Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris Los disidentes obstinados - Capítulo vigésimosextoEn los brazos del río - Capítulo vigesimoctavoBiblioteca Virtual Antorcha

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William Morris

CAPÍTULO VIGESIMOSÉPTIMO
El río alto



Dejamos a Gualterio en la ribera del Berkshire, entre las bellezas de Streatley, y proseguimos por aquella que en otro tiempo había sido digna compañera de las faldas de la colina de White Horse. Aunque el contraste entre la campiña artificiosamente cultivada y aquella natural no existiese, una inefable sensación de gozo me invadió (como en lo pasado) a la vista de aquellas colinas familiares e inmutables de la cadena del Berkshire.

Nos detuvimos en Wallingford para la comida del mediodía. Naturalmente toda huella de suciedad y de pobreza habían desaparecido de las calles de esta antigua ciudad. Muchas casas feas habían sido demolidas y otras nuevas y bellas habían surgido, pero lo que me pareció extraño es que la ciudad conservase aún su antiguo aspecto que tan bien conocía.

En la mesa encontramos un viejo muy vivo e inteligente que me pareció una segunda edición en tipo campesino del viejo Hammond. Tenía conocimientos precisos de la antigua historia del país del tiempo de Alfredo y de las guerras del Parlamento, muchos de cuyos hechos habían acaecido en las cercanías de Wallingford.

Pero lo que más nos interesaba era su particular conocimiento del período de transición al presente orden de cosas, y de él me habló mucho, especialmente del éxodo de las ciudades a los campos y del gradual retorno, de la gente educada de las ciudades y de la educada de los campos, a las artes mecánicas que se habían perdido.

Al decir del viejo, esta pérdida se había acentuado tanto que no sólo no era posible encontrar un carpintero o un forjador en una aldea o en un burgo, sino que en tales sitios las gentes se habían olvidado hasta de cocer el pan, y en Wallingford, por ejemplo, venía de Londres juntamente con los periódicos, fabricado de una manera que el viejo me explicó, pero que yo no entendí.

Me dijo que la gente de las ciudades llegada a los campos aprendía el arte agrícola mirando con atención el modo de trabajar de las máquinas, adquiriendo así idea del oficio, porque en aquel tiempo todo lo que se hacía en los campos era obra de máquinas complicadas, puestas en movimiento por trabajadores ignorantes. Por otra parte, los trabajadores viejos trataban de enseñar poco a poco a los jóvenes los oficios de los artesanos, como el uso de la garlopa y de la sierra, etc., etc., porque pocos o ninguno eran capaces de poner un mango a un rastrillo con sus propias manos, y para realizar un trabajo que valía unos cuantos chelines se recurría a una máquina que costaba cientos de libras, que manejaba un grupo de trabajadores y que había de realizar medio día de viaje. Además, me enseñó, entre otras cosas, una relación del Concejo de cierta aldea que trabajaba contra todas estas cosas poniendo en su tarea un ardor que hubiera parecido trivial en otros tiempos, estableciendo, por ejemplo, las proporciones de álcali y aceite que se requería para fabricar el jabón que había de usarse en el lavadero, y el exacto calor que el agua precisa para cocer una pierna de carnero; y añadido esto a la más completa ausencia de espíritu de partido que nunca faltaba en épocas más remotas, hacía todo aquello divertido e instructivo al propio tiempo.

Este viejo, que se llamaba Enrique Morsom, después del descanso del mediodía, nos condujo a una sala que contenla una vasta colección de objetos comerciales y artísticos del último período de la máquina hasta nuestras días, y examinándolo todo con nosotros nos dio muy agudas explicaciones.

Todo ello era muy interesante porque nos mostraba el tránsito del trabajo ordinario de la máquina (que empeoró después de la guerra civil mentada) al realizado a mano en los primeros tiempos del nuevo período. Naturalmente hubo una sucesión de períodos y el trabajo a mano progresó muy lentamente en sus comienzos.

- Debo recordar -dijo el viejo anticuario- que el trabajo a mano no fue el resultado de lo que se llamaba una necesidad material; por el contrario, en aquel tiempo las máquinas habían alcanzado tal desarrollo, que casi todo el trabajo necesario era realizado por ellas, y hubo muchos que creyeron que con el tiempo las máquinas substituirían todo trabajo a mano, afirmación que entonces parecía más que probable. Había otra opinión bastante menos lógica que prevalecía entre los ricos, opinión que fue rápidamente desarraigada por la anterior. Esta opinión, tan natural entonces como absurda es hoy, consistía en suponer que cuando el trabajo cotidiano se realizase en todo y por todo con la máquina automática, las enteras energías de la parte más inteligente del género humano, libres de otros cuidados, perseguirían las más altas formas del arte, de la ciencia, de la historia. ¿No os parece extraño que faltase en esta aspiración la igualdad completa que ahora nosotros reconocemos como fundamento de toda la felicidad del género humano?

No respondí y me sumergí en una meditación profunda.

Dick, que tenía aspecto pensativo, dijo:

- Es extraño, ¿no es verdad, ciudadano? Además, con frecuencia he oído decir a mi bisabuelo que antes de nuestro tiempo toda la aspiración de los hombres consistía en evitar el trabajo, o al menos así lo creían ellos mismos. De donde se deduce que aquel trabajo que se veían obligados a realizar cada día por necesidad les parecia más pesado que el que hacían por elección.

- Precisamente -dijo Morsom-. De todos modos pronto despertaron de su error y comprendieron que sólo los esclavos y los dueños de los esclavos podían vivir del trabajo de la máquina.

Aquí interrumpió Clara con el rostro encendido mientras hablaba:

- ¿No sería su error un derivado de la vida de esclavitud que habían llevado? Una vida que de todo se ocupaba menos del género humano y de lo que se solía llamar naturaleza, haciendo de ella dos cosas distintas. Es natural que la gente pensase de ese modo y quisiera hacer esclava a la naturaleza, ya que no la creía parte de sí misma.

- Seguramente -dijo Morsom-. Los hombres se vieron embarcados no sabiendo qué hacer cuando principiaron a sentir aversión por la vida mecánica, aversión que antes del gran cambio se había propagado entre las personas que estaban en situación de pensar en estas cosas. Entonces fue cuando surgió la semejanza del placer que no era considerado como trabajo, y el trabajo que es placer derrotó a la fatiga mecánica que en otros tiempos se esperaba reducir a una cantidad mínima, pero sin que desapareciera nunca como se había creído.

- ¿Y cuándo principió esta revolución? -pregunté.

- En la mitad del siglo posterior al cambio comenzó a ser un hecho digno de notarse. Las máquinas, una tras otra, fueron abandonadas poco a poco con el pretexto de que no eran aptas para producir las obras de arte cada vez más rebuscadas. Mirad, aquí hay algunos objetos hechos a mano en aquel tiempo, toscos y malamente ejecutados, pero sólidos, y además dejando transparentar en ellos la sensación de placer que guiaba la mano que los hizo.

- Son muy curiosos -dije, cogiendo un objeto de mayólica que, entre otros varios, me presentaba el anticuario, un objeto que no parecía un trabajo bárbaro y salvaje, aunque tenía cierto aspecto que se hubiera dicho de odio a la civilización.

- Sí -dijo Morsom-; no debéis buscar la finura: en aquel período no se la hubiera podido encontrar más que en el hombre que era prácticamente esclavo. Pero mirad -añadió, conduciéndome más adelante-, ahora poseemos los secretos de los oficios y el más excelso refinamiento marcha unido con la libertad de la fantasía y de la imaginación.

Observé, verdaderamente maravillado, la belleza y la abundancia del trabajo de los hombres, que al cabo habían logrado considerar la vida como un placer, y la satisfacción y desarrollo de las necesidades humanas como un trabajo que redunda en ventaja de la humanidad.

Medité en silencio y al fin dije:

- ¿Y después qué ocurrirá?

El viejo respondió sonriendo:

- No lo sé, pero aquí estamos para verlo.

- Bueno -interrumpió Dick-; por ahora hemos descansado bastante. ¡Adelante! ¡En marcha hacia el río! ¿Queréis dar un paseo con nosotros, ciudadano? A nuestro amigo le entusiasman vuestras historias.

- Iré con vosotros hasta Oxford; tengo que tomar un libro de aquella biblioteca. Creo que pernoctaréis en aquella antigua ciudad.

- No; nosotros seguimos, que el heno nos espera allá arriba.

Morsom se inclinó y salimos juntos al camino; entramos en el barco bajo el puente de la ciudad. En el momento en que Dick metía los remos en los escálamos, la proa de otro barco desembocó bajo el arco del puente.

A la primera ojeada se veía que era un lindo bote verde brillante, con flores pintadas en elegante dibujo. Cuando pasó el arco, una figura espléndida y tan alegremente vestida como el barco se puso en pie en medio de él; era la joven de formas esbeltas, vestida de seda azul, cuyas ropas movía la corriente del aire bajo el puente. Me pareció conocer a aquella persona y, en efecto, cuando volvió la cara hacia nosotros y nos mostró sus hermosas facciones, vi con alegría que no era otra que el hada protectora del jardín de Runnymede, Elena.

Nos detuvimos para recibirla. Dick puso su pie en el barco dándola unas calurosas ¡buenas tardes!. Yo traté de ser jovial sin conseguirlo, Clara la saludó con la mano y Morsom se inclinó mirándola con vivo interés. En cuanto a Elena, el hermoso tostado de su rostro se hizo más espléndido por la sangre que afluía; acercó su barco al nuestro y dijo:

- Oid, ciudadanos. No estaba segura de que volviérais por Runnymede y de que si volvíais os detuvieseis allí; además, no estoy cierta de que mi abuelo y yo estemos allí pasadas una o dos semanas, porque el abuelo tiene que ir al Norte a ver a un hermano suyo y no le dejaré ir solo. Así pensé que no volvería a veros jamás, y como eso me daba pena ..., os he seguido.

- Bien -dijo Dick-, tened por cierto que todos estamos muy contentos de veras y que, por lo menos Clara y yo, no habríamos dejado de visitaros y aun de volver si no os hubiéramos encontrado. Pero, cara ciudadana, estáis sola en vuestro barco y me parece que habéis remado de firme, así que no os vendrá mal un poco de descanso y haremos bien en repartirnos.

- Sí -dijo Elena-, he pensado en ello y he traído un timón para mi barco; ¿queréis ayudarme a colocarle?

Diciendo esto puso su barco tocando las bordas con el nuestro hasta poner la popa al alcance de la mano de Dick. Este se inclinó en nuestro barco y ella en el suyo y la operación, consistente en enganchar el timón, se realizó pronto. Aquellos dos rostros juveniles encorvados sobre el timón me parecieron tan cerca el uno del otro que sufrí una especie de angustia al mirarlos, aunque la operación, como digo, durase pocos minutos. Clara estaba sentada en su sitio y no miraba, pero de pronto dijo con leve dureza en la voz:

- ¿Cómo hemos de dividirnos? Tú, Dick, irás al barco de Elena, porque, sin propósito de ofender al huésped, eres el mejor remero.

Dick se levantó y poniéndola la mano en la espalda dijo:

- No, no; hagamos que el huésped se las componga como pueda; así como así ya es bastante experto. Además, no tenemos prisa porque no iremos más allá de Oxford, y aunque nos sorprenda la noche tendremos luna, la cual nos iluminará; será una jornada gris.

-Además -añadí-, trataré remando de hacer alguna cosa mejor que navegar sobre el agua.

A esto rieron todos cual si se tratara de una chanza del mejor género, y noté que la risa de Elena, aún confundida con las otras, era de lo más melodioso que yo hubiese oído.

En suma, pasé al nuevo barco, no sin alegría, y me puse a remar para separarme un poco, porque -¿deberé decirlo?- me parecía que aquel mundo tan feliz era más feliz aún por estar yo al lado de aquella extraña joven, la cual, de cuantas gentes había visto en aquel novísimo mundo, era la más nueva para mí, la más desemejante de cuantos tipos ideara mi fantasía.

Clara, por ejemplo, tenía una belleza brillante y se la habría podido comparar con una atractiva señora sin afectación, y las demás mujeres que había visto me parecían tipos iguales, aunque mejorados, a las de otros tiempos. Pero aquella joven no era solamente bella, de una belleza distinta de la de una señora, sino que había en todos sus actos una fascinación tan extraña que yo esperaba casi con ansia lo que haría o diría para despertar mi admiración y mi gozo. No había en realidad nada de extraordinario en lo que hacía o decía, pero se expresaba de una manera nueva, que revelaba un sentido de placer por la vida, que ya había yo notado en todos, pero que en ella estaba más acentuado y tenía más encantos que en las demás personas.

Pronto nos pusimos en camino, avanzando rápidamente por aquellos bellísimos trozos del río, entre Bensington y Dorchester. Era ya entrada la tarde, cálida, pero no sofocante, y sin viento. Arriba nubecillas vaporosas, blancas y brillantes como perlas, mitigaban los ardores del sol, dejando entrever trozos de cielo azul que parecía más alto y más profundo, con más aspecto de inmensa bóveda, como han dicho frecuentemente los poetas, que no de espacio sin límites. Era una de aquellas tardes en que Tennyson debió pensar cuando hablando del país de los lotófagos dijo que era un país de perpetua tarde.

Elena se había echado en la popa y parecía experimentar un goce infinito. Pude ver que miraba a todos lados sin que nada se le escapase, y observándola con atención se disipó de mi mente el pensamiento de que se hubiese enamorado del hábil, desenvuelto y bello Dick, y que por esto nos hubiera seguido; de ser así no habría tenido un aire tan gozoso a la vista de los bellos panoramas que se desenvolvían delante de nosotros. Por algún tiempo habló poco, pero al cabo, cuando pasábamos bajo el puente de Shillingford (enteramente reconstruído en cierto modo sobre el antiguo modelo), me rogó que detuviera el bote para poder dar una ojeada a través del gracioso arco. Después me dijo:

- No sé si alegrarme o entristecerme de encontrarme aquí por primera vez. En verdad que es un gran placer ver esto por vez primera, pero si yo lo hubiera conocido hace un par de años, ¡cuántos dulces recuerdos más no hubiera tenido en mis sueños y en las realidades de mi vida! Estoy contenta de que Dick haya remado despacio, porque así hemos podido detenernos en este sitio. ¿Qué impresión os produce ver estas aguas por vez primera?

No imaginé que me tendiese un lazo y caí en él.

- ¡Mi primera visita! -respondí-. ¡Años y años hace que visité esto por vez primera! Tan familiares me son estas aguas, que puedo decir que conozco el Támesis palmo a palmo desde Hammersmith a Cricklade.

Caí en la cuenta de las complicaciones que seguirían a mi respuesta cuando vi sus ojos fijos en los míos con la misma insistencia que había notado en Runnyrnede cada vez que dejaba escapar alguna palabra que hacía inexplicable mi situación. Enrojecí y dije para ocultar mi error:

- Me maravilla que no hayáis venido nunca por aquí, habitando en el Támesis y remando tan bien que el hacerlo no os ocasiona fatiga. Aparte -añadí en tono insinuante- de que muchos serían felices remando para vos.

Rió, no de mi galantería, de la cual no pareció cuidarse quizá por estimarla natural, sino de algo que pasaba por su mente, y continuó mirándome con benevolencia, aunque siempre con aquella penetrante expresión de sus ojos. Después me dijo:

- Es verdad que eso es muy extraño, pero tengo tanto que hacer en casa. Tengo que cuidar a mi abuelo y, además, hay algunos jóvenes que me quieren y desean mi compañía, y no se puede contentar a todos de una vez. Pero, caro ciudadano, me parece extraño que conozcáis el río mejor que yo, porque, según lo que he oído, lleváis pocos días en Inglaterra. ¿Acaso habéis querido decir que leisteis libros que tratan del río o que le visteis pintado? Aunque no es ese el modo de adquirir conocimientos de las cosas.

- Os aseguro -dije- que no he leído libro alguno que trate del Támesis. Entre las estupideces menores de nuestro tiempo hay que colocar ésta: que nadie ha escrito un libro notable de lo mucho que puede decirse del mejor río inglés.

Apenas estas palabras salieron de mi boca cuando me acordé de que había cometido un nuevo error y sentí un gran disgusto de mí mismo, porque no estaba dispuesto a engolfarme en largas explicaciones acompañadas de una odisea de embustes. Quizá Elena comprendió mi situación y no quiso aprovecharse de mi traspiés porque su mirada de penetrante se trocó en bonachona y me dijo:

- De cualquier modo, estoy contenta de recorrer este trayecto con vos, que tan bien conocéis nuestro río. Fuera de Pangbourne lo conozco poco y podréis explicarme todo lo que sepáis.

Calló un poco y después prosiguió:

- Pero habéis de saber que lo que yo sé lo sé tan bien como vos, y me dolería que supusierais en mí poco interés por una cosa tan bella como el Támesis.

Me dijo estas palabras ardientemente y con un aire de afectuosa interrupción que me arrebató, pero me percaté de que guardaba sus dudas respecto de mí para otra ocasión.

Pronto llegamos a la esclusa de Day, donde Dick y sus dos compañeros de barco nos esperaban.

Quisieron que tomara tierra como para enseñarme alguna cosa que nunca hubiera visto, y les seguí con Elena a mi lado hacia Dighe y la grande iglesia lejana dedicada a varios usos con el buen pueblo de Dorchester.

En el camino vimos la Casa de los Huéspedes que conservaba huellas de la antigua muestra que tenía en los tiempos en que la hospitalidad se vendía y se compraba. Por esta vez no demostré tener conocimiento de tales cosas, pero cuando estuvimos sentados en la cima de Dighe mirando ora a Sinoclun con su trinchera cortada a pico, ora su hermana la altura de Wittenham, la mirada grave e insistente de Elena me hizo sentir alguna turbación y casi se me escapó el grito de ¡qué poco ha cambiado esto!

Hicimos otra parada en Abingdon, que cual Wallingford, me pareció vieja y nueva a un tiempo, pues aunque todo lo que era degradante en el siglo diecinueve había desaparecido, su aspecto había cambiado muy poco.

El sol estaba cerca de su ocaso cuando tocamos en Oxford por Oseney, deteniéndonos unos cuantos minutos cerca del antiguo castillo para dejar en tierra a Enrique Morsom.

Naturalmente no dejé de mirar nada de cuanto podía verse desde el río, ni una sola de las torres, ni de las agujas. Y los campos del contorno, que la última vez que los vi tenían impreso el sello de la vida intelectiva y turbulenta del siglo diecinueve y estaban verdaderamente escuálidos, habían recobrado toda su belleza. El altozano de Hinksey, poblado por dos o tres casas de piedra (y digo poblado porque las casas parecían surgidas del mismo suelo), se erguía nuevamente en la ribera, y entre avenas ondeantes que tomaban un color gris en aquella hora crepuscular.

Desaparecido el ferrocarril, ya no existía el puente sobre el Támesis, y presto atravesamos la esclusa de Medley y desde allí llegamos al sitio donde el río se angosta, bañando a Port Meadow, cuya numerosa población no parecía haber disminuído. Pensé con interés en cómo los nombres y las costumbres habían sobrevivido a tantos acontecimientos, desde el antiguo e imperfecto período comunal, pasando por todos los períodos de tiranía del derecho de propiedad, hasta la paz y la felicidad presentes del comunismo en su pleno desarrollo.

En Godstow tomamos tierra de nuevo para ver los restos del antiguo convento, que estaban casi en el mismo estado en que yo recordaba haberlos visto, y desde el alto puente pudimos ver, aunque a la luz del crepúsculo, cuán bello era el lugar con sus casas de piedra gris, porque habíamos llegado al país de la piedra, donde las casas debían ser todas de piedra, desde el muro al tejado, para no desentonar del paisaje.

Volvimos a bogar y Elena tomó los remos de nuestro barco. Encontramos otra esclusa, recorrimos unas tres millas y llegamos, alumbrados por la luna, a una pequeña población, donde pasamos la noche instalándonos en una casa poco habitada porque casi todos sus inquilinos se habían trasladado a los campos de heno.
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