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William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMONONO
Un sitio de reposo en el alto Támesis



En un sitio donde el río corría alrededor de una eminencia nos detuvimos para descansar un rato y tomar un refrigerio. Nos acomodamos en una linda ribera que casi podía ser elevada a la dignidad de falda de colina, desde donde se veía la vasta extensión de los campos desplegada ante nosotros. Un cambio noté en la tranquila belleza de los campos; que se había plantado aquí y allá árboles frutales, por lo común, sin duda por no existir aquella avaricia de nuestros tiempos, que negaban un poco de espacio a un lindo árbol. Los sauces aparecían desmochados o podados (como solían decir en aquella campiña), pero su aspecto externo estaba muy cuidado; quiero decir que sus troncos no estaban colocados en riberas perfectas como para destruir o interrumpir la belleza de la campiña, sino en cierto desorden y evitando toda brusca interrupción. En suma, los campos estaban tan cuidados cual un jardín de recreo, como todo aquello que se refiere a la vida, según me había dicho Hammond el viejo.

En aquella ribera o declive de colina almorzamos, acaso demasiado pronto, aunque estábamos en pie desde muy temprano. La faja sutil del Támesis serpenteaba a nuestros pies por aquella campiña de jardines que ya he descrito, frente a nosotros se veía un gracioso islote cubierto de árboles; un bosque de tupida vegetación cubría un trozo del sur, y por el norte los prados extensos descendían poco a poco hasta la corriente del río.

La delicada aguja de un edificio antiguo salía por encima de los árboles, amontonándose alrededor de ella unas cuantas casas grises, y más cerca de nosotros, y a poca distancia del río, se veía un edificio moderno, de piedra, que formaba un cuadrado de un solo piso. Este edificio no tenía jardín alguno en el espacio que le separaba del río, aunque sí unos cuantos perales jóvenes de muy elegante figura. El edificio no estaba muy decorado, pero, como los árboles, tenía cierta elegancia.

Mientras permanecimos sentados mirando el bello paisaje que se desplegaba ante nuestros ojos en aquel día de junio, que más que alegre podía llamarse feliz, Elena, que estaba sentada a mi lado con las manos cruzadas bajo sus rodillas, se inclinó hacia mí y me dijo quedamente, aunque no tanto que Dick y Clara no pudiesen oirla, de no haber estado absortos en su amor:

- Amigo mío, ¿son como éstas en vuestro país las casas de los labradores?

- ¡Oh, no! -respondí-. Hasta las de los ricos son masas informes colocadas en la superficie de la tierra.

- He ahí uno de los hechos que son para mí inexplicables. Comprendo que los trabajadores, por el estado de opresión en que se encuentran, no tengan modo de vivir en bellas habitaciones, cuya construcción requiere tiempo, cuidados y la mente libre de preocupaciones, y es natural que a los pobres, por su condición de vida, les estén vedadas estas cosas que a nosotros nos parecen indispensables; pero los ricos, que tienen tiempo, modo y materiales para edificar, ¿por qué no se fabrican por sí mismos buenas casas?; eso es lo que no llego a entender. Sé lo que me vais a responder -añadió mirándome y ruborizándose-; me diréis que las casas y todo lo que les pertenecía era feo y tosco hasta cuando, por elección, adoptaban las maneras antiguas, como en aquella construcción (y señaló la aguja); que eran ... dejadme que lo recuerde ... ¿Cuál es la palabra?

- Vulgares -respondí-. Nosotros decíamos que la fealdad y la vulgaridad de las habitaciones de los ricos eran el reflejo inevitable de la vida triste y sórdida de los pobres.

Me miró arrugando el sobrecejo como si reflexionara.

Y después, volviéndose hacia mí cual si repentinamente se le hubiera ocurrido una idea. me dijo:

- Comprendo. amigo mío. Algunas veces se han discutido estas cosas entre las personas que por ellas se interesan porque tenemos infinidad de recuerdos de aquellos que llamaban obras de arte en el tiempo que precedió a la igualdad social, y no pocos sostienen que toda aquella fealdad no proviene del estado de la sociedad. sino de una particular inclinación de los hombres a hacer fea su vida. y que, de haberlo deseado, hubieran podido rodear de obras bellas, del propio modo que hoy un hombre o un núcleo de hombres hacen cosas más o menos bellas según su gusto ..., ¡chist! Sé lo que vais a decirme.

- ¿De veras? -pregunté sonriente y palpitante.

- Sí; vais a responderme catequizándome de un modo o de otro; lo sé, aunque aún no me habéis hablado. Queréis decirme que en los tiempos de la desigualdad era sistema inseparable de la condición de los ricos el no hacer con sus propias manos lo que pudiera contribuir al embellecimiento de su vida, obligando, en cambio, a aquellas personas cuya vida hacían mísera y sórdida, a trabajar para ellos. Que la miseria y la sordidez de éstos se reflejaba en las bellezas que producían para los ricos, y el arte declinaba. ¿No es esto lo que queríais decÚ"me, amigo mío?

- Sí. sí -contesté mirándola ardientemente, mientras estaba en pie sobre el extremo de la pendiente, y el aire hacía ondular su delicado vestido.

Había colocado una mano en su pecho y extendía el otro brazo con el puño cerrado en actitud de hablar.

- Es verdad -dijo-; hemos probado que es verdad.

A pesar de que yo sentía por ella en aquel momento un sentimiento que era más que interés y admiración, comencé a pensar cómo acabaría aquello. Tenía vislumbres de temor respecto de lo que seguiría a todo aquello, y pensaba con ansia qué sacrificio podría yo ofrecer a la época nueva para endulzar mi corazón de sus deseos no satisfechos. Pero Dick se levantó y gritó con su voz poderosa:

- Ciudadana Elena, ¿qué disputa tenéis con el huésped?; ¿exigís de él que os explique algo que ignoráis y que no podéis entender?

- Nada de eso, querido ciudadano. Estamos tan lejos de disputar, que somos muy buenos amigos. ¿No es así, huésped? -me preguntó mirándome con sonrisa confidencial.

- Así es -respondí.

- Además -agregó-; os respondo de que se ha explicado tan bien que le comprendo perfectamente.

- Bueno -dijo Dick-. Cuando os vi por primera vez en Runnymede pensé, desde luego, que poseíais una maravillosa perspicacia. No lo digo por lisonja ni por galantería -se apresuró a añadir-; lo digo porque es verdad, y esta idea me ha hecho desear conoceros mejor ... Pero, ¡adelante! Ya es hora de emprender la marcha, porque estamos en la mitad del camino y es necesario que lleguemos antes de la caída de la tarde.

Diciendo esto cogió el brazo de Clara y juntos descendieron a la orilla. Elena aún permaneció un momento contemplando el paisaje, y cuando yo tomé su mano para seguir a Dick, me miró cara a cara y me dijo:

- ¡Cuántas cosas podríais decirme, cuántas dudas podríais disiparme, si quisiérais!

- Sí -respondí-; un viejo como yo no puede hacer otra cosa.

Elena no notó la amargura que, a pesar mío, se transparentaba en mi voz, y continuó:

- No sería sólo para mí, que a mí me basta el sueño del pasado, y aun no pudiendo idealizar aquellos tiempos, idealizaré a alguno de los que los vivieron; mas pienso algunas veces que se desdeña demasiado la historia de lo que fue y que se hace mal abandonándola en manos de los viejos eruditos como Hammond. ¿Quién sabe? Aunque somos tan felices, los tiempos podrían cambiar y acaso podríamos vernos invadidos por la manía de las mudanzas, dejándonos llevar, sin fuerza para resistir por la fascinación de ciertas cosas, ignorando que son nuevas fases de hechos ya ocurridos, que traerían la ruina, el desengaño y la miseria.

Mientras caminábamos hacia el barco, añadió:

- No sólo para mí, querido amigo; tendré hijos, y espero que muchos. Como es natural, no podré obligarles a adquirir un género de nociones en vez de otro, mas pienso que así como se parecerán a mí en lo físico, podré transmitirles algo de mi modo de pensar, esto es, la parte más íntima y más esencial de mí misma, no aquella que se deriva del género de vida y del ambiente. ¿Qué pensáis?

De una sola cosa podía responder, y era de ésta: que su belleza, su bondad y su entusiasmo me hacían pensar por atracción como ella, cuando ella misma no se posesionaba de mi pensamiento.

Le dije la verdad, esto es, que la cosa me parecía importante, y durante un buen rato marché como fascinado por su gracia maravillosa, hasta que entramos en el barco, y me tendió la mano y volvimos a marchar por el Támesis. ¿Hasta dónde?
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