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William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMOSEGUNDO
Hampton Court y un admirador del pasado



Caminábamos. Dick remaba ágilmente, sin fatiga, y Clara, sentada junto a mí, admiraba su masculina belleza y su rostro sinceramente benévolo, y aún creo que no pensaba en otra cosa. Conforme íbamos remontando el río me parecía menor la diferencia entre el Támesis de ahora y aquel del que yo tenía algunas remembranzas, porque fuera de la hórrida vulgaridad artificial de las villas de los acomodados, de banqueros y de gentes por el estilo, que en lo antiguo manchaban la belleza de sus riberas, ahora cubiertas de frondosos árboles, también el Támesis era infinitamente bello. Cuando bajábamos entre la suave verdura artificial, sentí que volvía a los días de mi juventud, y me pareció realizar una de aquellas excursiones acuáticas que tanto placer me proporcionaban cuando era feliz y no sospechaba que el mal se ocultase por doquiera.

Por fin llegamos a un lugar a la orilla izquierda del río donde se veía una bellísima aldehuela con algunas casas antiguas que llegaban hasta el borde mismo del agua, en la que sobrenadaba un esquife. Aquí y allá se veían casas y prados rodeados por filas de olmos y franjas de sauces; en la derecha estaba el camino de remolque y más allá se destacaban árboles enormes y seculares, que formaban el ornamento de un gran parque. En el extremo de aquel sitio, los árboles se separaban del agua formando un camino que conducía a una ciudad de nítidas y bellas casas, viejas algunas, nuevas otras, circundadas por vallas y muros de ladrillo rojo, parte de un estilo nuevo, parte del estilo de la corte de Guillermo el Holandés, pero todo muy bien armonizado con el fulgor del sol y con la belleza de los contornos en que serpenteaban las azuladas aguas del río. Entre las espléndidas construcciones modernas aquella masa antigua tenía un encanto extraño. Una grande oleada de perfumes, de los que sobresalía el cedro, llegó hasta nosotros desde escondidos jardines. Clara, sin moverse de su sitio, dijo:

- ¡Oh, querido Dick! ¿No podríamos quedarnos hoy en Hampton Court? Pasearíamos a nuestro huésped por el Parque y le enseñaríamos aquellas simpáticas construcciones antiguas. Y lo que no me sé explicar es por qué habiendo vivido tan cerca de Hampton Court, no me has traido aquí más veces.

Dick dejó de mover los remos por un momento y contestó:

- Comprendo, comprendo, Clara; tienes hoy pereza. Yo no pensaba haber descansado hasta Shepperton para pasar allí la noche. Hagamos una cosa: vayamos a comer a Hampton Court y pongámonos después en camino hasta las cinco.

- Bien -replicó Clara-; como quieras, pero hubiera deseado que el huésped pasase unas cuantas horas en el Parque.

- ¡El Parque! ¡Pero si todo el Támesis es un parque en esta estación! En cuanto a mí, preferiría estar bajo un olmo en los lindes de algún sembrado, oyendo el zumbido de las abejas y el cántico de la codorniz entre los surcos, a todos los parques de Inglaterra. Además ...

- Además -interrumpió Clara- ardes en deseos de llegar pronto a tu querido Támesis para demostrar tu destreza en la siega del heno.

Le miró con ternura y casi diré que le veía en su fantasía en todo el esplendor de su belleza en el cadencioso movimiento de la siega, después miró a sus graciosos piececitos y lanzó un leve suspiro, cual si quisiera comparar su delicada belleza femenina con la masculina belleza de su amante, cual suelen hacer las mujeres cuando aman de veras y no están viciadas por un sentimentalismo convencional.

Dick la contempló con admiración, y al cabo respondió:

- Sí, Clara, quisiera encontrarme allá arriba. Pero -¡qué diablo!-. Vamos ahí.

Diciendo esto remó con fuerza y pronto nos encontramos en tierra cerca del puente, de un puente que, como podéis imaginar, no era de hierro como aquel horrendo aborto de la arquitectura de los tiempos pasados, sino una perfecta y solidísima construcción en madera.

Entramos en el Palacio Real y fuimos directamente a la gran sala, tan conocida, donde estaban las mesas para la comida, y todo aparecía dispuesto del mismo modo que en la sala de la Casa de los Huéspedes de Hammersmith.

Después de la comida anduvimos un rato curioseando por las antiguas habitaciones donde se conservaban las arcaicas pinturas y tapicerías y las mudanzas eran imperceptibles.

La gente andaba por allí con ese aire indefinible de quien está en su casa y se mueve a su antojo, aire que bien pronto se me contagió, pareciéndome que la bella morada era mía en el recto sentido de la palabra; y el placer del pasado, uniéndose al del presente, hizo saltar de gozo a mi espíritu.

Dick, que a pesar de las burlas de Clara conocía muy bien aquellos sitios, me dijo que la bella cámara antigua de Tudor, la que según mi recuerdo estuvo habitada por servidores inferiores de la corte, era sumamente frecuentada por las gentes, que iban a ella por recreo, porque aun cuando la arquitectura había llegado a ser perfecta y el campo había reconquistado su natural belleza, las gentes seguían yendo allí por una especie de gusto tradicional, atraidas por la fascinación que ejercía aquel gruno de edificios, fascinación tal que en el verano todos realizaban alguna excursión al Palacio Real de Hampton, lo mismo que cuando Londres era un amasijo de suciedad y de miseria.

Penetramos en algunas de las habitaciones que daban al antiguo jardín, y quienes estaban en ellas nos acogieron bien, viniendo a conversar con nosotros, pero mirando mi figura con cierta extrañeza cortésmente disimulada. Además de estas aves de paso y de los pocos habitantes de aquel lugar, vimos al aire libre, en los prados y en los jardines, muchas alegres tiendas de campaña rodeadas de hombres, mujeres y niños. A lo que parece, aquel pueblo extraño, amante del placer, prefería la vida en las tiendas, con todos sus inconvenientes, aunque, a decir verdad, éste era un motivo de placer.

Dejamos por último a aquel viejo amigo en el tiempo señalado. Con mucha insistencia quise coger los remos, pero Dick rehusó mi ayuda y no me reproché mucho el haber cedido porque, hablando francamente, yo tenía bastante ocupación en gozar del espectáculo de aquella espléndida jornada y con mi ocioso fantasear.

En cuanto a Dick, me pareció natural que remase solo porque era fuerte como un caballo y experimentaba gran placer ejercitando sus músculos de cualquier modo. Con trabajo pudimos lograr que cesara cuando el sol había tramontado, la luna brillaba en lo alto del cielo y estábamos viendo a Runnymede.

Tomamos tierra, y buscábamos sitio por donde plantar las dos tiendas que habíamos traido con nosotros, cuando un viejo se nos acercó, y dándonos las buenas noches nos preguntó si no teníamos otro alojamiento; le contestamos, y nos invitó a ir a su casa. Sin titubear aceptamos y emprendimos juntos la caminata. Clara le tomó por la mano cariñosamente, como había yo notado que se hacía con todos los viejos, y mientras andábamos le hizo algunas triviales observaciones acerca de la belleza de la jornada. El viejo la interrumpió y la dijo, mirándola:

- ¿Realmente os agrada el buen tiempo?

- ¡Oh, sí! -contestó maravillada de tal pregunta-. ¿Y a vos, no?

- Tal vez sí. Cuando era más joven me agradaba, pero ahora mi admiración es muy fría.

Clara no contestó y seguimos andando. Poco a poco iba faltando la luz del día, y al fin llegamos a lo alto de una colina, vimos un seto, y cerca de él, una cancela que el viejo abrió y entramos en un jardín en cuyo fondo se veía la casita, una de cuyas ventanas estaba iluminada por una luz. Al indeciso fulgor de la luna y a los últimos resplandores que venían de Occidente, entrevimos un jardín rebosante en flores, que enviaban al aire fresco de la noche olores tan delicados que se habría dicho que aquél era el nido de las delicias en el crepúsculo de un día de junio.

Los tres nos detuvimos instintivamente y Clara exhaló un ligero ¡Oh! dulce como un gorjeo de pájaro que va a cantar.

- ¿Qué es eso? -preguntó un tanto ásperamente el viejo, tirando de la mano a Clara-. Aquí no hay perros. ¿Os habéis clavado alguna espina en el pie?

- No, vecino; es que este sitio es tan delicioso ...

- Es cierto, pero ¿ponéis atención en eso?

Clara rio melodiosamente, y nosotros lo hicimos con nuestras voces ásperas; después dijo:

- Sí que me interesa este sitio. ¿Y a vos no os interesa?

- No lo sé -y añadió, como si se avergonzase de sí mismo-. Habéis de saber que cuando el río se desborda e inunda todo Runnymede, esto no es muy agradable.

- ¡Y a mí que me agradaría tanto! -dijo Dick-. ¡Qué bien se navegaría por estos contornos en una fría y clara mañana de enero!

- ¿Eso os agradaría? -preguntó el viejo-. No quiero discutir, ciudadano, porque el asunto no lo merece. Entrad y aceptad mi cena.

Recorrimos un sendero abierto entre dos filas de rosales y entramos en una linda sala de madera cubierta de tallados y limpia como una tacita de plata. Pero el principal ornamento de ella era una joven de cabellos rubios y ojos azules, con la cara, las manos y los desnudos pies dorados por el sol. Estaba ligeramente vestida, por gusto, sin duda, y no por pobreza, según comprendí en seguida, a pesar de ser aquélla la primera casa de campo que veía, porque su traje de seda y sus brazaletes me parecieron de gran valor.

Cuando entramos estaba acostada en una piel de carnero, y como viera huéspedes se lanzó a nuestro encuentro palmoteando y lanzando alegres gritos; y cuando llegamos al centro de la habitación danzó en torno nuestro; de tal modo le causó alegría nuestra llegada.

- Qué, ¿estás contena, Elena? -preguntó el viejo.

La joven fue hacia él saltando, le abrazó y le dijo:

- Sí que lo estoy, y tú debías estarlo también, abuelo.

- Bueno, bueno; también yo lo estoy en lo que me es posible. Huéspedes, os ruego que toméis asiento.

Todo aquello me pareció muy extraño y supongo que más que a mí les extrañaría a mis amigos. Dick, aprovechando un momento en que la nieta y el abuelo habían salido de la sala, me dijo:

- Un regañón. Todavía quedan algunos. Según dicen, antes eran una verdadera plaga.

Casi no había terminado Dick de hablar cuando entró el viejo, se sentó a nuestra espalda y lanzó un largo suspiro, evidentemente con deseo de llamar nuestra atención; pero al propio tiempo entró la joven con lo necesario para la cena, y el gruñón no obtuvo el efecto que deseaba, porque todos teníamos hambre, y yo contemplaba casi estático a aquella joven que iba de un lado a otro de la sala, bella como una imagen.

Cuanto habíamos de comer y de beber, aunque de un género diferente que nuestras comidas de Londres, parecía mejor que bueno, pero el viejo, haciendo un gesto a la vista del primer plato que estaba sobre la mesa, consistente en un pastel frío de barbos, dijo:

- ¡Hum, barbos! Siento mucho no poder ofreceros otra cosa mejor, huéspedes. En otro tiempo habríamos logrado conseguir en Londres un buen trozo de salmón, pero cada día están más escasos y son más miserables.

- Sí, pero hubieras podido tenerle, porque ya sabes que han llegado salmones -dijo la joven con una sonrisa.

- La culpa es nuestra que no lo hemos traido con nosotros -dijo Dick de muy buen humor-. Además, si los salmones en estos tiempos andan escasos y son míseros, no puede decirse lo mismo de los barboso Este, amigo, bien pesaría dos libras cuando, allá abajo, en el agua, mostraba su lomo oscuro y vientre blanco a los pequeños gobios. Y, volviendo al salón, este amigo nuestro, que viene del extranjero, se maravillaba ayer mañana de que en Hammersmith hubiese salmones en abundancia. Estoy seguro de que no habéis oído hablar de los peores tiempos.

El viejo parecía un tanto contrariado, y volviéndose a mí me dijo:

- Bien, señor, me agrada ver un hombre de Ultramar y acudo a vuestra franqueza para saber si, después de todo, no se está mejor en vuestro país, donde, por lo que me dice este ciudadano, calculo que aún perdura el sistema de competencia, que hace al hombre más vigilante y más activo. Yo he leído muchos libros del pasado, y encuentro en ellos una vida que no hay en los que ahora se escriben. Pues bien, aquellos libros se hacían bajo el impulso de una competencia legítima e ilimitada, que comprobarían esos mismos libros aunque de ella no existieran recuerdos históricos. Hay en ellos un espíritu emprendedor, una selección del bien sobre el mal, que faltan en nuestra moderna literatura, y no puedo por menos de creer que nuestros historiadores y nuestros moralista s exageran horriblemente cuando pintan la infelicidad de aquellos tiempos en que la imaginación y el ingenio humano producían obras tan admirables.

Clara escuchaba con rostro compasivo y excitado; Dick arrugaba el entrecejo y dejaba ver su creciente descontento, aunque callaba. El viejo, a medida que se acaloraba con el asunto, iba abandonando el tono sarcástico hasta tomar un aspecto serio en la cara y en las palabras. La joven, antes de que yo pudiera formular la respuesta que estaba preparando, exclamó súbitamente:

- ¡Libros, siempre libros, abuelo! ¿Cuándo comprenderás que, después de todo, lo que más nos importa es el mundo de que formamos parte y al que nunca amaremos bastante? ¡Mirad! -dijo, abalanzándose a la ventana y mostrándonos la blanca luz de la luna, brillando entre las sombras del jardín agitado por suave brisa-. ¡Mirad! Estos son hoy nuestros libros; y éstos -añadió, acercándose a los dos amantes y poniéndoles las manos en los hombros- y este huésped, con sus conocimentos y experiencia de ultramar, y tú, abuelo -aquí una sonrisa iluminó su rostro-; tú, con todas tus recriminaciones, con tus ardientes deseos de volver a los buenos tiempos antiguos, a aquel tiempo en que, por lo que tengo entendido, un viejo como tú, inofensivo e inválido, se hubiera muerto de hambre de no tener medios de pagar soldados y otras gentes para sacar al pueblo a viva fuerza vituallas, casas y ropas. Sí, éstos son nuestros libros, y si necesitamos otros ahí están las magníficas construcciones, tan magníficas como jamás las hubo, donde el hombre puede mostrar lo que hay en él, expresando con sus manos lo que encierran su mente y su alma.

Elena se detuvo un momento, y contemplándola pensé que si ella era un libro, las pinturas que contenía eran verdaderamente adorables. La sangre afluía a sus tostadas mejillas, sus ojos azules brillaban en su faz trigueña y, amorosa, se volvía hacia nosotros mientras hablaba.

Después continuó:

- Cuanto a vuestros libros, eran buenos para aquellos tiempos en que las personas inteligentes tenían poca materia de placeres y sentían por ello la necesidad de añadir a las sórdidas miserias de su propia vida la miseria de otras vidas por ellos imaginadas. Además, debo declarar que a pesar de tanta habilidad narrativa hay en esas obras algo que disgusta. Algunos autores fingen, es cierto, de vez en cuando, compasión por aquellos a quienes los historiadores llamaban pobres, hablando de su misérrima vida que nosotros imponemos, mas presto cambian de asunto y veis que el héroe y la heroína se van a vivir felizmente a la isla de la Tranquilidad, rodeados de los tormentos de los otros, y todo ello después de una serie de dolores ficticios, o casi siempre ficticios, que ellos mismos se ocasionan e ilustrado con un lúgumbre e insulso análisis de sus sentimientos y aspiraciones ..., mientras que el mundo sigue su órbita y los hombres continúan gastando zapatos, sembrando, cociendo pan, construyendo y haciendo muebles en torno de tan inútiles ... animales.

- ¡Diablo! -exclamó el viejo-. ¡Cuánta elocuencia! Os agrada, ¿eh?

- Cierto -repliqué enfáticamente.

- Y ahora que la furia de la elocuencia se ha tranquilizado, ¿queréis responder a mi pregunta? Naturalmente, si os place -añadió, en un repentino acceso de cortesía.

- ¿Qué pregunta? -dije, porque la extraña y casi salvaje belleza de Elena la había borrado de mi mente.

- Ante todo -y perdonadme mi interrogatorio-, en el orden de la vida del país de que venís, ¿existe la competencia según la antigua forma?

- Sí, ésa es la regla -mientras decía esto calculaba en qué serie de complicaciones me metía esta respuesta.

- Segunda pregunta -dijo el viejo-. ¿No sois, después de todo, más libres, más enérgicos .... en suma. más sanos y más felices con ese sistema?

Sonreí y le dije:

- No hablaríais así si tuvieseis idea de nuestra vida. A mí me parece que vivís en el paraíso en comparación con el país de que vengo.

- ¿Un paraíso? ¿Os agrada el paraíso? ¿Eh?

- Es claro -respondí. un tanto irritado. porque empezaba a pegárseme el tono del viejo.

- Pues bien; yo estoy muy lejos de afirmar que me agrade a mí. Creo que se puede hacer algo mejor en esta vida que estarse en las nubes entonando himnos.

Ante esta absurda afirmación me sentí airado y repliqué:

- Bueno, ciudadano; en pocas palabras y sin entrar en metáforas. os digo que en el país de donde yo vengo existe la competencia que produce esas obras literarias que tanto admiráis, y que allí la mayor parte de los hombres son desgraciados, mientras que entre vosotros, a lo que creo, la mayor parte son felices.

- No os ofendáis, Huésped, no os ofendáis; dejad que os pregunte: ¿Os agrada esto, eh?

Esta expresión, tan obstinadamente repetida, hizo reír a todos de muy buena gana, y aun el viejo, con mucho tacto, se asoció a la general hilaridad. Todavía no se dio por vencido y se apresuró a decir:

- De lo que he aprendido deduzco que allí una joven bella como mi Elena sería una señora (como se decía en los tiempos pasados), y no tendría que cubrirse con unos cuantos trajes de seda como hoy hace, ni dejarse tostar por el sol. ¿Qué tenéis que contestar? ¿Eh?

Aquí Clara, que hasta entonces había permanecido en silencio, prorrumpió con ímpetu:

- No creo que su condición mejoraría por esto, dado que pudiera mejorarse. ¿No os parece que está deliciosamente vestida para los hermosos días de este tiempo? En cuanto al sol que dora vuestros campos de heno, yo espero tomar una buena ración de él cuando estemos más arriba. Mirad, ¿no os creéis que mi piel blanca y delicada necesita un poco de sol?

Diciendo esto se levantó la manga del vestido y enseñó a Elena su brazo desnudo.

A decir verdad, me agradaba observar el continente de Clara, que parecía una bella señora educada en la ciudad, que estaba muy bien formada y que tenía la piel blanca como la más cándida paloma que pudiera encontrarse.

Dick acarició tímidamente aquel hermoso brazo y tiró de la manga para cubrirle, mientras Clara enrojecía a su contacto y el viejo decía sonriendo:

- ¿Eso os agrada, eh?

Elena besó a su nueva amiga, y por algunos momentos callamos todos, hasta que la joven comenzó a cantar una dulcísima melodía, encantándonos la limpieza de su voz y con nosotros al viejo regañón. Las otras jóvenes cantaron, y por fin Elena nos condujo a nuestros lechos en las pequeñas habitaciones de aquella cabaña olorosa y risueña, verdadero ideal de los antiguos poetas pastoriles. Los goces de aquella velada acallaron mis ansiedades de la noche anterior acerca de la posibilidad de despertarme en el viejo y miserable mundo de los placeres malsanos y de esperanzas que no son sino temores.
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