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William Morris

CAPÍTULO VIGÉSIMO
Otra vez en la Casa de los huéspedes de Hammersmith



Hablando y marchando en aquella balsámica tarde, llegamos al fin a Hammersmith, donde fuimos muy bien recibidos por nuestros amigos. Boffin, que llevaba un traje distinto, me dio la bienvenida con ceremoniosa cortesía; el tejedor quería que yo charlara repitiéndole cuanto el viejo Hammond me había dicho; pero una amonestación de Dick le contuvo, poniéndole alegre y risueño; Ana me estrechó la mano, y me dijo con tanta bondad que esperaba que yo hubiera pasado una jornada placentera, que sufrí una especie de angustia cuando nuestras manos se separaron. A decir verdad, me agradaba más que Clara, la cual parecía un poco reservada, en tanto que Ana era franca en extremo y sin el menor esfuerzo encontraba un placer sencillo en todos y en todo cuanto la rodeaba.

Aquella noche hubo una pequeña fiesta, un poco en honor mío y otro poco, lo supongo, aunque nadie dijo palabra, por la reunión de Clara y Ricardo. El vino era excelente, la sala estaba llena de olorosas flores, y después de la cena hubo música, siendo Ana, en mi entender, quien sobrepujó a todos en la dulzura del canto, en la limpieza de voz, en la expresión y en la interpretación musical, y por fin nos pusimos a contar cuentos sentados en círculo, sin otra luz que aquella luna estival que se proyectaba a través del lindo reticulado de las ventanas, como en aquellos lejanos tiempos en que los libros eran escasos y raro el arte de la lectura.

Y ciertamente aquí encaja hacer notar que aunque nuestros amigos hablaban con frecuencia de libros, como se ha observado, no eran grandes lectores, dado su refinamiento y el mucho tiempo de que disponían. Así, cuando Dick hablaba de un libro lo hacía como si hubiera realizado una tarea ardua; casi, casi, decía así:

¡Sí, sí, yo mismo lo he leído!

Aquella velada pasó demasiado rápidamente para mí, ya que por primera vez en mi vida había gozado durante toda una jornada con el encanto de todas las cosas vistas, sin pensamiento alguno molesto, sin el temor de una próxima ruina que antes me había invadido cuando contemplaba las bellas concepciones del arte antiguo, confundidas con las bellezas de la naturaleza presente, ambas obras de la tradición de largos siglos, que han inducido al hombre a producir arte. Allí había medio de gozar de todo, sin pensar íntimamente en el horrible trabajo y en la injusticia a que daba origen mi reposo, sin pensar en la ignorancia y en el estancamiento de tantas vidas que me daban el modo de realizar mis agudas apreciaciones históricas, sin pensar en la tiranía y en la lucha llena de temores donde estaba inspirada la novela, y era el temor del mañana, el pensar dónde despertaría. Pero fui a la cama, logré desechar toda inquietud sintiéndome feliz, y a los pocos minutos caí en un sueño sin sueños.
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