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William Morris

CAPÍTULO SEGUNDO
Un baño matutino



Me desperté y vi que había hecho caer mi cobertor a patadas, cosa natural, porque hacía calor y el sol brillaba. Salté de la cama, hice mi tocado y me vestí como soñoliento, en un estado de espíritu brumoso y adormilado, cual si hubiese dormido mucho, muchísimo tiempo y no pudiera acabar de sacudir el sueño. Desde luego, consideraba como un hecho indudable que me encontraba en mi casa y en mi cuarto, aunque bien veía que no era así.

Cuando me hube vestido sentí gran calor y me apresuré a salir de casa. Mi primera sensación fue de delicioso bienestar, producido por el aire fresco y la brisa agradable; la segunda -cuando principié a recobrar mis sentidos- fue de inconmensurable estupefacción, porque si cuando me acosté estábamos en principios de invierno, el testimonio de los árboles a orillas del río llenos de verdes ramas, me decía que aquella hermosa mañana correspondía a los comienzos de junio. El Támesis seguía allí brillando al sol, casi en marea alta, como yo le había visto la noche antes, brillando también a los rayos de la luna.

No pude de ningún modo librarme de la opresión que me invadía, y por ello no pude darme cuenta exacta del sitio en que me encontraba, lo que no tiene nada de extraño, aun a pesar de la vista familiar del Támesis. Además me sentí a un tiempo aturdido y temerario, y acordándome de que con frecuencia las gentes toman un barco y van a ejercitarse en la natación en plena corriente, pensé hacerlo también.

Un poco temprano me parece -decía entre mí-, pero quizá encuentre un bote en Biftin.

No tuve que ir a Biftin ni moverme de donde estaba, porque al volver a la izquierda vi un embarcadero justamente delante de mi casa -en el sitio donde un vecino mío había instalado uno, aunque no me parecía que fuese el mismo-.

Bajé y vi barcos amarrados y un hombre en uno de ellos evidentemente destinado al servicio de los bañistas. Me saludó inclinando la cabeza y dándome los buenos días como si me esperara, salté en el barco y comenzó a remar tranquilamente mientras yo me desnudaba para nadar. Miré el agua y no pude menos de exclamar:

- ¡Qué limpia está hoy el agua!

- ¿De veras? No había reparado. Ya sabéis, sin embargo, que la marea alta la enturbia siempre un poco.

- ¡Hum! -dije-. Yo la he visto siempre más turbia, hasta en la marea baja.

No contestó, pero me pareció sorprendido de mi observación, y como entonces luchaba contra la marea y ya me había desnudado, sin más ceremonia me arrojé al agua. Naturalmente, cuando mi cabeza salió del agua me volví en dirección de la marea y mis ojos buscaron el puente; y tanto me sorprendió lo que vi que dejé de nadar vigorosamente, y por un momento estaba tragando el agua, subí y fui en dirección al barco porque necesitaba preguntar al marinero; de tal modo me había intrigado lo entrevisto por mí en el río.

Fui, como digo, al barco con los ojos casi llenos de agua, aunque desembarazado por completo de mi sensación de soñolencia y de aturdimiento, enteramente despierto y con el espío ritu lúcido.

Mientras subía la escalera que había echado el marinero y agarraba la mano que me tendía para ayudarme, la marea nos llevaba rápidamente a Chiswick; en seguida tomó los remos. volvió el barco y dijo:

- Corto ha sido el baño, vecino; acaso habéis hallado el agua fría después de vuestro viaje. ¿Queréis que os lleve a tierra en seguida. o preferís desembarcar en Putney antes del desayuno?

Hablaba de un modo tan distinto del que pudiera esperarse de un marinero de Hammersmith, que le miré fijamente. respondiéndole:

- Detened el barco un momento, necesito mirar un poco alrededor de mí.

- Si os agrada .... en su género este sitio no es menos bonito que Barn-Elms (cabaña de los Olmos). A estas horas todo está alegre. Me agrada que os hayáis levantado tan temprano; aún no son las cinco.

Si me habían producido extrañeza las orillas del río, no menos me la producía el marinero, ahora que le miraba despacio y con la cabeza y los ojos bien despiertos.

Era un hermoso joven, en cuyos ojos resplandecía algo agradable y amistoso, expresión que al pronto me produjo un sentimiento de novedad y que bien pronto acabó por serme familiar. Tenía los cabellos negros y la piel tostada. era vigoroso y bien formado y estaba evidentemente acostumbrado a los ejercicios musculares, pero sin que hubiera en su aspecto nada de grosero ni de brutal, sino una grande armonía. Su indumentaria no se asemejaba en lo más mínimo a los modernos trajes de día de trabajo; más bien daría idea de ella un vestido del siglo XIV. Era su traje azul turquí, sencillo y de un tejido finísimo y sin mácula. Un cinturón de cuero amarillo le ceñía los riñones, y cerraba con un broche de acero damasquinado soberbiamente trabajado. En suma, parecía un joven aristócrata, robusto y refinado, que por puro deporte se dedicara a marinero. y concluí ateniéndome a esta hipótesis.

Me pareció oportuno reanudar la conversación, y señalando la ribera de Surry, donde vi ligeros pontones y tableros a lo largo del agua con cabestrantes en su extremo del lado de tierra, le pregunté:

- ¿Qué hace ahí eso? Si estuviésemos en el Tay creería que estaba para echar la red a los salmones; pero aquí ...

- Desde luego -dijo, sonriendo-, para eso está ahí. Puesto que hay salmones es natural que haya aparejos para pescarlos, sea en el Tay o en el Támesis; pero no se utilizan siempre porque no hay todos los días necesidad de salmón.

Iba a preguntar:

¿Pero estamos en el Támesis?

Mas la sorpresa me hizo guardar silencio y volví la vista hacia el Este para mirar al puente y a las riberas del río londinense, y ciertamente que tenía motivos para maravillarme más y más, porque aunque había un puente y casas en las orillas, ¡cuánto había cambiado todo en una noche!

Las fábricas de jabón, con sus altas chimeneas vomitando negro humo, habían desaparecido, los talleres de metalurgia, las fundiciones de plomo, las tenerías, todo había desaparecido, y el viento de Oeste no traía de Thorneycroft ningún ruido de las máquinas y de los martillos de la fábrica de clavos. ¡Y el puente! ... Quizá hubiese yo pensado alguna vez en un puente como aquél, pero de seguro no había visto ninguno parecido ni aun en los antiguos códices iluminados, porque el mismo Puente Viejo de Florencia no daba idea de él. Tenía arcos de piedra magníficamente asentados, tan preciosos como fuertes, y lo bastante elevados para dejar amplio paso al tráfico habitual del río. En el parapeto se veían pequeños edificios elegantes y caprichosos, que supuse fuesen barracas y tiendas, coronados por veletas y agujas pintadas y doradas. La piedra tenía la patina del tiempo, pero no el aspecto negruzco, y más que estaba acostumbrado a ver en todo monumento de Londres que contara más de un año. En conclusión, para mí aquel puente era una maravilla.

El barquero observó mi curiosidad y extrañeza, y como respondiendo a mi pensamiento, dijo:

- Sí; es un hermoso puente, ¿no es verdad? Aun los puentes pequeños de arriba no son más graciosos, y los de abajo no son, ciertamente, ni más majestuosos ni más imponentes.

A pesar mío, dije:

- ¿Cuándo lo hicieron?

- ¡Oh! No es muy viejo; lo construyeron, o por lo menos lo abrieron, en dos mil tres. Antes había un puente de madera muy sencillo.

Aquella fecha cerró mi boca como si me hubieran puesto un candado en los labios, y vi que había ocurrido algo inexplicable, y que si hablaba mucho me perdería en una confusa serie de preguntas y de respuestas. Hice esfuerzos para tomar un aspecto indiferente y para mirar como distraído a las orillas del río, y he aquí lo que pude ver hasta el puente y aun un poco más allá de él, cerca del antiguo emplazamiento de la fábrica de jabones: las dos orillas eran dos filas de bellísimas casas, bajas y pequeñas, que llegaban cerca de los bordes del río. Estaban construidas con ladrillos rojos y cubiertas con tejas y tenían un aire de gentileza que me parecía armonizar con la vida de sus moradores. Delante de ellas, un continuado jardín que lamía el río se extendía en florescencia lujuriosa y enviaba hasta nosotros, por encima de las ondas, efluvios de aroma estival. Detrás de las casas se alzaban grandes árboles, plátanos sobre todo, y mirando desde el río, las lenguas de tierra de Putney semejaban las orillas de un lago orlado por un bosque; tan apretados estaban los hermosos árboles.

En voz alta y como hablando conmigo mismo, dije:

- Bien, me agrada que no hayan edificado en Bam Elms.

No bien dejé escapar estas palabras cuando me sonrojé de mi impertinencia, y como mi compañero me mirara, sonriéndose de un modo que creí comprender, para acuItar mi confusión le dije:

- Le suplico que desembarquemos; deseo desayunarme.

Inclinó la cabeza, volvió la barca con golpe diestro, y un momento después estábamos en el pontón de desembarque.

Saltó, le seguí y no me sorprendió no verle moverse, como si esperara la inevitable recompensa debida a quien nos hace un buen servicio. Metí la mano en mi chaleco, y aun experimentando una sensación desagradable al ofrecer dinero a un caballero, le pregunté:

- ¿Cuánto?

Parecía confuso y como si no me comprendiera, y me dijo:

- ¿Cuánto? No entiendo de qué me habláis. ¿Habláis de la marea? Pronto comenzará a bajar.

Enrojecí y balbuceé:

- Os ruego que no toméis a mal mi pregunta, porque no tengo propósito de ofenderos. ¿Cuánto debo pagaros? Ya veis que soy un extranjero y no conozco ni vuestras costumbres ni vuestra moneda.

Diciendo esto saqué del bolsillo un puñado de monedas y las mostré, como se hace generalmente en los países de lengua extraña, viendo, al hacerlo, que la plata se había oxidado, pareciendo de plomo mis monedas.

Me pareció aún más confuso, pero nada ofendido, y miró el dinero con alguna curiosidad. Entonces pensé:

Después de todo es marinero y calcula lo que ha de pedirme. No regatearé y le pagaré espléndidamente porque es un mozo muy simpático y agradable; y pensé también si me convendría alquilarle como guía por un día o dos, puesto que era tan inteligente.

Entre tanto, mi nuevo amigo me dijo con aire meditabundo:

- Me parece adivinar lo que queréis decirme. Pensáis que os he prestado un servicio y os creéis obligado a darme en cambio algún objeto, lo que yo no haría sino con algún semejante mío que hiciera algo particular por mí. He oído hablar de esto, pero, perdonad mi franqueza, eso nos parece una cosa enojosa y complicada que no sabemos practicar. Como veis, conducir esta barca y bañar a las gentes es mi empleo y debo cumplir con él para todo el mundo; recibir por ello regalos lo creo absurdo. Además, si uno me regalaba algo, otro debería hacerlo también, y así todos, y espero que no me creeréis grosero si os digo que no sabría dónde colocar tantos recuerdos de mi amistad.

Rió ruidosa y alegremente, cual si la idea de ser pagado por su trabajo fuese una broma regocijada.

Confieso que empecé a temer que mi hombre estuviese loco, aunque tenía un aspecto sano y tranquilo, y pensé con satisfacción que por aquel sitio el río era profundo y rápido y que yo sabía nadar muy bien.

Sin señal alguna de locura, el marinero prosiguió:

- En cuanto a vuestras monedas, son curiosas, pero no muy antiguas; todas ellas parecen del reinado de Victoria; deberéis regalarlas a un museo poco rico. El nuestro tiene muchas de esas monedas y aun de otras más antiguas y más bellas, en tanto esas del siglo XIX son tan estúpidamente feas, ¿no es verdad? Tenemos una de Eduardo III con el rey en navío y el borde orlado con flores de lis y con leopardos que es un trabajo delicado. Ya veis -añadió con algo de coquetería-, me gusta trabajar el oro y los metales preciosos, y el broche de mi cinturón es uno de mis primeros trabajos, hecho con una moneda mía.

Mi actitud debía expresar cierta prevención respecto de él a consecuencia de mis dudas acerca de su estado mental, porque se detuvo y dijo con tono cariñoso:

- Pero veo que os molesto y os pido perdón. Para hablar claro puedo decir que sois extranjero y que debéis venir de algún país muy diferente de Inglaterra. Mas es evidente que no conviene recargaros con noticias de este país, y es mejor que las adquiráis poco a poco. Desde luego, espero de vuestra amabilidad que me permitáis guiaros en nuestro nuevo mundo, puesto que a quien primero os habéis acercado ha sido a mí. Verdaderamente esto será por amabilidad vuestra, porque todo el mundo sería tan buen guía como yo y muchos serían infinitamente mejores.

Después de todo no había en él nada que recordase a Colney Hatch (Manicomio de Londres), y pensando que me sería fácil deshacerme de él si realmente estaba loco, le dije:

- Es un ofrecimiento muy grato, pero me es difícil aceptarle a menos que ...

Iba a decir a menos que me permitáis pagaros adecuadamente, mas el temor de despertar la locura me hizo cambiar la frase.

- Tengo miedo de alejaros de vuestro trabajo o de ... vuestro recreo.

- ¡Oh! No os inquietéis por eso, así tengo ocasión de prestar un servicio a un camarada que quiere tomar aquí mi trabajo. Se trata de un tejedor del Yorkshire muy atareado con sus tejidos y en sus matemáticas, trabajos los dos de encierro, como veis, y como es uno de mis buenos amigos, ha venido a buscarme para que le proporcione algún trabajo al aire libre. Si creéis que puedo seros útil os suplico que me toméis por guía.

Y añadió en seguida:

- Es verdad que he prometido a mis amigos íntimos de río arriba ir con ellos para la recolección del trigo; pero no comenzarán hasta dentro de una semana, por lo menos; y desde luego haríais bien en veniros conmigo, veríais gentes muy simpáticas y estudiaríais las costumbres al pasar por Oxfordshire. Si queréis ver nuestro país no podéis hacer nada que sea mejor.

Me vi forzado a darle las gracias y aceptar, ocurriera lo que ocurriese, y me respondió con entusiasmo:

- Bien, está decidido. Voy a llamar a mi amigo, que como vos habita en la Casa de los Huéspedes, y si aún no está levantado ...; debería estarlo, porque la mañana es hermosa.

Al mismo tiempo sacó de su cinturón un pequeño cuerno de caza labrado en plata y dio dos o tres notas a un tiempo agudas y armoniosas.

Inmediatamente, de la casa situada en el emplazamiento de mi vieja mansión -ya hablaré de ella- salió otro Joven y se acercó tranquilamente a nosotros. No tenía tan hermosa presencia ni tan fuerte aspecto como mi amigo el marinero. Los cabellos eran rubios, su piel pálida y su estructura era poco vigorosa, pero en su figura toda no faltaba el aspecto amable y feliz que había yo notado en su amigo.

Cuando se acercaba a nosotros sonriendo, vi con placer que tenía que abandonar la teoría de Colney-Hatch respecto del barquero, porque jamás dos locos se han conducido como ellos delante de un hombre de espíritu sano.

Su vestimenta era del mismo corte que la del primero, aunque un poco más alegre. La sobreveste era de color verde claro con un ramo dorado bordado en el pecho, y el cinturón de filigrana de plata.

Me dio los buenos días muy cortésmente, y saludando con alegría a su amigo, dijo:

- Bien, Dick, ¿qué novedades hay tan de mañana? ¿Tendré al fin mi trabajo, o, mejor dicho, vuestro trabajo? Esta noche soñé que habíamos ido lejos, muy lejos a pescar.

- Bob -dijo el marinero-, vais a ocupar mi puesto, y si le encontráis un tanto fatigoso, Jorge Brightling, que habita aquí al lado, os echará una mano. He aquí un extranjero que me proporciona el placer de tomarme como guía para visitar nuestro país. ¡Figuráos si querré dejar perder esta ocasión! Lo mejor será que toméis el barco enseguida. De todos modos no habríais tenido que esperar mucho tiempo, porque tengo que ir a los campos de trigo dentro de unos días.

El recién venido se frotó alegremente las manos, y volviéndose a mí, me dijo con tono amistoso:

- Querido vecino, vos y el amigo Dick tenéis suerte; tendréis un buen día y yo también. Pero deberíais entrar conmigo en casa a comer algo, no os vayáis a olvidar de desayunaros con la alegría. Supongo que habréis entrado en la Casa de los Huéspedes anoche, después de haberme yo acostado.

Hice una leve señal afirmativa, evitando así entrar en largas explicaciones que a nada hubiesen conducido y de las cuales yo no estaba muy seguro, y los tres nos encaminamos a la puerta de la Casa de los Huéspedes.
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