -añadió, sonriendo alegremente-, hacer entender tan bien mi idea como lo hacía Elena; pero quiero decir que yo soy una parte del año y siento todas sus penas y todas sus alegrías en mi persona, que no fue creado para que yo pudiera comer beber y dormir, sino que yo mismo soy hasta de él.

Desde su punto de vista, como Elena desde el suyo vi que Dick sentía infinito amor a la tierra, que era común a pocos en tiempos por mí bien conocidos, cuando el sentimiento predominante entre las personas cultas era una especie de acerbo desprecio para el variable drama del año, para la vida de la tierra y sus relaciones con el hombre. Es verdad que en aquellos tiempos parecía poético y elevado mirar la vida como una cosa que había que soportar más bien que gozar.

Medité, hasta que la risa de Dick me trajo a la realidad en aquel campo del condado de Oxford.

- Es extraño -dijo- que me sienta turbado por el invierno y sus miserias en la abundancia del verano. Si esto no me hubiera ocurrido otras veces, creería que fueseis vos la causa, Huésped, por haberme envuelto en algún feo encanto. ¿Sabéis? -añadió en seguida-. Digo esto en broma; no os molestéis.

- Está bien, no me incomodo -dije esto, y no obstante sentía en mí algo de desagradable en aquellas palabras.

Atravesamos la explanada de avena y no volvimos a la casa, sino que recorrimos una senda que contorneaba un campo de trigo cercano a desgranarse. Yo dije:

- Por lo visto no comeremos ni en la casa ni en el jardín. Ya lo esperaba. ¿Pero dónde vamos a reunirnos? Porque, a lo que veo, las casas son pequeñas en general.

- Sí, tenéis razón; en esta campiña son pequeñas; en tanto las buenas casas antiguas son abandonadas y la gente habita más estas casitas esparcidas por aquí y allá. En cuanto a nuestra comida, el banquete será en la iglesia; yo quisiera que en honor vuestro la iglesia fuese grande y suntuosa como la de la vieja ciudad romana del oeste o la de la ciudad forestal del norte, pero de todos modos será bastante capaz para contenernos a todos, y aunque pequeña, es hermosa en su género.

Para mí era de cualquier modo nueva aquella comida en una iglesia, y me hacía recordar las iglesias-cervecerías de la Edad Media; pero no expresé mi idea, y bien pronto llegamos por el camino que atraviesa la aldea.

Dick miró a ambos lados, y no viendo ante nosotros más que dos grupos aislados, dijo:

- Me parece que llegamos con algún retraso; todos han ido antes que nosotros. Ciertamente que considerarán como un deber esperar al más importante de los huéspedes porque venís de tan lejos.

Apretó el paso mientras decía esto y yo le seguí. Pronto llegamos a un camino de tilos que conducía en derechura al pórtico de la iglesia, cuya puerta, abierta, dejaba escapar alegre rumor de voces, risas y otras manifestaciones de alegría.

- Sí; éste es el lugar más fresco en esta cálida jornada. Vamos adentro, que se alegrarán de veros.

Verdaderamente, a pesar del baño, el tiempo me parecía más sofocante y pesado que en todo el viaje.

Entramos en la iglesia. El edificio era pequeño y sencillo: una nave menor separada de la principal por tres arcos, un coro y un crucero, bastante amplio para tan pequeño edificio. Las ventanas eran casi todas del gracioso modelo adoptado en el siglo XIV en el condado de Oxford. Ninguna decoración de arquitectura moderna; parecía que aquello no había sido tocado desde que los Puritanos borraron con cal los santos y las historias medievales pintados en los muros. No obstante, aparecía alegremente engalanada para esta fiesta, con festones de flores en los arcos y grandes jarrones de flores en el pavimento. Bajo la ventana de occidente pendían dos hoces, cuyas hojas, blancas y tersas, brillaban en una guirnalda de flores.

Pero el mejor ornamento era la multitud de hombres y de mujeres, todos bellos y con aire alegre, que estaban sentados en torno de la mesa. Sus rostros luminosos, sus ricas cabelleras y sus vestimentas de fiesta, les hacía semejarse, como dice el poeta persa, a un ramo de tulipanes iluminado por el sol. Aunque la iglesia fuese pequeña, había espacio en abundancia, porque una iglesia pequeña equivale a una casa grande, y aquella tarde no había habido necesidad de prolongar la mesa por los dos brazos del crucero, como seguramente ocurriría cuando los sabios, como decía Dick, viniesen a realizar su humilde parte de tarea en la recolección del heno.

Crucé los umbrales con aquella sonrisa de expectación que iluminaba el rostro de un hombre en el momento de acercarse una fiesta en la que se promete gozar. Dick, a mi lado, miraba a los reunidos con aire tan satisfecho que yo pensé que los consideraba como cosa suya. Frente a mí estaban colocadas Clara y Elena con un asiento vacío entre ellas para Dick; sonreían, pero sus bellos rostros estaban vueltos hacia los ciudadanos sentados a su lado con los que hablaban, y me parecía que no me habían visto. Miré a Dick esperando que me condujese adelante, y él volvió su cara hacia mí. Mas, cosa extraña, aunque estuviese alegre y sonriente como siempre, no respondió a mi mirada, y aún me pareció que no advertía mi presencia, notando entonces que ninguno de los reunidos paraba mientes en mí. Me sentí angustiado cual si hubiera de acaecerme un desastre largo tiempo esperado.

Dick dio algunos pasos adelante sin decirme una palabra. No estaba yo ni tres metros distante de las mujeres que, aun cuando estuvieron breve tiempo en mi compañía, eran en mi entender verdaderas amigas para mí. El rostro de Clara en aquel momento estaba completamente vuelto hacia mí, aunque no pareció que me viese, por más que yo me esforzara por llamar su atención con una mirada suplicante. Me volví a Elena, que sí pareció reconocerme por un instante; su cara alegre se entenebreció un momento, sacudió la cabeza con un gesto de tristeza y poco después toda noción de mi presencia se había borrado de su rostro.

No tengo palabras para describir cuán solo y cuán afligido me encontré en aquel momento. Estuve en suspenso un minuto; después volví sobre mis pasos hacia el pórtico, salí al camino de los tilos y pronto me encontré en la carretera, en tanto que los mirlos cantaban alrededor de mí en aquella cálida tarde de junio.

De nuevo, sin esfuerzo alguno consciente de voluntad, me dirigí hacia la vieja casa, cerca del vado, pero cuando volví la esquina que conducía a los restos de la cruz de la aldea, encontré una persona que contrastaba con las bellas y alegres gentes que había dejado dentro de la iglesia. Era un hombre que parecía viejo, aunque, según la experiencia, que había casi perdido, no tendría más de cincuenta años. Su cara, más que sucia, estaba arrugada y torva, sus ojos eran mortecinos y foscos, su cuerpo encorvado, sus piernas delgadas como huesos, y llevaba arrastrando sus pies pesados. Sus vestidos eran una mancha de suciedad y de harapos, que yo conocía demasiado desde hacía tiempo. Cuando pasé delante de él llevó la mano a su sombrero con aire benévolo y cortés, pero servil.

En una inexpresable repulsión, me apresuré a dejarle detrás de mí y me puse a recorrer con paso rápido el camino que conducía al río y al extremo más bajo de la aldea; pero inmediatamente vi una nube negra que venía a mi encuentro, como en una pesadilla de mi niñez, y por un momento no tuve conciencia de nada más que de estar en la oscuridad, sin poder decir si caminaba, estaba sentado o tumbado.

Estaba echado en mi casa, y en mi casa del triste Hammersmith, y pensaba en todo esto. Reflexioné si estaba realmente desesperado al ver que había soñado, y, por extraño que parezca, encontré que no sentía desesperación.

¿Fue aquello realmente un sueño? Si así fue, ¿cómo se explica que durante tanto tiempo conservara yo la conciencia de no ser más que un espectador de aquella nueva vida, con todos los prejuicios, las ansias y los disgustos de esta época de dudas y de lucha?

Durante tanto tiempo, aunque aquellos amigos me pareciesen tan sinceros, yo tenía el sentimiento de que nada había de común entre ellos y yo, cual si hubiera de llegar un tiempo en que me repudiaran diciéndome, como parecía decírmelo la última triste mirada de Elena:

No, no es posible; no podéis vivir entre nosotros; pertenecéis tan por entero a la infelicidad del pasado, que nuestra felicidad os enojaría. Volved atrás ahora que habéis visto, ahora que los ojos de vuestro cuerpo han observado que, a pesar de toda la infalibilidad de las máximas de nuestro tiempo, hay una era de paz reservada al mundo, cuando la supremacía sea cambiada en fraternidad ..., no antes. Volved atrás, a vivir rodeado de hombres atentos a procurar a los demás una vida horrible al mismo tiempo que no se cuidan de la propia; hombres que odian la vida tanto como temen la muerte. Volved atrás y sed más feliz por habernos visto, por poder luchar animado con una nueva esperanza. Vivid lo que podáis, y luchad sin arredraros, ni por los obstáculos ni por el trabajo, con el propósito de instaurar poco a poco la era de la fraternidad, del reposo, de la felicidad.

¡Oh, sí! Y si otros pudieran verla como yo la he visto, habría que llamarla visión y no sueño.
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