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William Morris

CAPÍTULO DECIMOCTAVO
El alba de la nueva vida



- Bien -dije-; ya acabaron vuestras penas; pero, ¿se encontró satisfecho el pueblo con el orden de cosas instaurado?

- ¿El pueblo? Ciertamente que todos, como los antiguos ricos, se alegraron de la paz cuando descubrieron lo que tenían que descubrir: que, después de todo, no se vivía tan mal. En cuanto a los que habían sido pobres, realizaron progresos aún durante la guerra, y su condición mejoró en los dos años que duró la lucha. La gran dificultad estaba en que los antiguos pobres tenían un concepto muy limitado de los placeres de la vida y no sabían pedir todavía todo cuanto podía dar el nuevo orden de cosas. La necesidad de rehacer la riqueza destruída durante la guerra obligó a los hombres a trabajar casi tanto como antes de la revolución, lo que acaso, más que un mal, fue un bien. Todos los historiadores están concordes en afirmar que jamás guerra alguna fue tan destructora de productos y de instrumentos para producir, como esta guerra civil.

- Me extraña este hecho -dije.

- ¿De veras? No veo por qué.

- Pues la cosa es clara, porque el partido del orden debía considerar la riqueza como cosa suya, de la cual ni una sola parte iría a parar en manos de los esclavos en caso de triunfo, y porque además los rebeldes peleaban por la posesión de esa riqueza, y yo hubiera creído que, sobre todo cuando peleaban con buen éxito, tendrían cuidado de destruir lo menos posible de aquello que iba a ser suyo.

- Sin embargo, ocurrió lo que os he dicho. Cuando el partido del orden se rehizo del espanto, o cuando vio claramente que, hiciera lo que quisiese, iba a la ruina, luchó con grande encono, cuidándose no más que de hacer todo el daño posible a los enemigos que habían destruído las dulzuras de su vida. En cuanto a los rebeldes, ya os he dicho que el desencadenamiento de esta guerra les hizo poco cuidadosos con las miserables riquezas que poseían, de las cuales en otros tiempos no habían llegado a ellos sino migajas. La consigna era: ¡húndase todo en el país excepto los hombres válidos, para no recaer en la esclavitud!

Calló, reflexionó un momento y después prosiguió:

- Cuando la lucha estuvo verdaderamente entablada, se notó cuán pocas cosas de algún valor había en el viejo mundo de la esclavitud y de la desigualdad. ¿Comprendéis lo que esto quiere decir? En la época en la cual pensáis, y que tan bien parecéis conocer, no había ni aun el impulso de la esperanza y se recorría el camino con la tarda andadura de una mula de noria, obligada a caminar sólo por el yugo y el látigo, y en la época de combate todo fue esperanza; los rebeldes se sintieron bastante fuertes para rehacer el mundo de sus cenizas. ¡Y lo hicieron! -exclamó el viejo con los ojos flameantes bajo los espesos párpados-. Sus adversarios aprendieron algo -¡y ya era tiempo!- de la realidad de la vida y de sus dolores, que ellos y su clase no conocían; en suma, los combatientes, el trabajador y el individuo de las clases poseedoras, los dos ....

- ¡Los dos -interrumpí vivamente- destruyeron el mercantilismo!

- ¡Sí, sí, sí; eso es! Y no habría podido ser destruído de otro modo, salvo, quizá, por la caída gradual de la sociedad entera en la barbarie, pero sin las esperanzas y sin los goces de este estado. Sin duda, el remedio más violento y más corto fue el mejor.

- Cierto -dije.

- Sí -continuó el viejo-; se hizo renacer al mundo, ¿y cómo habría logrado esto sin una tragedia? Además, pensad que el carácter de la época nueva, de nuestra época, debía la alegría de vivir en el mundo, el amor a esta epidermis del planeta en que vivimos, parecido al que siente el amante por el cuerpo hermoso de su amada; éste era, repito, el nuevo espíritu de los tiempos. Las demás tendencias, con excepción de ésta, estaban agotadas: el espíritu crítico que no conocía límites, y la indagación curiosa, y sin término, de la acción y del pensamiento humano, eran la preocupación de los antiguos griegos, que más bien tomaban esto como un medio que como un fin; ello desapareció sin dejar rastro en la llamada ciencia del siglo diecinueve, que -debéis saberlo-, en general, era un accesorio del sistema comercial, y con frecuencia una dependencia de la policía de ese sistema. A pesar de todas las apariencias, aquella ciencia era tímida y limitada porque no creía en sí misma. Era un producto y, al propio tiempo, un consuelo de la desgracia de aquellos tiempos en que tan amarga era hasta la vida de los ricos, de aquella infelicidad que el gran cambio había destruído. Más parecido a nuestro concepto de la vida era el espíritu de la Edad Media, porque entonces el cielo y una vida futura eran verdades tan evidentes para aquellos hombres que constituían parte de su vida en la tierra; tierra que amaban y embellecían por este mismo hecho, a pesar de las doctrinas ascéticas y de un credo formal que les ordenaban despreciar los bienes mundanos. Pero, cual otras, esta creencia en el cielo y en el infierno como moradas de su vida futura ha desaparecido, y hoy no tenemos más que una fe: los actos y las palabras, la fe en la no interrumpida conexión de la vida de los hombres, y añadimos, por decirlo así, cada día de esta vida general a la pequeña provisión de días dados a nuestra experiencia individual, y por ello somos felices. ¿Os maravilla esto? En los tiempos pasados, es cierto, se decía a los hombres que amasen al prójimo, que profesasen la religión de la humanidad, etc., etc. Mas reflexionad que por poca elevación de espíritu y exquisitez de sentimientos que hubiese tenido un hombre entregado a esta idea, el aspecto material de los individuos que formaban la masa a la que debía amar, bastaba para inspirarle repulsión, y sólo podía evitar este sentimiento concibiendo por abstracción una humanidad convencional, con pocas relaciones con el estado presente y pasado de la raza humana, que se aparecía a sus ojos dividida en dos categorías: mentirosos y ciegos tiranos en un lado, esclavos apáticos y groseros en otro. Pero, ¿qué dificultad hay hoy en profesar la religión de la humanidad, cuando los hombres y las mujeres que la componen son libres, felices, enérgicos, bellos casi siempre y rodeados de bellezas que ellos mismos crean? ¿Ahora que hasta la misma naturaleza humana mejora en vez de empeorar con el contacto de la humanidad? ¡He aquí lo que nos fue reservado para esta edad del mundo!

- Todo eso parece verdad -dije-, o mejor dicho, lo es, si lo que he visto con mis ojos es un cuadro de vuestro sistema de vida. ¿Podéis decirme algo de los progresos que siguieron a los días de lucha?

- Más fácil me sería contaros muchas cosas que a vos tener tiempo para escucharlas; pero os indicaré una de las principales dificultades que se presentaron. Cuando los hombres principiaron a tranquilizarse después de la guerra, y cuando el trabajo hubo tapado las brechas abiertas por la guerra en las riquezas, se produjo tal desilusión entre nosotros, que parecía que iban a realizarse las profecías de los reaccionarios de los tiempos pasados, y que un vulgar nivel de bienestar utilitario sería por el momento el término de nuestras aspiraciones y de nuestra victoria. Perdido el estímulo de la competencia, la producción necesaria para la comunidad no se había resentido de daño alguno, pero, ¿qué ocurría para que los hombres se hicieran indolentes? Sin embargo, este sombrío nublado no hizo más que amenazarnos y se disipó. Por lo que os he dicho, adivinaréis cuál fue el remedio de semejante desgracia, recordando que muchas de las cosas que se producían antes -géneros para esclavos e inutilidades para los ricos- fueron abolidas. El remedio fue, en resumen, la producción de lo que antes se llamaba arte, pero que hoy no tiene nombre entre nosotros porque ha llegado a ser una parte esencial del trabajo humano.

- ¿Cómo? ¿Acaso los hombres tenían tiempo y ocasión de cultivar las bellas artes en medio de la lucha desesperada por la vida y por la libertad que me habéis narrado?

- No debéis suponer que el arte nuevo surgiese del antiguo, aunque, por extraño que parezca, la guerra civil fue menos destructora de las cosas del arte que de las demás, y lo que existía de arte antiguo revivió maravillosamente durante la lucha, sobre todo en lo que respecta a música y poesía. El arte o trabajo placentero -como querráis llamarle- nació casi espontáneamente, por una especie de instinto en los hombres, que ya no estaban obligados a realizar desesperadamente un trabajo penoso y horrible, superior a sus fuerzas, instinto que les llevó a perfeccionar más y más los productos hasta hacerlos excelentes: al cabo de poco tiempo un deseo de belleza pareció despertarse en el espíritu de los hombres, que ornamentaron, diestra o groseramente, los objetos que fabricaban, trabajo que se fue perfeccionando y que creció. Esta corriente fue facilitada por la supresión de la suciedad en el trabajo, a la que nuestros antepasados se habían habituado, y por la vida en el campo, llena de delicias y no estúpida, que entonces comenzaba a extenderse, como ya os he dicho. Así comenzamos poco a poco a encontrar placer en nuestro trabajo, después adquirimos conciencia de ese placer y hoy le cultivamos. Entonces la partida estaba ganada y fuimos dichosos. ¡Que sea así por los siglos de los siglos!

El viejo se sumergió en una profunda meditación, con ligeras señales de melancolía pintadas en su rostro, y yo no quise turbarle. De allí a poco dijo:

- Bien, querido Huésped, Clara y Dick vuelven para conduciros y yo he acabado de hablar. Creo que no estáis descontento de mi cháchara. El día está tocando a su fin y daréis un buen paseo al volver a Hammersmith.
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