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NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMOCUARTO
Támesis arriba. Segunda jornada



Mi parecer fue por todos aceptado en seguida. La hora de partir era oportuna porque el día iba a ser cálido. Así, nos levantamos y marchamos a la desbandada en dirección del barco; Elena, pensativa y distraida, el viejo muy cortés y afable, cual si quisiera reparar la dureza de sus maneras precedentes. Clara iba contenta y desenvuelta, y me pareció que se alegraba de nuestra partida porque miraba con una especie de temor y de aspereza la extraña belleza de Elena. Entramos en la lancha, y Dick, colocándose en su puesto, exclamó:

- ¡Qué espléndido día!

Y después que el viejo hubo repetido de nuevo su eterno estribillo: ¿Os agrada, eh?, empujó el barco hacia la corriente, separándole de las hierbas, y partimos.

Cuando estuvimos en medio del río me volví para saludar con la mano a nuestros anfitriones, y vi a Elena apoyada en los hombros del viejo acariciándole las mejillas frescas y rubicundas como una manzana, sintiéndome invadido por la angustia al pensar que no vería más a aquella joven. Después insistí y porfié hasta lograr que Dick me cediese los remos y remé durante buena parte de aquel día, lo que, sin duda, fue causa de nuestro retraso para llegar al sitio en que Dick pensaba. Clara tenía aquel día una especial ternura con Dick, por lo que pude ver de reojo al remar. En cuanto a mi amigo, estuvo alegre y franco como siempre, lo que me causó placer, porque un hombre de su carácter no hubiera podido acoger aquellas caricias sin embarazo si se hubiera enamorado del hada de la noche pasada.

Pero se me ocurrió decir algo respecto de los lindos rincones del río que encontrábamos, y noté desde luego la total faIta de las villas, cuya ausencia lamentaba el viejo. Vi con placer que mis enemigos los antiguos puentes de hierro habían sido reemplazados con otros muy hermosos de madera y de piedra. Hasta la selva a través de la cual pasábamos había dejado de estar sometida a todo artificio, mostrándose bella y salvaje, lo que no impedía que los árboles estuvieran muy bien cuidados.

Pensé que sería lo mejor fingir ignorancia para lograr precisas noticias de Eton y de Windsor, y Dick, voluntariamente, puso a contribución sus conocimientos cuando llegamos a la esclusa de Datchet, en la presa de Eton.

- Allí -me dijo- hay un bello edificio construido para ser un gran colegio por un rey de la Edad Media, creo que por Eduardo VI (ante este disparate, muy explicable, reí en mi interior). Su intención fue proporcionar a los niños pobres los conocimientos de aquella época, pero no hay que decir que en la época que tan bien conocéis se quebrantó este propósito. Mi bisabuelo dice que aquí los niños eran tratados de una manera muy sencilla, y que en vez de enseñar algo a los hijos de los pobres se acogía a los hijos de los ricos para que no aprendiesen nada. Por lo que se dice, parece que este sitio servía a parte de la aristocracia (acaso conozcáis el significado de esta palabra, que a mí también me han explicado) para desembarazarse de sus hijos varones durante buena parte del año. Os aseguro que mi bisabuelo os daría excelentes noticias de todo esto.

- ¿Y ahora a qué se dedica ese edificio?

- Eso que os digo ocurrió en las últimas generaciones de aristócratas, que, a lo que parece, tenían cierta aversión por los bellos edificios y en general por todo recuerdo histórico; pero el edificio es espléndido. Naturalmente, nosotros no podemos utilizarlo según la idea de su fundador, porque nuestros principios acerca de la enseñanza de los niños son, como sabéis, diversos de los de aquel tiempo, por lo cual le hemos hecho habitación para cuantos desean instruirse, y vienen muchos de estos contornos. Contiene una biblioteca provista de los mejores libros. Creo que si el fundador volviera a la vida no quedaría descontento del empleo que hemos dado a su obra.

- Pero -objetó Clara, sonriendo- me parece que notaría la falta de niños.

- No siempre, querida -respondió Dick-. Con frecuencia se encuentran aquí muchos niños que vienen a instruirse y también a aprender a nadar y a remar -añadió, sonriendo-. Me habría gustado que nos hubiésemos detenido aquí un poco; pero mejor será que lo hagamos a la vuelta.

Diciendo estas palabras las compuertas de la esclusa se abrieron y pasamos al otro lado. Nada me dijo de Windsor en tanto estuve encorvado sobre los remos -entonces era yo quien remaba- en aquel trozo del río que se llama Clewer, pero cuando alcé la vista pregunté:

- ¿Qué son aquellos edificios?

- He esperado a que me lo preguntaseis. Aquello es el castillo de Windsor. También esto queda reservado para la vuelta. ¿No os parece bello visto desde aquí? Una gran parte del castillo fue construida o restaurada en el período de la decadencia, y no hemos querido demolerla, dejándola como estaba, lo mismo que hemos hecho con el Mercado de Ahorro. Seguramente sabréis que éste era el palacio de nuestros antiguos reyes medievales y que fue más tarde habitado por los reyes comerciales o parlamentarios, como suele llamarlos mi abuelo.

- Lo sé. ¿Y ahora para qué sirve?

- Habita en él mucha gente, porque, a pesar de sus antecedentes, es un lugar muy plácido. Además hay una bien ordenada colección de antigüedades de varios géneros que parecen dignas de ser conservadas; un museo, como se hubiera dicho en la época que tan bien comprendéis.

A estas últimas palabras respondí con una fuerte remadura, cual si quisiera huir de aquellos tiempos que tan bien comprendía, y presto avanzamos en aquella sinuosidad del río, tan turbada en tiempos por las presas de Maidenbead y ahora tan amena y agradable como las de la parte alta.

La mañana avanzaba, una mañana encantadora de estío, que si fueran más frecuentes en nuestras islas harían sin duda de nuestro clima el mejor de todos los climas.

Un ligero vientecillo venía del Este, y las nubes, que se habían presentado cuando hacíamos nuestro desayuno, parecía que estuviesen siempre en lo alto del cielo. Aunque el sol era ardiente, había en la atmósfera una sensación de frescura que nos hacía desear casi con impaciencia el reposo del mediodía a la sombra de los árboles rodeados de exuberante vegetación. Aquella mañana no podía sentirse inquietud alguna, sino felicidad, y es necesario decir que si había dolores ocultos en las cosas no nos pareció encontrar ninguno. Pasamos por muchos campos de heno, pero Dick, y especialmente Clara, estaban tan preocupados con las fiestas de allá arriba que no aún se permitían hablar de ellos. Pude sólo notar que en los campos, así los hombres como las mujeres, tenían siempre un aspecto sano y alegre y estaban bien lejos de aparecer sórdidos en el vestir, aunque siempre se presentaban vestidos con trajes ligeros, pero vivos y bien adornados.

En estos dos días, como puede suponerse, habíamos encontrado, y habíamos dejado detrás o nos habían adelantado no pocos barcos de varias especies, la mayor parte de ellos movidos a fuerza de remos, como el nuestro, o con el sistema de velas para la navegación fluvial; pero de vez en cuando encontrábamos barcas cargadas de heno o de otros productos del campo, y también tablones, de cal, de ladrillo y de cosas semejantes, que navegaban sin ningún medio de propulsión visible; delante del timón, un hombre reía y charlaba con sus amigos.

Dick, observando una vez que yo miraba con grande atención una de aquellas barcas, me dijo:

- Esa es una de nuestras barcas automáticas; los vehículos automáticos son tan fáciles de manejar por tierra como por mar.

Comprendí perfectamente que aquellos vehículos automáticos habían sustituido a nuestras máquinas de vapor, pero me guardé muy bien de preguntar, porque preveía claramente que no lograría comprender cómo estaban construidos, y además hubiera tenido que pedir inoportunos esclarecimientos o haber metido en complicaciones imposibles de explicar, así que no hice más que decir:

- Ya; entendido, entendido.

Desembarcamos en Bisham, donde aún existían los restos de la Abadía y de la casa de Isabel a ellos aneja, no muy averiados por el tiempo, porque estaban bastante cuidados y eran apreciados como una grata morada. La gente del lugar está casi toda en el campo y no encontramos más que dos ancianos y un hombre más joven retenido en casa por un trabajo literario que nosotros hubimos de interrumpir. Por otra parte, no creo que a aquel asiduo trabajador le doliese mucho la interrupción. De todos modos insistió para que estuviésemos allí más tiempo, tanto, que no nos fue posible ponernos en camino hasta la primera hora fresca de la tarde. Pero poco importaba. La noche era luminosa porque sólo faltaba un cuarto para el plenilunio, y porque a Dick tanto le daba remar como permanecer en reposo.

Navegamos un buen rato. El sol poniente irradiaba en los viejos edificios de Medmenham, cerca de los cuales se elevaba una construcción irregular que Dick me señaló como una alegre habitación. Se veían muchas casas esparcidas por el campo y en la falda de la colina, porque, a lo que parece, atraida la gente por la belleza de Hurley, había construido mucho. El sol, próximo a desaparecer, me mostró a Henley, bastante distinto en su aspecto externo de como yo le recordaba. Después empezó a faltarnos la luz del día cuando atravesábamos los bellos trozos de Wargrave y Shiplake, y bien pronto apareció la luna. Hubiera deseado ver por mí mismo cómo el nuevo orden de cosas se había desembarazado del pantano rumoroso con que el mercantilismo había infestado las orillas del río cerca de Reading y Caversham; cierto que el olor delicioso que a nosotros llegaba en aquella primera hora de la noche decía que era imposible que subsistieran aquellos inagotables centros de suciedad que en lo antiguo se llamaban manufacturas.

Cuando yo pregunté qué clase de sitio era Reading, Dick respondió:

- ¡Oh! En su género es una graciosa ciudad, en gran parte reedificada en el siglo último. En ella hay bastantes casas, como podéis ver con este postrer rayo de luz, en la falda de aquellas colinas. Además es uno de los sitios más populares de esta zona del Támesis. ¡Animo, Huésped! Nuestro viaje de esta noche va a terminar. Os pido perdón por no habernos parado en una de esas casas o antes; es que un amigo mío que habita una bellísima casa en el campo de Maple Durham me ha encargado mucho que Clara y yo fuésemos a visitarle en nuestro viaje por el río, y he creido que no os enojaría este pequeño viaje nocturno.

Era inútil que tratara de animarme, porque yo no podía estar más contento. Verdad que la extrañeza y la excitación que en mí produjeran la vida plácida y feliz que me circundaba iban desapareciendo, tomando su puesto en mi ánimo un contento infinito y tranquilo que en nada se asemejaba a un lánguido abandono, y casi diré que me sentía renacido.

Tomamos tierra precisamente en el sitio donde yo recordaba que el río hacía curva, al Norte, hacia la antigua casa de Blunts. A mano derecha se extendían los campos y a la izquierda una larga hilera de bellos y vetustos árboles, que llegaban hasta el agua. Mientras salíamos del barco dije a Dick:

- ¿Vamos a la antigua casa, no es verdad?

- No, no vamos ahí; pero subsiste y prospera en su vetustez y está habitada. ¡Eh!, veo que conocéis el Támesis. Mi amigo Gualterio Allen, que me invitó a venir aquí, habita en una casa no muy grande construida hace poco. Estos campos son muy buscados especialmente en verano; hay muchas tiendas de campaña al aire libre, y los habitantes de este sitio han tenido que construir tres casas entre él y Caversham, y otra grandísima un poco más allá, en Basildon. ¡Mirad, allá arriba se ven las luces de la casa de Gualterio Allen!

Caminábamos por la hierba de los prados, envueltos en un torrente de luz lunar, y pronto llegamos a la casa indicada, la cual era baja y construida de modo que estuviera iluminada por todo el resplandor del sol. Gualterio Allen, el amigo de Dick, nos esperaba apoyado en el dintel de la puerta, y cuando llegamos nos introdujo sin muchas palabras. Dentro encontramos pocas personas porque estaban casi todas por aquellos contornos, en la recolección del heno, y algunas, según nos dijo Gualterio, paseaban a la luz de la luna.

El amigo de Dick me pareció un hombre de cuarenta años, alto, de cabellos negros, con semblante bueno y pensativo; no sin sorpresa observé en su rostro una sombra de melancolía, y parecía absorto y distraido, a pesar de que se esforzaba por escuchar nuestra charla.

Dick le miraba con insistencia y tan turbado, que al fin le dijo:

- Creo, viejo camarada, que después que me habéis escrito ha ocurrido alguna novedad; ¿por qué no me la decís en seguida? De otro modo creemos que hemos llegado aquí en mal momento o cuando no se deseaba nuestra presencia.

Gualterio enrojeció y pareció que contenía las lágrimas con mucho trabajo; pero al cabo respondió:

- Sin duda que por aquí a todos nos agrada veros, Dick, y también a vuestros amigos, pero asimismo es verdad que estamos en un mal momento, a pesar del hermoso tiempo y de la espléndida cosecha de heno. Aquí tenemos un muerto.

- Bien; resignaos, ciudadano; ésas son cosas inevitables.

- Sí -dijo Gualterio-; pero ésta ha sido una muerte por la violencia, y es posible que traiga otra por lo menos. Es un hecho que nos produce recíproca vergüenza y, a decir verdad, ésa es la razón de que seamos tan pocos esta noche.

- Contadnos el hecho, Gualterio; quizá eso contribuya a disipar vuestra tristeza.

- Lo haré de modo que el relato sea lo más breve posible, aunque podría darle un amplio desarrollo como en las antiguas novelas de género semejante. Había una joven de belleza fascinadora a la que todos queríamos bien y alguno experimentaba por ella algo que era más que una amorosa benevolencia, y ella a su vez, como era natural, quería a un hombre más que a todos los otros. Otro de nosotros -no lo nombraré- fue preso por una amorosa locura, y se hizo tan molesto para todos, no por propósito deliberado, sino por su estado de ánimo, que hasta la joven, que aunque no le amaba, tenía por él un afecto particular, comenzó a disgustarse. Naturalmente, yo y otros que estábamos en estrechas relaciones con él le aconsejamos que se marchara, porque su condición era peor cada día. Nuestro consejo no fue aceptado, de manera que nos vimos obligados a decirle que debía partir o que, de otro modo, sería necesario vigilarle, porque su tormento personal le perturbaba de tal modo que hubiéramos concluido por marcharnos nosotros si él no lo hacía. Aceptó la solución mejor de lo que creíamos, cuando, no sé cómo (quizá alguna entrevista con la joven y algunas palabras vivas con el amante feliz) perdió todo freno, se apoderó de un hacha y cargó sobre su rival en ocasión de que no había nadie para evitarlo. En la lucha que siguió, el atacado le asestó un golpe desgraciado y le mató. Ahora, el homicida está de tal modo trastornado que es capaz de matarse, y si lo hace temo que la joven le imite. Ante tanta desgracia nos sentimos impotentes, como lo éramos el año pasado ante el terremoto.

- Todo eso es muy doloroso -dijo Dick-; mas ya que no es posible devolver la vida al muerto y el homicida no mató con propósito deliberado, no comprendo por qué no se ha de consolar andando el tiempo. Además, el muerto fue el provocador y no el provocado, ¿por qué un hombre ha de estar obsesionado toda su vida por un puro accidente? ¿Y la joven?

- Parece que el hecho le ha producido más terror que angustia. Lo que decís acerca del hombre es verdad, pero sabed que la excitación y los celos que fueron el preludio de esta tragedia le han dispuesto tan mal y le han hecho tan irritable que no puede refrenarse. Nosotros le hemos aconsejado que partiera, que pasara el mar, pero en el estado en que se encuentra no está en el caso de ir solo y es preciso que alguno le conduzca. Ese encargo habré de realizarle yo y no tiene nada de alegre.

- ¡Oh! Acabaréis por tomarle con interés, y él, tarde o temprano, verá las cosas desde su justo punto de vista.

-De cualquier modo que sea -añadió Gualterio-, ahora que he aliviado mi espíritu entristeciendo el vuestro, abandonemos este asunto por el momento. ¿Conducís a vuestro huésped a Oxford?

- Sí, naturalmente -respondió Dick, sonriendo-; por él habremos de pasar para llegar a lo alto del río, pero creo que no pararemos allí, porque, de hacerlo, llegaríamos con retraso a la siega, de manera que Oxford y la erudita conferencia que yo daré con tal motivo, harina toda del saco de mi bisabuelo, habrán de esperar a que regresemos dentro de quince días.

Yo escuchaba aquella historia con gran sorpresa y al principio no pude menos de maravillarme de que el homicida no estuviese custodiado hasta que probase que había matado en legítima defensa. Cuanto más pensaba más evidente me parecía que el examen de testimonios no hubiera dado otro resultado que certificar la ira de los contendientes sin esclarecer el caso. Pensé que el remordimiento de aquel homicida era una prueba de cuanto Hammond me había dicho acerca del modo que tenía aquel extraño pueblo de considerar los hechos que yo había oído siempre llamar delitos. Verdad es que el remordimiento era exagerado; pero, de cualquier modo, se vería que el homicida era responsable del acto por él cometido y pagaba las consecuencias, sin esperar a que viniese a hacérselas pagar la sociedad con un castigo. Ya no tuve ningún temor de que la inviolabilidad de la vida humana pudiese ser desconocida entre mis amigos por falta de prisiones y de patíbulos.
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