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William Morris

CAPÍTULO TERCERO
El desayuno en la Casa de los huéspedes



Me quedé detrás de mis compañeros para examinar un poco esta Casa, que, como he dicho, estaba enclavada en el emplazamiento de mi vieja morada.

El edificio era largo, y sus extremos, tomando curso, se separaban de la calle. En la parte baja del muro que estaba frente a nosotros se abrían amplísimas ventanas de pequeños y cuadrados vidrios. La construcción, de ladrillo rojo y cubierto con plomo, era bellísima, y sobre las ventanas corría un friso de tierra cocida con figuras muy bien trabajadas, ejecutadas con una destreza y un vigor como jamás los he visto en trabajos modernos. El asunto del friso le comprendí en seguida; de tal modo me era familiarmente conocido.

Apenas hube visto todo esto con una rápida mirada, cuando me encontré dentro una sala con pavimento de mármol formando mosaico y techo de madera. La sala no tenía ventanas en el lado opuesto del río, pero sí arcadas que conducían a otras habitaciones, y en el fondo de una de ellas se entreveía un jardín. Por encima de los arcos, una gran superficie del muro estaba cubierta con alegres pinturas -me parece que hechas al fresco de vivaces colores con iguales motivos que el friso exterior. En aquel sitio todo era bello, sólido, maravilloso, y aunque la sala no fuese muy amplia, se experimentaba en ella la agradable sensación de espacio y de libertad que una buena arquitectura da al hombre sin cuidados y que sabe usar bien de su vista.

En aquel lindo sitio, que supuse fuera la sala de la Casa de los Huéspedes, tres jóvenes iban y venían. Como aquellas mujeres eran las primeras personas de su sexo que yo veía en aquella agitada mañana, las miré, naturalmente, con atención, encontrándolas por lo menos tan bellas como los jardines, la arquitectura y los hombres.

Desde luego me fijé en sus vestidos. Estaban decorosamente envueltas en paños y no empaquetadas en artículos de moda; vestidas como mujeres y no tapizadas cual butacas, como la mayor parte de las mujeres de nuestro tiempo. En suma, su vestimenta era algo entre el traje clásico y el del siglo XIV, aunque evidentemente no era imitación de ninguno de los dos; por lo demás era alegre y ligero cual convenía a la estación. Causaba placer ver a aquellas mujeres, y consideradas en sí mismas, ¡cuánta dicha, cuánta bondad resplandecía en su rostro! Su cuerpo era armonioso y bien formado, con aire de salud y de vigor. Las tres eran graciosas, y una de ellas muy bella y de líneas perfectas.

Cuando nos vieron se acercaron alegremente a nosotros, y sin asomos de timidez me estrecharon la mano como si fuera un antiguo amigo que regresara de un largo viaje. Noté, sin embargo, que miraban de soslayo mi traje, que era el mismo de la noche anterior, y que distaba de darme un aspecto elegante.

Roberto el tejedor les dijo algunas palabras, e inmediatamente se pusieron en movimiento para servirnos. En un abrir y cerrar de ojos vinieron a nosotros, nos cogieron de la mano y nos llevaron a una mesa en el rincón más agradable de la sala, donde nuestro desayuno ya estaba preparado.

Cuando estuvimos sentados, una de ellas salió rápidamente por las arcadas, y a poco volvió con un gran puñado de rosas, bien diferentes, por cierto, así en tamaño como en calidad, de las que se producían en Hammersmith; fue después a la alhacena, sacó un vaso finamente trabajado, puso en él las rosas y colocó todo en medio de nuestra mesa.

Otra salió también y volvió con una enorme hoja de col llena de fresas, algunas de ellas poco maduras, y dijo poniéndolas en la mesa:

- No las hay mejores ahora. Pensaba haberlas cogido esta mañana al levantarme, pero mirando al extranjero que entraba en vuestro barco, Dick, me olvidé de las fresas y los mirlos han llegado antes que yo. De todos modos, hay algunas tan buenas como las mejores que puedan encontrarse hoy en Hammersmith.

Roberto le dio un golpecito amistoso en la cabeza y nos pusimos a comer.

Los manjares eran sencillos, pero muy delicados y colocados en la mesa con gran elegancia.

El pan, particularmente, era muy bueno y lo había de varias clases. Desde el grueso y tostado, de miga oscura y compacta, de sabor un tanto azucarado muy de mi gusto, hasta el fino, sutil y rubio, de crugiente corteza que yo no había visto ni comido más que en Turín.

Mientras llevaba a mi boca los primeros bocados, mi vista se detuvo en una inscripción que una palabra familiar me hizo leer completamente. Decía así:

Huéspedes y ciudadanos: en el emplazamiento de esta Casa de los Huéspedes estuvo en tiempos la sala de conferencias de los socialistas de Hammersmith.

¡Bebed un vaso a su memoria!

Mayo 1962
.

Es difícil expresar la emoción que experimenté al leer estas palabras, y creo que el estado de mi ánimo se transparentó en mi cara, porque los dos amigos me miraron con curiosidad y hubo un momento de silencio.

Transcurrieron pocos minutos, y el tejedor, que no tenía los exquisitos modales de mi barquero, me preguntó en tono algo brusco:

- Huésped, no sabemos cómo llamaros; ¿es indiscreto preguntaros vuestro nombre?

- No -respondí-; pero como tengo algunas dudas sobre ese asunto, llamadme Huésped, si os place, que, como sabéis, es nombre de familia, y añadid Guillermo, si queréis.

Dick hizo amablemente un signo de aquiescencia; pero una sombra de inquietud cruzó por la cara del tejedor, y me dijo:

- Espero que no os enojen mis preguntas. ¿Queréis decirme de dónde venís? Mi curiosidad tiene sus razones, razones literarias.

Evidentemente, Dick le daba con el pie por debajo de la mesa, pero él no hacía caso, y esperaba mi respuesta con una especie de avidez. Iba a decir de Hammersmith, pero pensé en el laberinto de contradicciones a que esta palabra nos llevaría, y tomé tiempo para pensar una mentira bien combinada con un poco de verdad.

- Ved; he estado tanto tiempo fuera de Europa que todo esto me parece extraño; pero he nacido y me he criado en los confines del bosque de Epping, en Walthamstow y Woodford.

- Hermoso país -interrumpió Dick-, ahora que los árboles han tenido tiempo de crecer después de la demolición de casas hecha en 1955.

El incorregible tejedor repuso:

- Caro Huésped: puesto que habéis conocido el bosque en otro tiempo, ¿queréis decirme qué tiene de cierto el rumor de que en el siglo XIX se desmochaba los árboles?

Aquello era cogerme por mi flaco, la historia natural arqueológica, y caí en el lazo; sin acordarme del tiempo y del lugar en que me encontraba empecé a hablar.

Una de las damas, la más bella, que esparcía por el suelo ramas de romero y de otras hierbas olorosas, se acercó a escucharme, se colocó detrás de mí y puso sobre mi hombro una mano, en la que conservaba una ramita de toronjil. Aquel dulce olor trajo a mi mente el recuerdo de los días de mi niñez en el huerto de Woodford, con sus hermosas ciruelas azuladas cerca del muro, con el verde prado de olorosa hierba; toda una asociación de ideas que los niños comprenderán rápidamente.

Sin reflexionar, decía:

- Cuando yo era niño, y aun mucho tiempo después, todo el bosque, menos un trozo alrededor de Queen Elizabeth's Lodge (Cabaña de la Reina Isabel) y el sitio nombrado High Beech (Haya Alta), estaba formado por carpes desmochados y por acebos. Pero cuando hace veinticinco años la Corporación de Londres tomó posesión de ese sitio, la poda y el desmoche, que formaban parte de los antiguos derechos comunales de los ciudadanos, fueron abolidos y se dejó crecer libremente a los árboles. Hace muchos años que no he visto esos sitios, salvo una vez que nuestra Liga organizó una excursión de recreo a High Beech. Me afligió bastante el ver cuánto había cambiado todo, principalmente por las nuevas construcciones, y hace pocos días he oído decir que los imbéciles piensan transformar aquello en parque. Respecto a lo que me decís de que han cesado de edificar y que se deja crecer a los árboles libremente son muy buenas noticias ...; porque habéis de saber ...

Al llegar aquí me acordé de la fecha que había citado Dick, y me detuve repentinamente bastante confuso. El curioso tejedor, sin querer fijarse en mi confusión y casi consciente de sus malas formas, me preguntó con viveza:

- Mas decid: ¿qué edad es la vuestra?

Dick y la bella joven soltaron la carcajada como si la conducta de Roberto fuera excusable por su excentricidad, y, siempre riendo, le dijo Dick:

- Deteneos, Bob, que no está bien preguntar así a los huéspedes. Tanto estudio os daña. Os parecéis a aquellos pensadores primitivos de que nos hablan las insulsas novelas de la antigüedad, que estaban dispuestos a saltar por encima de toda regla de cortesía para perseguir su saber utilitario. El caso es que empiezo a creer que os habéis ofuscado el entendimiento con el estudio de las matemáticas y que hojeando esos viejos y estúpidos libros de economía política (ja, ja, ja) habéis llegado al extremo de no saber conduciros. Ciertamente, ya es tiempo de que trabajéis al aire libre para que os limpiéis el cerebro de telas de araña.

El tejedor rió con el mejor humor del mundo, la linda joven fue hacia él, le dio unos golpecitos en las mejillas y le dijo, también riendo:

- ¡Pobre mozo! Siempre ha sido así.

En cuanto a mí me sentí un tanto embarazado, pero reí también tanto por contagio como por la dulzura que me inspiraba aquella felicidad tan tranquila, aquella bondad de carácter, y antes de que Roberto me dirigiese las excusas que estaba preparando, dije:

- Pero, vecinos (ya había recogido el vocablo), yo no tengo el menor inconveniente en responder a vuestras preguntas siempre que pueda. Interrogadme cuanto queráis, que es para mí un placer. Os diré todo lo que queráis acerca del bosque de Epping y de los tiempos de mi niñez. En cuanto a mi edad, no soy una mujer bonita como veis; así, ¿por qué ocultarla? Estoy muy cerca de los cincuenta y seis años.

A pesar del reciente discurso de buena crianza, el tejedor no pudo reprimir un largo ¡oh! de extrañeza, seguido de hilaridad general por la ingenuidad de Roberto. La alegría se pintaba en sus rostros, aunque en homenaje de las buenas reglas de cortesía cada uno procuraba contener la risa.

Confuso, miraba a uno y a otro, y al cabo exclamé:

- Decidme, os ruego, qué tiene de extraño lo que he dicho. Sabéis que debéis instruirme. Reid cuanto queráis, pero decídmelo.

Rieron, en efecto, y de bonísima gana me asocié a su alegría por las razones ya dichas.

Al fin la bella joven me dijo con voz cariñosa:

- ¡Sí, sí, es algo grosero el pobre mozo!, pero yo os diré en qué piensa. Cree que parecéis demasiado viejo para la edad que decís. Aunque nada tiene de extraño que sea así, puesto que habéis viajado, y según todas las trazas, por países poco sociables. Se dice, y a mí me parece una gran verdad, que el vivir entre gentes desdichadas envejece precozmente. Se dice también que la Inglaterra meridional es un lugar excelente para conservar la juventud.

Se ruborizó un poco y añadió:

- Y yo, ¿qué edad creéis que tengo?

- ¡Oh! -respondí-. Siempre he oído decir que la mujer no tiene más que la que representa; diré, pues, sin propósito de ofenderos ni de adularos que tenéis veinte años.

Rió estrepitosamente.

- Bien habéis recompensado mis cumplidos. Pero debo deciros en verdad que tengo cuarenta y dos.

La miré maravillado, suscitando nuevamente su armoniosa risa; pero mi extrañeza estaba bien justificada, porque ni la más leve sombra de arruga surcaba su rostro. Tenía la piel fina y lisa, las mejillas llenas y redondas, los labios rojos como las rosas que había traído; sus bellísimos brazos, desnudos por su trabajo, eran robustos y estaban perfectamente modelados desde el húmero a la muñeca. Ante mi curiosa y algo impertinente mirada se ruborizó un poco, aunque bien se veía que me había tomado por un hombre de ochenta años, y para terminar aquella situación dije:

- Ya veis cómo el viejo dicho se ha confirmado, y confieso que no he debido contestar a una pregunta un tanto indiscreta.

Rió de nuevo y después dijo:

- Bien, amigos míos, viejos y jóvenes, es necesario que vuelva a mi trabajo. Estamos muy ocupados y quiero terminar pronto. Ayer comencé a leer un hermoso libro antiguo y deseo continuarle esta mañana. Adiós, pues, por un momento.

Con paso ligero abandonó la sala, llevándose -como dice Scott- un rayo de sol de nuestra mesa.

Cuando se hubo marchado prosiguió Dick:

- Y ahora, caro Huésped, ¿no queréis preguntar nada a nuestro amigo? Es muy justo que esté a la recíproca.

- Tendré a gran fortuna responder -dijo el tejedor.

- Señor, si os hago algunas preguntas -dije-, no serán muy molestas, y puesto que he oído decir que sois tejedor, os preguntaré algo relativo a ese oficio que me interesa ... o que me interesaba.

- ¡Oh! -respondió-. Temo no poderos ser muy útil en ese asunto. Yo realizo la parte más material del oficio y soy un pobre profesional muy inferior a Dick aquí presente. Además del tejido me ocupo algo en tipografía e impresión, aunque soy poco práctico en las impresiones finas, a más de que la tipografía está en camino de desaparecer a medida que decrece la manía de hacer libros; de suerte que he tenido que dedicarme a otras cosas y he escogido las matemáticas. También he comenzado a escribir un libro de antigüedades acerca de la historia pacífica y privada de fines del siglo XIX, más que por otra cosa para dar un cuadro del país antes de la revolución. Por eso os hice preguntas relativas al bosque de Epping. Confieso que vuestros informes son muy interesantes, pero me han desorientado, y espero que hablaremos de esto cuando no esté aquí el amigo Dick. Yo sé que no me cree un retrógrado y que desprecia mi impericia en el trabajo manual, pero con ello no hace más que seguir la costumbre moderna. Por lo que he leído en la literatura del siglo XIX, y he leído mucho, es para mí evidente que esto es una especie de desquite contra la insulsez de aquellos tiempos, en los cuales se despreciaba a quien sabía utilizar sus manos. Pero, querido Dick, viejo camarada, ne quid nimis! ¡No exageremos!

- Vamos, vamos -dijo Dick-, ¡cómo me juzgáis! ¿No soy el hombre más tolerante del mundo? No me hagáis estudiar matemáticas, ni penetrar los arcanos de vuestra nueva ciencia, la estética, dejándome hacer estética práctica con mi oro, mi acero, mi soplete y mi martillito, y estoy contento. Pero, ¡cuidado! Ahí llegó otro preguntón, mi pobre Huésped. Es preciso, Bob, que ahora me ayudéis a defenderle.

- ¡Aquí, Boffin -gritó después de una pausa-, aquí estamos, si es a nosotros a quien buscáis!

Miré por detrás de mis espaldas, vi algo resplandeciente a los rayos del sol que iluminaban la sala y me volví. Pude entonces observar una magnífica figura que avanzaba lentamente sobre el pavimento. Era un hombre cuya sobrevesta estaba tan materialmente cubierta de bordados de oro abundosos y elegantes que relumbraba a los rayos del sol cual si estuviera vestido con una armadura de oro. Alto, extremadamente hermoso, con cabellos negros, aunque en su rostro no faltara la común expresión de benevolencia, marchaba con ese porte un tanto altanero que da la gran belleza, así a los hombres como a las mujeres. Vino a sentarse a nuestra mesa con la sonrisa en los labios, extendió sus largas piernas y dejó colgar un brazo por detrás del respaldo de su silla con aire gracioso y solemne que todas las personas altas y bien formadas pueden permitirse sin caer en la afectación.

Era un hombre en el alba de la vida, y tenía el aspecto dichoso del niño que acaba de recibir un nuevo juguete. Se inclinó con gracia exquisita y me dijo:

- Ya veo que sois el huésped de que Ana acaba de hablarme, llegado, quizá, de algún país lejano, y que no nos conocéis ni a nosotros ni a nuestras costumbres. Pienso, pues, que no llevaréis a mal responderme a algunas preguntas, porque os diré ...

Dick le interrumpió:

- No, os lo ruego, Boffin. Dejadle en paz por ahora. Sin duda, deseais que el huésped esté contento y a gusto, ¿ y cómo podrá estarlo si continuamente se ve molestado con todo género de preguntas, cuando se encuentra desconcertado por las nuevas costumbres y las nuevas gentes que le rodean? No, no; voy a llevarlo donde podrá hacer preguntas y obtener respuestas, es decir, a casa de mi bisabuelo en Bloomsbury, y estoy seguro de que nada tendréis que decir en contra. En lugar de atormentarle, sería mejor que os llegáseis a casa de Jaime Allen para que me proporcionara un carruaje que yo mismo guiaré, y os ruego que digáis a Jim que envíe el viejo caballo Gris, que no estoy tan ducho en conducir un coche como un barco. Vamos, vivo, buen amigo, y no temáis, que nuestro huésped no se perderá para vos y para vuestras historias.

Miré a Dick, sorprendido de oirme hablar con tanta familiaridad, por no decir sequedad, a un personaje de tan nobles apariencias, porque yo pensaba que aquel señor Boffin, no obstante su nombre conocidísimo de los lectores de Dickens, sería por lo menos senador en aquel pueblo tan extraño.

Empero se levantó y dijo:

- Muy bien, viejo remero, todo lo que queráis. Hoy no es para mí día de trabajo, y aunque (se inclinó cortésmente hacia mí) se aplace el placer de una conversación con este docto huésped, reconozco que debe ver cuanto antes a vuestro digno abuelo. Quizá pueda responder mejor a mis preguntas cuando haya logrado respuesta satisfactoria para las suyas.

En seguida se levantó y salió de la sala.

Cuando hubo partido interrogué:

- ¿Hago mal en preguntaros quién es el señor Boffin, cuyo nombre, dicho sea entre paréntesis, me ha recordado las horas placenteras que me ha proporcionado la lectura de Dickens?

Dick rió.

- Sí, sí; como a nosotros. Habéis entendido la alusión. Desde luego, su verdadero nombre no es Boffin, sino Enrique Johnson, pero le llamamos así, tanto por broma como porque es barrendero y porque le gusta vestir con magnificencia, llevando sobre sí tanto oro como un barón de la Edad Media. Hace bien si eso le gusta. Nosotros, sus íntimos, nos permitimos bromear de ese modo con él.

Después de esto guardé silencio, y Dick continuó:

- Es un excelente camarada, y no se puede por menos que quererle; pero tiene una debilidad; pasa el tiempo escribiendo novelas reaccionarias y lo sacrifica todo para alcanzar el color local, como él dice; y como piensa que venís de algún rincón de la tierra donde las gentes son desgraciadas, y por consecuencia interesantes para un narrador, calcula que podríais darle algunas noticias. ¡Oh!, en cuanto a esto irá derecho a su objeto. ¡Tened cuidado, por vuestra tranquilidad!

- Pero, Dick -dijo el tejedor con firmeza-, a mí sus novelas me parecen bien.

- Naturalmente -replicó Dick-; los pájaros del mismo plumaje vuelan juntos. Las matemáticas y las novelas de antigüedades vienen a ser la misma cosa. Pero ya está aquí de vuelta.

En efecto, el barrendero dorado nos llamaba desde la puerta de la sala.

Inmediatamente nos pusimos en pie y fuimos al pórtico, delante del cual había preparado un carruaje tirado por un fuerte caballo gris. No pude menos de fijarme en el carruaje porque era ligero y cómodo sin la repulsiva vulgaridad de los coches de mi tiempo, particularmente de los elegantes. Tenía la belleza y la pureza de líneas de una carroza.

Dick y yo montamos. Las damas, que habían venido hasta el pórtico para vernos partir, agitaron sus manos, el tejedor hizo una amistosa señal de cabeza, el barrendero se inclinó con tanta gracia como un trovador, Dick sacudió las riendas y ¡en marcha!
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