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NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMOPRIMERO
En el río



Cuando desperté hacía una hermosa mañana de refulgente sol. Salté del lecho algo bajo el dominio de la aprensión de la noche precedente, aprensión que se desvaneció cuando miré las paredes de la habitación y vi las figuras pálidas, pero delicadamente coloreadas pintadas al fresco con versos al pie. Me puse rápidamente el vestido azul turquí que me habían proporcionado, y le encontré tan bello que me ruboricé de alegría.

Me sentía invadido por aquella sensación de placer que se experimenta al despertar en un día de fiesta, que no recordaba haber gustado desde cuando era niño y volvía a mi casa a pasar las vacaciones estivales.

Parecía que fuese muy temprano, y esperaba encontrar vacía la sala, que estaba al final del corredor contiguo a mi cuarto, pero de pronto vi a Ana, que dejó su escoba y vino a darme un beso limpio de todo significado impuro, amorosa caricia que la hizo ruborizar, no de vergüenza, sino de placer, por el acto gentil que realizaba. Después se inclinó, recogió la escoba y siguió limpiando, rogándome con una señal que permaneciera alejado de ella y que mirara. La cosa era bastante distraida, porque con ella había otras cinco jóvenes que la ayudaban, y sus graciosas figuras en el ágil trabajo eran dignas de ser vistas, y su alegre gorjeo de risas y de palabras, mientras desplegaban todo un sistema científico de barrido, merecía ser oído. Cuando Ana pasó al otro extremo de la sala me dijo estas palabras:

- Huésped, me alegro de que os hayáis levantado tan temprano, aunque no habríamos querido perturbaros. El Támesis está encantador a las seis y media de estas mañanas de junio, y porque sería un pecado que perdieseis tan hermoso espectáculo, os daré una taza de leche y un poco de pan al aire libre y después iréis a la lancha. Clara y Dick están preparados. Esperad un momento que barra este trozo.

Al poco rato dejó de nuevo la escoba, vino a mí, y cogiéndome de la mano me llevó al terrado ribero del río. Allí, en una mesita situada bajo unas ramas, mi leche y mi pan tomaban el aspecto de la más suculenta colación que pudiera desearse. Mientras la tomaba, Ana se sentó en mi mesa para hacerme compañía. A los pocos minutos, Clara y Dick vinieron a buscarme; la primera, ataviada con un ligero vestido bordado en seda, que mi vista, poco acostumbrada, encontró demasiado chillón y vistoso. Dick estaba asimismo muy bien vestido de franela blanca recamada con excelente gusto. Clara cogió su vestido. y mientras me saludaba, me dijo mostrándomelo y sonriendo:

- ¡Mirad, Huésped! Hoy no estamos menos bellos que algunas de las personas a quienes criticabais ayer tarde; así, ni el brillante día, ni las pintadas flores, sentirán vergüenza. ¡Ahora, censuradnos!

- No -respondí-. Me parecéis una pareja hija de la estación, y no podría censuraros sin censurar a quien os engendró.

- Sabréis -dijo Dick- que hoy es un día especial, aunque todos los días son especiales en este tiempo. La recolección del heno es más atractiva que la del grano por causa del tiempo, y si no habéis trabajado en un campo de heno en un hermoso día, no podéis imaginaros el encanto que esto encierra. Las mujeres tienen un aspecto tan espléndido en esta correría -añadió tímidamente-, que creo que, después de todo, hacemos bien en ser sobrios en la decoración.

- ¿Y las mujeres realizan ese trabajo con trajes de seda? -pregunté.

Dick iba a responderme tranquilamente, pero Clara, tapándole la boca con su mano, dijo:

- No, no, Dick; no hay que darle muchas noticias, o acabaremos por creer que tú eres el abuelo. Déjale que vea por sí mismo; al cabo, no tendrá que esperar mucho.

- Sí -dijo Ana-; no le hagáis una descripción demasiado bella del cuadro o sufrirá un desencanto al descorrerse la cortina, y yo no quiero que se desilusione. Pero ya es tiempo de que partáis si queréis gozar de la marea y del sol matutino. ¡Adiós, Huésped!

Volvió a besarme tan franca y amistosamente que me dieron ganas de renunciar al viaje, mas pronto vencí a aquel sentimiento, pensando que una mujer tan bella y tan buena debería tener un amante de su misma edad.

Descendimos por las gradas y entramos en el barco, bien adornado, ligero y tan proporcionado que nos contenía con holgura a nosotros y a nuestra ropa. En aquel mismo momento vinieron a saludarnos Boffin y Roberto el tejedor. El primero había dejado su espléndido vestido y traía uno adecuado a su trabajo, cubriendo su cabeza un sombrero de anchas alas que se quitó gravemente para saludarnos, con la parsimonia y dignidad de la antigua cortesía española. Al fin, Dick lanzó el barco a la corriente con una vigorosa remadura, y Hammersmith, con sus majestuosos árboles y sus lindas casas, empezó a borrase de nuestros ojos.

Mientras navegábamos no pude por menos de contrastar el cuadro de la recolección del heno que me había sido anunciado con el del pasado que estaba en mi memoria, apareciéndoseme especialmente la imagen de las mujeres dedicadas a ese trabajo. Vi una fila de pobres mujeres flacas, débiles, con los pechos secos, sin gracia en las formas ni en el rostro, vestidas con trajes remendados y míseros, cubiertas con horribles y deformados sombreros de largas alas; las vi manejando el rastrillo con movimientos forzados y mecánicos. ¡Cuántas y cuántas veces esta visión había amargado para mí los encantos de un día de junio! ¡Cuántas veces había yo experimentado deseos ardientes de ver los campos de heno poblados de hombres y de mujeres dignos de aquella fecundidad remuneradora de la naturaleza estival, con la riqueza de sus panoramas, con la delicia de sus sonidos y de sus aromas! ¡Y ahora, que el mundo era más viejo y más sabio, estaba a punto de ver fielmente realizadas mis esperanzas!
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