Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris El alba de la nueva vida - Capítulo decimoctavoOtra vez en la Casa de los huéspedes de Hammersmith - Capítulo vigésimoBiblioteca Virtual Antorcha

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William Morris

CAPÍTULO DECIMONONO
La vuelta a Hammersmith



Nada dije, porque no me sentía dispuesto a contestar a tan serio discurso con un vulgar cumplido, y me hubiera agradado seguir hablando con aquel viejo, que, por lo menos, comprendía en parte mi modo de considerar la vida, mientras que con los jóvenes, a pesar de su cortesía, me sentía verdaderamente como si hubiera caído de otro planeta. Me resigné y sonreí amistosamente a la joven pareja. Dick, devolviéndome la sonrisa, dijo:

- Bueno, Huésped, me alegro de veros, y estoy satisfecho porque ni vos ni mi abuelo habéis partido para otro mundo. Mientras escuchaba a las galesas, casi pensaba que íbais a evaporaros para nosotros, y me parecía ver a mi abuelo sentado en esta sala mirando al vacío y enterándose de que había hablado a las paredes.

Me sentí un poco turbado con su modo de hablar, porque inmediatamente se presentó ante mí la imagen de la sórdida lucha por la existencia, la asquerosa y miserable tragedia de la vida, que tan poco tiempo hacía había dejado detrás de mí, y tuve como una visión de todos los ardientes anhelos de paz y de reposo que habían sido mi sueño en lo pasado, en aquel pasado que me inspiraba tanta repugnancia al solo pensamiento de volver a él.

El viejo rió alegremente y dijo:

- No temas, Dick. No he hablado en el vacío, y te aseguro que tampoco he hablado sólo para nuestro amigo. ¿Quién sabe si he hablado para todo un pueblo? ¡Quizá! Tal vez nuestro huésped volverá algún día al lugar de donde procede, y llevando nuestro mensaje será útil a aquellas gentes y, por consecuencia, a nosotros.

Dick me pareció un tanto aturdido y después dijo:

- Bien, abuelo, no atino a comprender por completo lo que decís, pero, después de todo, el huésped no nos dejará porque, como veis, es un hombre que hace pensar en cosas desaparecidas. Después de lo que he hablado con él, creo que entenderé mejor a Dickens.

- Sí -añadió Clara-; y yo creo que en pocos meses lograremos rejuvenecerle. ¡Qué alegría tendré cuando vea su rostro limpio de arrugas! ¿No creéis que será más joven cuando lleve un mes entre nosotros?

El viejo meneó la cabeza, me miró intensamente, pero no respondió, y los tres permanecimos en silencio.

Después Clara dijo súbitamente:

- Abuelo, esto no me gusta. Cierto no sé qué me turba, y presiento que ha de ocurrir algo siniestro. Habéis hablado al huésped de todas las miserias del pasado, trasladándoos a los desdichados tiempos que fueron, y me parece que aún hay en el aire un recuerdo de ellos; se siente aquí como un ardiente deseo de alcanzar algo inaccesible.

El viejo, mirándola y sonriendo bondadosamente, replicó:

- Así es, hija mía; pero idos a vivir un poco en el presente y pronto se borrarán estas impresiones.

Después se volvió a mí y me dijo:

- ¿Recordáis, Huésped, algo parecido en el país de donde venís?

Los enamorados se habían separado de nosotros y hablaban entre sí sin cuidarse de nuestra presencia, y yo contesté al viejo, bajando la voz:

- Sí, lo recuerdo. Era yo un niño feliz en un fulgurante día de vacaciones y podía tener cuanto deseaba.

- Precisamente -añadió-. ¡Y pensar que hace poco me recordábais que vivía en la segunda infancia del mundo! ¡Oh!, encontraréis muy bello este mundo y os alegraréis de habitar en él ... por algún tiempo.

De nuevo me desagradó su poco velada amenaza, y ya comenzaba a turbarme pensando en cómo me encontraba entre aquellas extrañas gentes, cuando el viejo dijo alegremente y en alta voz:

- Ahora, hijos míos, conducid al huésped y tratadlo bien; asunto vuestro es borrar las arrugas de su rostro y devolver la paz a su corazón; ¡no es tan feliz como lo sois vosotros! ¡Adiós, Huésped! -y al decir esto me estrechó calurosamente la mano.

- ¡Adiós! -respondí-. Os agradezco cuanto me habéis dicho. Volveré a veros apenas me sea posible regresar a Londres. ¿Me lo permitiréis?

- ¡Oh, sí! ¡Volved ... si podéis!

- Eso no será posible en algún tiempo -respondió Dick con su alegre tono-, porque cuando hayamos despachado la recolección del heno en lo alto del río, estaremos en el campo entre esa recolección y la del trigo, para enseñar al huésped cómo viven nuestros amigos de la campiña del Norte. Después, terminada la recolección del trigo donde trabajaremos mucho, espero llevarle al Wiltshire para que se vigorice viviendo al aire libre, y creo que se volverá fuerte y resistente como el hierro.

- Yo también iré, ¿no es verdad, Dick? -preguntó Clara, poniéndole su bella mano en el hombro.

- ¡No faltaba más! -dijo Dick con ardor-. Y haremos que te acuestes todas las noches bien cansada. ¡Qué hermosa vas a estar, Clara, con la piel del cuello y de las manos bronceada y el cuerpo cubierto de vestidos blancos como la flor de la albeña! Entonces, querida, todas las huellas de disgusto se borrarán de tu mente. Quizá baste para ello con nuestra semana de siega.

La moza se ruborizó levemente, no de vergüenza, sino de placer, y el viejo dijo riendo:

- Huésped, veo que estaréis a vuestras anchas, porque no hay cuidado de que estos dos os molesten; tienen tanto que pensar en ellos, que estoy seguro de que os dejarán en completa libertad; y después de todo, me parece que éste es el mejor acto de benevolencia para con un huésped. ¡Oh! y no tengáis miedo de estorbar; precisamente lo que los dos pájaros de un nido necesitan es un amigo a quien dirigirse para mitigar los éxtasis del amor con la calma de la amistad. Además, Dick, y sobre todo Clara, desean hablar de vez en cuando, y, como sabéis, los enamorados no hablan más que cuando disputan, de ordinario balbucean. Adiós, Huésped, que seáis feliz.

Clara se acercó al viejo, le echó los brazos al cuello, le besó con toda su alma y le dijo:

- Sois un viejo muy querido y podéis chancearos de mí lo que os dé la gana. Pronto nos veremos. Estad seguro de que haremos feliz al huésped, aunque haya algo de verdad en lo que habéis dicho.

Yo le estreché de nuevo la mano, salimos de la sala, después de los soportales y en la calle encontramos a Gris que esperaba. Y estaba bien vigilado, porque un niño de seis años le tenía de las riendas y le miraba con mucha gravedad, y a su lado había una mocita de unos catorce años con una hermanita de tres en los brazos y más allá otro mozo de unos siete años. Todos estaban muy ocupados en comer cerezas y en acariciar y dar palmadas al caballo, que recibía agradecido las caricias.

Cuando llegó Dick, Gris enderezó las orejas y los pequeños dejaron el caballo para ir a hacer fiestas a Clara.

Montamos en el coche y en seguida emprendimos la marcha.

Gris trotaba lentamente bajo los bellos árboles de las calles de Londres, y el aire fresco de la tarde nos traía oleadas de gratos aromas. Nos vimos obligados a marchar despacio porque las calles estaban llenas de gentes que tomaban el fresco. Viendo tantas personas, tuve ocasión de observar su aspecto, y debo confesar que mi gusto, adecuado a las lobregueces del color gris y tostado del siglo XIX, más bien se inclinaba a vituperar que a alabar la vivacidad y esplendor de las tintas de los vestidos, y me arriesgué a manifestar a Clara esta impresión. Me pareció sorprendida más que indignada y me respondió:

- Bien, bien; ¿qué queréis decir? No puede decirse que estén haciendo algún trabajo sucio; han salido a divertirse en esta hermosa tarde y no hay nada que pueda manchar su ropa. ¡Qué idea! ¿No os parece hermoso el efecto general? Ved; de ningún modo es demasiado brillante.

Así era, en efecto, porque muchos tenían ropajes de vivos colores, pero serios, y la armonía de las tintas, perfectamente conservadas, resultaba bastante agradable.

- Tenéis razón -dije-. ¿Pero cómo puede cada uno procurarse esos trajes tan costosos? Mirad aquel hombre de mediana edad vestido de gris oscuro; por lo que veo desde aquí, su traje es de lana de tejido finísimo, cubierto de recamados de seda.

- También podría ponerse un traje viejo, si le agradara, dado que no temiera ser desagradable a los demás.

- Pero, perdonadme. ¿Cómo pueden tener semejantes trajes?

Apenas hube hablado caí en la cuenta de que había vuelto a mi antiguo error, viendo que Dick se encogía de hombros y reía. Nada dijo y me dejó entregado a la tierna piedad de Clara, que respondió:

- No sé qué contestaros. Es evidente que podemos vestir así, porque de otro modo no lo haríamos. A nadie se le obliga cuando hace trajes a que tenga sólo en cuenta la comodidad personal, pero no nos limitamos a esa comodidad. ¿Os parece que hay algún mal en ello? ¿Creéis acaso que pasamos hambre por vestir buena ropa, o que hacemos mal embelleciendo las cubiertas de nuestros hermosos cuerpos? La piel del gamo y de la nutria son bellas por el cuerpo que cubren. ¿Qué tenéis que decir?

Me incliné ante aquella tempestad y balbuceé algunas palabras. A decir verdad, no debí pensar que gente tan cultivadora de la arquitectura habría de despreciar el adorno de sí misma, tanto más cuanto que la forma del ropaje, abstracción hecha de los colores, era bella y razonable, porque cubría y adornaba a la persona sin ahogarla ni hacerla ridícula.

Clara se tranquilizó pronto, y mientras trotábamos hacia el bosque de que se habló antes, dijo a Dick:

- Oye, Dick: ahora que el abuelo ha visto a nuestro huésped con su extraño traje, creo que deberíamos proporcionarle algo más decente antes de emprender mañana nuestro viaje. En caso contrario, tendríamos que responder a las preguntas de todo género que se nos harían respecto de él y de su procedencia. Además -añadió sonriendo maliciosamente-, cuando se haya puesto un hermoso traje no andará tan ligero en criticar nuestra puerilidad y nuestra pérdida de tiempo en hacernos los unos agradables a los otros.

- Bueno, Clara, tienes razón. Tendrá cuanto tú. .., es decir, él necesite. Mañana antes de que se levante iré a buscar algo para él.
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