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William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMOTERCERO
Una madrugada en Runnymede



Aunque ningún fuerte rumor me despertara al día siguiente, no pude estar mucho tiempo en mi cama, en aquel mundo que me parecía tan vivo y feliz aun para aquel mismo viejo gruñón. Me levanté y vi que, a pesar de ser tan temprano, alguien había madrugado más que yo, porque todo estaba en orden en la salita y la mesa aparecía preparada para el desayuno. Sin embargo, nadie estaba en pie en la casa; salí de ella, después de haber dado dos o tres paseos por el exuberante jardín, y anduve errante por la pradera hasta la orilla del río por donde se encontraba nuestro barco, que tenía para mí un aspecto amistoso y familiar. Paseé un poco río arriba, observando la ligera y ondulante niebla que bien pronto había de disipar el sol; vi las brecas hendir el agua bajo los matorrales cazando las miríadas de mosquitos que las servían de alimento, vi a los gobios chapotear en el agua buscando algún insecto, y sentí como si tornase a mi infancia. Volví de nuevo al barco, estuve allí uno o dos minutos, y después, lentamente, remonté la pradera en dirección a la casa, notando entonces que había cuatro casas casi iguales en la pendiente del río. En la pradera en que me encontraba, la hierba no era muy alta; pero a la izquierda, en la pendiente y más allá de un seto, se segaba con gran premura, de la misma sencilla manera que cuando yo era niño. Mis pasos se dirigieron hacia allí instintivamente porque necesitaba ver qué aspecto tenían los segadores de heno en aquellos nuevos y mejores tiempos, y además porque esperaba hallar a Elena. Me acerqué al seto y miré al campo; me encontraba cerca de una larga hilera de segadores que alargaban sus guadañas para que se secaran mejor del rocío de la noche. La mayoría eran mujeres vestidas como Elena la noche pasada, pero no todas con vestidos de seda, porque algunas los tenían de lana ligera con recamados de vivos colores, y los hombres llevaban vestidos de franela blanca con bordados de color de rosa.

Aquel conjunto de tintas daba al campo el aspecto de una cesta de flores. Todos trabajaban sin fatigarse, aunque con gran cuidado y asiduidad, lo que no impedía que por su charla se asemejasen a una bandada de estorninos en otoño. Una media docena de ellos, entre hombres y mujeres, vinieron a saludarme, estrechándome la mano, preguntándome de dónde venía y a dónde iba, deseándome buena suerte, volviéndose después a su trabajo. Con gran contrariedad mía, Elena no estaba entre ellos, mas bien pronto vi una figura blanca que salía del campo de heno y se dirigía hacia nuestra casa: era Elena con un cesto en la mano. Pero antes de que llegase a la cancela del jardín salieron Clara y Dick, deteniéndose unos minutos; y dejando a Elena en el jardín. vinieron a reunirse conmigo, marchando los tres hacia el barco charlando alegremente.

Allí estuvimos mientras Dick arreglaba los pocos objetos que quedaron en el barco, porque habíamos llevado con nosotros los que podían estropearse con el rocío de la noche. Volvimos a casa, y cuando estuvimos cerca del jardín, Dick nos detuvo y, poniéndome una mano sobre el hombro, me dijo:

- Mirad un momento.

Miré, y más allá de los setos vi a Elena que con una mano en la frente para resguardar los ojos del sol miraba el campo de heno. Su leonada cabellera ondeaba al leve viento, sus ojos brillaban como piedras preciosas en su cara bronceada, que parecía conservar todo el ardor del sol.

- Mirad, Huésped -dijo Dick-. ¿No os parece ésta una escena de las historias de Grimm de las que hablamos en Bloomsbury? He aquí a dos enamorados que recorren el mundo y que han llegado a un jardín encantado, y he ahí al hada, y yo pregunto: ¿Qué hará con nosotros el hada?

Clara, seriamente, pero sin dudar, dijo:

- ¿Y es ésa una buena hada, Dick?

- ¡Oh, sí! El papel dice que haría muy buenas cosas si no fuese por el gnomo o genio de la florista, nuestro amigo el gruñón de la noche pasada.

Al oír esta salida reímos los tres, y yo dije:

- Os habéis olvidado de que he quedado sin papel en el cuento.

- Es verdad -dijo-. Haréis bien en cubriros con la caperuza de la invisibilidad para verlo todo sin ser visto.

Aquellas palabras hirieron mi flaco, esto es, despertaron mis dudas acerca de mi posición en aquel nuevo y bello país; mas, por no complicar la cosa, callé, entrando todos en el jardín y después en la casa.

Noté que Clara se había percatado del contraste entre ella, que parecía una dama llegada de la ciudad, y aquella criatura, símbolo de la campiña estival que tanto admirábamos, porque se presentó aquella mañana con una ropa sencilla y ligera cual la de Elena, y con los pies desnudos, cubiertos no más que con pequeñas sandalias.

El viejo nos acogió gentilmente cuando entramos en la sala, y nos dijo:

- Bien, huéspedes, habéis andado explorando la desnudez de la campiña. Creo que vuestras ilusiones de la noche pasada se habrán disipado a la luz del día. Y ahora decidme: ¿Os agrada este sitio, eh?

- Muchísimo -respondí con firmeza-. Es uno de los más bellos sitios del bajo Támesis.

- ¡Oh! ¿Conocéis el Támesis? ¿No es verdad?

Enrojecí porque vi que Dick y Clara me miraban y no sabía qué decir. Además, recordaba que en mi primer encuentro con los amigos de Hammersmith les había dicho que conocía el bosque de Epping, y pensé que para evitar complicaciones lo mejor era contestar lacónicamente y en términos generales y aun inventar una mentira, y respondí:

- Antes de ahora he estado en este país y en el Támesis.

- ¡Oh! -dijo el viejo con gran premura-. ¡Habéis estado ya en este país! Y -prescindiendo de toda teoría, ¿eh?- ¿no lo encontráis ahora empeorado?

- Nada de eso; lo encuentro muy mejorado.

- ¡Ah! Sospecho que os dejáis llevar por alguna teoría. De cualquier modo, el tiempo en que habéis estado aquí no puede ser muy remoto, y si no puede ser muy remoto, no será grande el empeoramiento, teniendo en cuenta que las costumbres eran naturalmente las mismas por entonces. Yo aludía a tiempos más remotos.

- En suma -dijo Clara-, tenéis vuestra teoría acerca del cambio.

- Hablamos de hechos -respondió-. Mirad aquí. Desde este sitio no se ven más que cuatro casas; pues bien, yo sé que en los tiempos antiguos se veían hasta seis, grandes y hermosas; más allá, en la ribera del Támesis, un jardín seguía a otro hasta Windsor, y en cada uno había una gran casa. ¡Oh! ¡En aquellos tiempos Inglaterra era un país importante de veras!

Yo, que comenzaba a incomodarme, le dije:

- Lo que hay es que habéis limpiado el país de parásitos y mandado al diablo a los malvados y a los cortesanos; lo que hay es que ahora cada cual puede vivir cuidado y feliz, bienes que estaban reservados solamente a unos cuantos malditos ladrones, que eran otros tantos focos de corrupción y de vulgaridad donde quiera que se encontraran. Esos turbaban moralmente con su presencia la belleza del Támesis, y también la turbaban materialmente.

Siguió el silencio a este estallido, que no pude evitar, dada la condición de mi vida y lo que había sufrido en aquellos mismos lugares en los antiguos tiempos por causa del predominio parasitario y de sus consecuencias.

Al cabo, el viejo replicó con toda tranquilidad:

- Caro Huésped: a decir verdad, no sé que queréis dar a entender por parásitos, cortesanos, ladrones y malvados, ni comprendo cómo no se podía vivir bien y feliz en un país rico. Veo claramente que estáis colérico, y sospecho que contra mí, así que, si os place, cambiaremos de asunto.

Este acto me pareció bueno en él, dada su obstinación en sostener su teoría, y me apresuré a decir que no estaba colérico, sino un poco excitado. Se inclinó cortésmente y creí disipada la tempestad cuando Elena dijo:

- Abuelo, el huésped calla por cortesía, pero debe decirse lo que él tiene en la mente, y como yo lo sé bien, lo diré por él, pues, como sabes, he aprendido estas cosas de quien ...

- Sí, lo sé -dijo el viejo-; las has aprendido del sabio de Bloomsbury.

- ¡Oh! -exclamó Dick-. ¿Conocéis a mi bisabuelo Hammond?

- Sí, y a otros sabios, como dice mi abuelo, que me han enseñado cosas de las que saco esta conclusión. Hoy vivimos en esta casita porque no queremos más que trabajar en los campos, y si quisiéramos habitar en una gran casa con una compañía placentera, nadie nos lo impediría.

- ¡No faltaría más! -murmuró el viejo-. Ir a vivir entre gentes vanidosas que os miren de arriba abajo.

Elena sonrió dulcemente, y continuó como si no hubiese hablado el viejo:

- En los pasados tiempos, aunque aquellas grandes casas de que habla mi abuelo abundaban, nos habríamos visto obligados a vivir en una choza que, en lugar de encerrar cuanto nos hace falta, estaría vacía y desnuda. No hubiéramos tenido nunca bastante para comer, y nuestros vestidos hubieran sido feos, sucios y rotos. Hoy, abuelo, desde hace años, no realizas trabajos ni fatigas y pasas el tiempo vagando por estos contornos y leyendo libros, sin el menor cuidado, y si yo trabajo duramente es porque me agrada y porque así vigorizo mis músculos y me hago más bella, más sana y más alegre. En los tiempos pasados, tú, abuelo, después de muchos años de trabajo horrible, tendrías que ser encerrado en una especie de prisión con otros viejos como tú, mal alimentado y sin distracción alguna. Yo tengo veinte años; pues bien, en la época pasada ya comenzaría a declinar, y en poco tiempo estaría extenuada, flaca, huraña, llena de tormentos y de miserias, y nadie adivinaría que yo había sido una hermosa joven.

- ¿Es esto lo que tenías en la mente, Huésped? -añadió, con las lágrimas en los ojos, al solo recuerdo de las miserias que sufrieron sus semejantes.

- ¡Ah! -exclamé muy conmovido- Eso y más ... Con frecuencia he visto en mi país esa lamentable transformación de una joven y fresca campesina en mujer pobre y escuálida.

El viejo calló por un momento, pero atrincherado en su frase favorita, preguntó:

- Bien, ¿esto os agrada, eh?

- Sí -respondió Elena-; yo amo la vida, pero no la muerte.

- ¿Sí? Corriente -dijo-. En cuanto a mí, me place leer un buen libro antiguo, un libro espiritual como, por ejemplo, la Feria de las vanidades, de Thackeray. ¿Por qué no escribís vosotros libros parecidos? Ve a preguntárselo al sabio de Bloomsbury.

Viendo que las mejillas de Dick habían enrojecido ante esta salida y que a la disputa había seguido un embarazoso silencio, creí que debía hacerse algo y dije:

- Amigos, yo no soy más que un huésped, pero como sé que queréis enseñarme el río en su mejor aspecto, me parece que haríamos bien en partir, tanto más cuanto que la jornada se anuncia calurosa.
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