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NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMOCTAVO
En los brazos del río



A la mañana siguiente partimos antes de las seis porque estábamos a veinticinco millas de nuestro punto de parada y Dick quería encontrarse allí antes de oscurecer.

El viaje fue placentero, pero tiene poco que contar para los que no conozcan el Támesis. Elena y yo fuimos otra vez juntos en el barco, aunque Dick, por amor a la estética, hubiera querido que las dos mujeres remasen en el verde botecito y yo fuese con él. Pero Elena no lo consintió, reclamándome para sí como la persona más interesante del grupo.

- No he venido aquí -dijo- para ir en compañía de una persona que se olvidaría de mí por pensar en otro. El huésped es la única persona que puede hacerme más grato el viaje. Lo digo como lo siento -añadió volviéndose a mí- y no por pura cortesía.

Clara se ruborizó mostrando cierta satisfacción porque hasta entonces estaba algo preocupada con la presencia de Elena. En cuanto a mí, me pareció volverme joven, y la extraña esperanza de mi juventud, amalgamándose con el placer de la hora presente, casi le destruían y le mudaban en leve dolor. Cuando recorríamos las sinuosidades del río, que cada vez se estrechaba más, dijo Elena:

- ¡Cuánto me gusta este río! Tanto más cuanto que estoy acostumbrada al gran caudal de agua de allá abajo. Por aquí casi deberíamos parar en cada recodo. Antes de volver a casa quedaré convencida de que ésta es una pequeña región de Inglaterra, ya que tan pronto se llega a la extremidad de su mayor río.

- No es grande -dije-; pero es bella.

- Sí -respondió-. ¿Os la imagináis en el tiempo en que esta región tan bella era considerada por sus habitantes como un pantano, sin cualidad alguna brillante, desprovisto de bellezas merecedoras de cuidado, privado de toda la variedad que se deriva de la renovación de las estaciones, del cambio de tiempo, de la propiedad del suelo y de otras circunstancias? ¿Cómo podían ser tan crueles consigo mismo?

- Y también con el prójimo -añadí.

Entonces tomé repentinamente una resolución y dije:

Querida ciudadana, os lo digo de pronto; para mí es más fácil que para vos imaginarme ese horrible pasado, porque yo mismo he formado parte de él. Estoy seguro que habéis adivinado algo respecto de mí, y creo que tendréis por cierto lo que os he dicho. No quiero ocultaros nada.

Estuvo unos momentos en silencio y después me dijo:

- Amigo mío, suponéis la verdad; y, hablando con franqueza, os he seguido desde Runnymede para haceros muchas preguntas, porque siempre he pensado que no érais como los demás. Tanto me interesábais, que no he tenido más deseo que seros grata. A decir verdad, hay en esto algo de peligro con relación a Dick y a Clara -añadió ruborizándose-, porque estando a punto de ser íntimos amigos no debo ocultaros que, a pesar de haber entre nosotros tantas mujeres hermosas, yo he turbado la mente de los hombres de una manera desastrosa. Esta es una de las razones que me han inducido a vivir sola con mi abuelo en la cabaña de Runnymede. Pero no he logrado mi intento porque aquel sitio no es precisamente un desierto y han acabado por encontrarme más interesante ahora que vivo de ese modo, haciendo cálculos respecto de mí, como vos mismo, caro amigo, los habéis hecho. Esta noche o mañana os propondré hacer una cosa que a mí me placerá mucho y a vos no os será desagradable.

Le dije con calor que yo lo haría todo en el mundo por ella, porque a pesar de mis años y de las demasiado visibles huellas que habían dejado (aunque la sensación de mi recobrada juventud no fuese, creo, una simple ilusión), a pesar de mis años, repito, me sentía infinitamente feliz en compañía de aquella joven y me inclinaba a dar un diverso significado a sus confidencias.

Rió de lo que la dije y me miró con benevolencia.

- Por hoy -añadió- aplazo la cosa porque deseo contemplar la nueva campiña que atravesamos. Mirad cómo cambia el río; ahora ensancha, sus brazos se prolongan y corre lentamente. ¡Oh, una chalupa!

Le dije el nombre de aquel sitio mientras pasábamos despacio bajo la cadena de la chalupa. Después encontramos una ribera llena de encinas, más tarde navegamos entre dos murallas de altas cañas, pobladas de avecillas canoras que producían un rumor delicioso y revoloteaban inquietas cuando las aguas removidas por nuestros barcos agitando las cañas rompían la calma de aquella plácida y cálida mañana.

Elena sonreía de placer, y los dulces goces de cada nueva escena parecían redoblar su belleza, mientras estaba hermosamente tendida en los cojines. Aquello no era languidez, sino pereza, la pereza de una persona vigorosa de cuerpo y de espíritu, que se concede un momento de reposo.

- ¡Mirad! -gritó levantándose de pronto sin ningún esfuerzo y manteniéndose en equilibrio con una gracia natural e inimitable-. ¡Mirad allí aquel hermoso puente antiguo!

- No necesito mirarle -dije sin dejar de contemplar su belleza-; le conozco, y añadí sonriendo: nosotros en aquellos tiempos no le llamábamos el puente antiguo.

Elena bajó la vista cariñosamente y me dijo:

- ¡Cuánto mejor estamos ahora que no tenéis recelos de mí!

Permaneció en pie mirándome con aire pensativo y plácido, hasta que hubo de sentarse cuando pasábamos bajo los arcos agudos y pequeños del puente más antiguo del Támesis.

- ¡Oh, qué bellos campos! -dijo-. No tenía yo idea del encanto de estos pequeños brazos del río. Todo es aquí una miniatura: lo corto de los trozos del río y el rápido cambio de sus orillas, dan la sensación de un viaje por países extraños, una sensación de lo imprevisto que no he experimentado nunca en la corriente voluminosa.

Yo la miraba, encantado de su voz, que me producía el efecto de una caricia; nuestros ojos se encontraron y, ruborizándose bajo el colorido trigueño de su cara, me dijo con sencillez:

- Debo comunicaros, amigo mío, que cuando mi abuelo deje el Támesis este verano quiere llevarme consigo a un sitio cerca de las murallas romanas en el Cumberland, por lo que este viaje mío es un adiós al mediodía. Sin duda, voy de buen grado con mi abuelo, pero me duele algo dejar estos sitios. Ayer no tuve corazón para decir a Dick que estaba para dejar el Támesis, pero a vos no debo escondéroslo.

Calló y por unos momentos pareció muy pensativa; después añadió sonriendo:

- He de confesaros que no me agrada moverme ni cambiar de habitación; me siento tan placenteramente apegada a los particulares de la vida que me rodea, y el sitio donde habito se armoniza tan bien con mi existencia, que el comenzar de nuevo, aunque sea cambiando poco, me causa pena. Creo que en el país de donde venís encontraríais que éste es un pensamiento tonto y cobarde y por eso formaréis mala opinión de mi.

Sonreí cariñosamente y me apresuré a responder:

- ¡Oh, no! ¡De veras que no! Habéis hecho eco a mis pensamientos, porque no esperaba oiros hablar así. Por lo que he oído, creo que se cambia de morada harto fácilmente en este país.

- Claro que cada cual es dueño de ir a donde le plazca, pero si se exceptúan las giras de recreo, especialmente en tiempo de la recolección del heno, como ahora, no hay mucha inclinación a mudar de sitio. Verdad que yo tengo otros gustos a más de estarme en casa, como os decía antes. Por ejemplo, estaría muy contenta si pudiera recorrer con vos toda la campiña de occidente sin pensar en nada -agregó sonriendo.

- ¡Y yo sí que tendría qué pensar!
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