Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris Comida en la sala del mercado de Bloomsbury - Capítulo decimosextoEl alba de la nueva vida - Capítulo decimoctavoBiblioteca Virtual Antorcha

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William Morris

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Cómo se realizó el cambio



Al cabo, Dick rompió el silencio diciendo:

- Huésped, perdonad esta pereza después de la comida. Ahora decidnos qué os agradaría hacer. ¿Queréis que enganchemos a Gris y emprendamos al trote el regreso a Hammersimth? ¿Queréis que vayamos a oír cantar a unas galesas en una sala cercana? ¿Queréis venir conmigo a la City a ver unos edificios hermosos de veras? Pero más vale que vos lo elijáis.

- Yo soy extranjero -respondí-, y por ello os dejo a vosotros que digáis.

A decir verdad, yo no sentía en aquel momento necesidad de moverme. Además me parecía que aquel viejo, tan conocedor del pasado, fuese para mí como una costra que me hiciera sentir menos el frío de aquel mundo novísimo, de aquel mundo en que me encontraba, para decirlo así, desnudo de mi pensamiento habitual y de todas mis costumbres. Por esto, por aquella especie de simpatía inversa, no sentía necesidad de separarme de él. y él mismo vino en mi ayuda diciendo:

- Poco a poco, Dick. Hay aquí alguien que debe ser consultado antes que el Huésped, y ése soy yo; yo, que no quiero privarme de su grata compañía, tanto más cuanto que sé que ha de hacerme algunas preguntas. Idos vosotros a oír a las galesas, pero traednos antes otra botella a este rincón. A la vuelta conducirás a tu amigo hacia occidente; te ruego que no vuelvas muy pronto, ¿eh?

Dick se inclinó sonriendo y bien pronto estuvimos solos el viejo y yo en la gran sala.

Brillaba el sol y se reflejaba en el rosado vino de nuestros altos y bellos vasos.

Hammond dijo:

- ¿Hay alguna cosa en nuestro modo de vida que no os expliquéis después de lo que os he dicho y de lo que habéis oído?

- Para mí, lo más inexplicable es el paso a este sistema de vida.

- Se concibe. ¡Fue tan grande el cambio! Será difícil contaros toda la historia; acaso imposible: saber, descontento, tristeza, desaliento, ruina, miseria, desesperación, tales fueron las fases de sufrimiento por que atravesaron cuantos trabajaron en el cambio, cuantos sabían ver más lejos que los demás. Y al mismo tiempo está fuera de duda que la mayoría de los hombres asistían inconscientemente al desarrollo de los sucesos, que encontraban tan naturales como la salida y la puesta del sol.

- Decidme una cosa, si sabéis: el cambio, la revolución, como se la llamaba, ¿se produjo pacíficamente?

- ¿Pacíficamente? -repitió-. ¿Era posible la paz en aquella masa caótica de pobres desdichados del siglo diecinueve? Fue la guerra desde una punta a otra, guerra áspera hasta que surgió la paz y el bienestar.

- ¿Queréis decir la guerra con las armas, o las huelgas y lock outs (Cierre patronal de fábricas y talleres), con su séquito de hambre?

- Las dos cosas. La historia del terrible período de transición entre la esclavitud comercial y la libertad puede resumirse así: cuando surgió la esperanza de realizar para todos los hombres una condición de vida comunista, el poderío de la clase media, tirana de aquella sociedad, era tan enorme y tan aplastante que tal esperanza parecía un sueño aun a aquellos mismos que la habían concebido, casi diré que a pesar de su razón y de su sentido. Tanto, que algunos de los más clarividentes, llamados entonces socialistas, aunque estuviesen convencidos y declarasen abierta y públicamente que la única condición social razonable era el comunismo (tal cual le veis aquí), retrocedían en la tarea de predicar la realización de tan feliz ensueño. Mirando atrás podemos ver que la gran causa eficiente del cambio era una aspiración hacia la libertad y la igualdad, de la misma naturaleza, si os parece, que la irrazonada pasión del enamorado, una especie de náuseas que hacían aborrecer la vida solitaria y sin objetivo del hombre acomodado y educado de aquel tiempo. Todo esto, querido amigo, son hoy para nosotros frases sin sentido; de tal modo estamos lejos del horrible estado que significan. Aquellos hombres tan conscientes de este sentimiento no tenían, sin embargo, fe en él como medio de producir el cambio anhelado. Y no hay que extrañarse de ello, porque doquiera mirasen no veían sino una masa enorme de desdichados, harto opresos por el egoísmo de la miseria para concebir otra idea de ser liberados de la esclavitud en que vivían que la lejana esperanza de trepar desde la clase oprimida a la clase opresora. Por esto, aun sabiendo que la única aspiración posible de quienes quisieran mejorar el mundo se concretaba en una condición de igualdad general, en su impaciencia desesperada llegaban a convencerse de que si hubieran podido, no importa por qué medio, modificar el mecanismo de la producción, la administración de la propiedad, para que las clases inferiores (tal era la horrible frase) se sintieran aliviadas en su esclavitud, habría sido posible un mejoramiento gradual, en cuyo término estaba la igualdad práctica (la voz práctica era muy usada). En efecto, si los ricos se hubieran visto obligados a pagar mucho para mantener a los pobres en una condición humana, la riqueza individual habría dejado de ser una ventaja, desapareciendo entonces. ¿Me seguís?

- Algo -contesté.

- Bien; puesto que me entendéis, vais a ver que si todo esto era razonable en teoría, en la práctica era una equivocación.

- ¿Por qué?

- ¿Pero no lo veis? Porque eso implicaría la construcción de un mecanismo por los mismos que no sabrían para qué había de servir. A medida que las masas hubiesen seguido este método de mejoramiento, parte de ellas habrían logrado más abundantes raciones de esclavos, y si realmente no hubieran estado estimuladas esas clases por la pasión de la libertad y de la igualdad, ¿qué hubiese ocurrido? Yo creo esto: que una parte de la clase trabajadora habría mejorado su condición hasta avecinarla con la riqueza media, y debajo de esta clase se hubiera creado otra de míseros esclavos, con una esclavitud más dura y desesperada que la primitiva.

- ¿Y cómo se evitó eso?

- Indudablemente, por el instinto de libertad de que hemos hablado. Es verdad que la clase de los esclavos no podía concebir la felicidad de una vida libre y, sin embargo, llegó a comprender (rápidamente por cierto) que estando oprimida por los patronos podían pasarse sin ellos, aunque algunos de esos esclavos no supiesen cómo. Si no atisbaban la felicidad y la paz del hombre libre, por lo menos entreveían la guerra, y una vaga esperanza les decía que de ella saldría la paz.

- ¿Podréis decirme más concretamente lo que ocurrió? -pregunté, porque me pareció muy vago lo que decía.

- Sí, lo haré. El mecanismo social para uso de gentes que no sabían lo que querían, llamado socialismo de Estado, fue en parte adoptado, bien que fragmentariamente. Pero la cosa no fue sencilla, porque a cada paso se encontraba resistencia en los capitalistas, lo que era natural, pues se tendía a la desaparición del régimen comercial sin sustituirse con nada eficaz. De ahí resultó una confusión que fue en aumento, creciendo los sufrimientos de la clase obrera y el descontento general. Por mucho tiempo siguieron así las cosas. El poderío de las clases superiores disminuyó en la medida que decreció su facultad de usar arbitrariamente de su riqueza y no tuvieron como en el pasado el campo libre para su prepotencia, obteniendo los socialistas de Estado cierta justificación. Mas, por otra parte, las clases trabajadoras estaban mal organizadas y su pobreza crecía a pesar de las concesiones, reales y positivas a la larga, que habían arrancado a los patronos. De este modo, las cosas se contrabalanceaban, los patronos no podían reducir a sus esclavos a una completa sujeción, aun reprimiendo fácilmente sus débiles rebeliones parciales; los obreros arrancaban a sus patronos mejoras, reales o imaginarias, para su situación, pero no podían lograr la liberación. Al cabo sobrevino el estallido. Mas para que os expliquéis bien esto es preciso que comprendáis que se habían realizado grandes progresos entre los obreros, aunque hubiesen ganado poco en el sentido de la vida material, como he dicho.

- ¿Y en qué sentido podían realizar progresos sino en el de la vida material? -pregunté, en tono cándido.

- En el sentido de adquirir capacidad para instaurar un estado de cosas que sustentase a todos de una manera fácil. Tras un largo período de desastres y de errores habían aprendido a unirse. Los obreros tenían una organización completa para su lucha con los patronos, lucha que durante medio siglo fue considerada como una de las contingencias inevitables del sistema de trabajo y de producción. Esta unión revestía la forma de una federación de todos o de casi todos los que percibían un salario, y por ella pudieron los trabajadores hacer que los patronos mejorasen su condición. Aunque hubiesen tomado parte en las revueltas que se producían, sobre todo en los primeros tiempos de la organización, esto no constituía de un modo especial su táctica, y en la época de que hablo tenían tal fuerza que la simple amenaza de una huelga era bastante para obtener alguna concesión secundaria, porque se había abandonado el absurdo sistema de las antiguas sociedades de resistencia de hacer que se declarara en huelga una parte de los trabajadores de una industria, a quienes auxiliaban los que seguían en el trabajo. En esa época tenían una enorme reserva en dinero para sostener las huelgas y podían, si querían, parar por bastante tiempo toda una industria.

- ¿Pero no había peligro de que se cometieran abusos con ese dinero, de que se especulase con los fondos públicos?

- Todo eso ocurrió, y me avergüenzo de deciros que más que peligros hubo realidades, hasta el punto de que alguna que otra vez se quebrantó y bamboleó la organización. Mas en la época de que os hablo las cosas habían tomado un aspecto tan amenazador e inminente y, al menos para los obreros, la necesidad de acción en la tormenta que se acercaba precipitadamente era tan clara, que la situación despertó en las gentes capaces de razón una gravedad profunda y una resolución que desechaba cuanto tenía interés secundario. Para cualquiera que pensara, todo estaba preñado de un próximo cambio. Tal ambiente era desastroso para los traidores y para los egoístas, que, poco a poco, fueron eliminados, yendo a sumarse con el bando enemigo.

- Habladme de los mejoramientos -dije-. ¿En qué consistían? ¿De qué naturaleza eran?

- Algunos de ellos, los de importancia más práctica, referentes a la subsistencia de los hombres, fueron concedidos por los patronos, merced a los medios coercitivos adoptados por los obreros, siendo estas nuevas condiciones puras costumbres sin fuerza alguna de ley, pero una vez establecidas, los patronos no trataban de quitarlas por temor a la fuerza de las sociedades de resistencia. Otras fueron dadas por impulso del socialismo de Estado y pueden resumirse fácilmente las más importantes. A fines del siglo diecinueve se produjo un movimiento para obligar a los patronos a emplear a los obreros durante un menor número de horas de trabajo; movimiento que creció tanto y tan intensamente que los patronos hubieron de ceder. Mas, naturalmente, si no se aumentaba el precio de la hora de trabajo, este movimiento habría sido inútil y los patronos le hubieran rebajado de no encontrar la resistencia de los trabajadores. Así, después de una larga lucha, se dictó otra ley que fijaba un límite mínimo para el salarío en las industrias más importantes, a la que hubo que añadir otra fijando un precio máximo a los artículos considerados como necesarios para la vida del obrero.

- Pero eso era volver a la tasa de los pobres, de los antiguos romanos, y a la distribución de raciones al proletariado -dije, sonriendo.

- Muchos lo decían en aquella época -respondió lacónicamente el viejo-, y era cosa sabida que el socialismo de Estado conducía a ese pantano, y hubiera ocurrido eso de haber llegado ese socialismo a todo su desarrollo, pero no fue así. Sin embargo, el socialismo de Estado llegó aún más allá de esas cuestiones de mínimo y de máximo, que, dicho sea de pasada, hemos de declarar que eran necesarias. El Gobierno se vio obligado a responder al clamor de la clase patronal, que veía próxima la destrucción del comercio, destrucción tan deseable como la del cólera. Entonces hubo de adoptar una medida hostil a los patronos estableciendo talleres nacionales para la producción de géneros de primera necesidad y mercados para su venta. El conjunto de estas medidas produjo algún efecto, y eran, en fin de cuentas, algo así como las disposiciones del gobernador de una plaza sitiada. Naturalmente, la clase patronal, al dictarse estas medidas, creyó que se acercaba el fin del mundo. No era esto ciertamente un absurdo. La expansión de las teorías comunistas y el funcionamiento parcial del socialismo de Estado habían perturbado y casi paralizado el sistema comercial en el que el viejo mundo había vivido tan febrilmente; un sistema que había sido para unos cuantos fuente de placeres, y había proporcionado a los más una existencia miserable. Los malos tiempos se sucedieron en progresión creciente y fueron verdaderamente horribles para los esclavos del salario; el año mil novecientos cincuenta y dos fue uno de los peores de la época; los obreros sufrieron atrozmente, los talleres del Estado, parciales e insuficientes, fueron objeto de indignas especulaciones y decayeron, y una enorme parte de la población hubo de subsistir de la caridad pública. Los obreros asociados consideraron la situación con una mezcla de esperanza y de ansiedad. Habían ya formulado el conjunto de sus reivindicaciones, que renovaron por voto unánime de todas sus sociedades federadas, e insistieron para que se pusieran en ejecución. La medida consistía en poner los recursos naturales del país al mismo tiempo que las máquinas en manos de las organizaciones obreras, reduciendo a las clases capitalistas a la condición de pensionados, dependientes de la benevolencia de los obreros. Esta resolución, como se la llamaba, fue objeto de gran publicidad en los periódicos, y los patronos la recibieron como lo que era, como una declaración de guerra, comenzando a preparar la resistencia al comunismo feroz y estúpido de la época, según decían. Y como desde muchos respectos continuaban siendo todopoderosos o parecían serlo, confiaron aún en la fuerza bruta para recoger algo de lo que habían perdido, o quizá todo. Se decía que la gran falta de los gobiernos consistía en no haber resistido desde el principio, y los liberales y radicales (parte de las clases directoras cuyas tendencias eran más democráticas) eran censurados por haber conducido al mundo a aquel callejón sin salida con su inoportuna pedantería y su ridículo sentimentalismo, y un Gladstone o Gladstein (a juzgar por el nombre de origen escandinavo), notable hombre político del siglo diecinueve, era más particularmente objeto de esta reprobación. No tengo necesidad de indicaros cuán absurdo era todo esto. Pero una tragedia horrible se ocultaba detrás de los gestos y gruñidos del partido reaccionario. Ya es hora de reprimir la insaciable avidez de las clases bajas, hay que dar una lección al pueblo. Frases sacramentales, que corrían de boca en boca, y que eran más siniestras que nunca.

El viejo se detuvo un momento, mirando fijamente mi rostro atónito, y luego siguió:

- Ya sé, caro Huésped, que he pronunciado frases y palabras que entre nosotros comprenderían pocas personas sin largas y laboriosas explicaciones, que quizá no bastaran. Y puesto que no os habéis dormido y os hablo como a un ser de otro planeta, me atrevo a preguntaros si me habéis seguido.

- ¡Oh, sí! -respondí-. Os entiendo muy bien y os ruego que continuéis. La mayor parte de cuanto me habéis dicho era un hecho ordinario para nosotros cuando ... cuando ...

- Ya -dijo gravemente-: cuando habitabais en el otro planeta. Bien, hablemos ahora del estallido.

- Por un motivo relativamente poco importante, los directores de los obreros convocaron una reunión en la plaza de Trafalgar (sitio donde muchos años antes había habido choques con motivo del derecho de reunión). La guardia cívica de los burgueses (llamada Policía) atacó a la reunión con bastones herrados, según su costumbre, resultando muchos heridos en la contienda, y cinco murieron, o bien -pisoteados, o bien a causa de los golpes; la reunión fue disuelta y se encarceló a centenares de obreros. Lo mismo había ocurrido días antes en otra reunión celebrada en Manchester, lugar ya desaparecido. Así principiaba la lección. Todo el país entró en fermentación ante actos semejantes, y el pueblo se concertó para celebrar una gran reunión de protesta contra la autoridad. Congregóse una enorme multitud en la plaza de Trafalgar y en las calles inmediatas (ya sabéis que entonces todo aquello estaba muy poblado), multitud demasiado grande para que la Policía pudiese luchar con ella. Hubo, en efecto, choque; tres o cuatro hombres del pueblo cayeron muertos, muriendo hasta doce polizontes y salvándose los demás como pudieron. Aquello era una señal de triunfo para el pueblo. Al día siguiente Londres (recordad cómo era en aquella época) cayó en un estado de extrema agitación, y muchos ricos huyeron al campo. El Gobierno concentró las tropas, pero no se atrevió a utilizarIas, y la Policía no podía ir a parte alguna sin suscitar tumultos o amenazas de tumulto. Pero en Manchester, ya por no ser las gentes tan valerosas como en Londres, bien por estar menos exasperadas, algunos agitadores populares fueron presos. En Londres se creó un consejo de directores del movimiento obrero reunido por la Federación Colectivista, tomando el antiguo nombre revolucionario de Comité de Salud Pública, pero como no disponía de un cuerpo de hombres armados y disciplinados, no tomó medida alguna agresiva y se limitó a fijar en los muros proclamas dirigidas a los obreros, exhortándolos a no dejarse avasallar. Además convocaba una nueva reunión en la plaza de Trafalgar para quince días después de la escaramuza. En tanto, la ciudad no se tranquilizaba y los negocios habían cesado. Los periódicos, que entonces, como en lo pasado, estaban casi por entero en manos de los patronos, pedían a gritos medidas represivas; los ciudadanos ricos se afiliaron en un cuerpo de Policía suplementario y fueron armados con bastones. Los más de ellos eran jóvenes vigorosos y fuertes, que ardían en deseos de combatir, mas el Gobierno no se atrevía a utilizarlos y se contentaba con lograr plenos poderes del Parlamento para ahogar toda rebelión y para concentrar en Londres cuantas tropas pudiera. Así transcurrió la semana siguiente a la reunión, y otra casi tan numerosa se celebró al siguiente domingo, que se deslizó tranquilamente y sin oposición alguna, por lo que el pueblo cantó de nuevo victoria. Pero el lunes siguiente el pueblo recordó que tenía hambre. En los días anteriores, grupos de hombres habían desfilado por las calles pidiendo (o exigiendo, si queréis) dinero para comprar alimentos, dinero que los ricos daban por temor y también por compasión. Las autoridades de las Parroquias (no tengo tiempo de explicaros el significado de esta voz) dieron de buen o de mal grado las provisiones que pudieron a los vagabundos, y el Gobierno, por medio de las escuálidas factorías nacionales, alimentó asimismo a un número considerable de hambrientos. Además, varios almacenes de provisiones y panaderías fueron vaciados casi sin resistencia. Hasta allí todo iba bien. Pero el lunes, el Comité de Salud Pública, temiendo un saqueo general desordenado, y alentado por las vacilaciones del Gobierno, envió una delegación provista de carruajes y de otros elementos para desocupar los almacenes de comestibles del centro de la ciudad, dejando en garantía volantes en que se prometía pagar; y en aquella parte de la ciudad donde los obreros eran más fuertes ocuparon las panaderías e hicieron que en ellas algunos hombres trabajasen para el pueblo, y todo ello casi sin oposición, asistiendo la Policía al saqueo de los almacenes para poner orden, como si se hubiera tratado de un incendio. Este último hecho inquietó de tal manera a los reaccionarios que resolvieron obligar al Gobierno a obrar. Al día siguiente alentaron el furor de las gentes aterradas, amenazaron al pueblo, al Gobierno y a todo el mundo si no se restablecía inmediatamente el orden. Una delegación de gente del alto comercio se presentó al Gobierno diciéndo que si no prendía inmediatamente al Comité de Salud Pública, ellos mismos reclutarían un cuerpo de hombres armados para caer sobre aquellos incendiarios. Acompañados de los directores de periódicos importantes celebraron una entrevista con los jefes del Gobierno y con dos o tres de los militares más insignes de la nación. La delegación salió de esta entrevista -según declaración de un testigo ocular- sonriente y satisfecha, sin hablar una palabra del ejército antipopular que antes pensaba crear. Después del mediodía, los miembros de la delegación y sus familias se ausentaron de Londres, trasladándose al campo. A la siguiente mañana el Gobierno proclamó el estado de sitio en Londres, cosa frecuente en otros países del Continente, pero desconocida en Inglaterra en aquella época. El general más joven y más hábil, que había ganado su reputación en las frecuentes y espantosas guerras que entonces se sostenían, fue nombrado comandante general del distrito puesto en estado de sitio. Los periódicos deliraron de alegría y se vio en la primera fila de los reaccionarios más ardientes a hombres que en los tiempos ordinarios habían ocultado sus opiniones a cuantos les rodeaban y que ahora preveían el aplastamiento definitivo de los socialistas y aun de las tendencias democráticas que, en su sentir, habían sido tratadas con demasiada indulgencia en los últimos sesenta años. El general capaz no adoptó aparentemente medida alguna, y como sólo le censurasen unos cuantos periódicos de escasa importancia, los hombres reflexivos supusieron que se tramaba algo. En cuanto al Comité de Salud PÚblica, cualquiera que fuese la idea que sus miembros tuviesen de la situación, había ido muy lejos para retroceder, y aun algunos imaginaban que el Gobierno seguiría inactivo. Continuaba, pues, organizando tranquilamente la distribución de víveres, que venían a ser una gota de agua en el mar; y, en respuesta al estado de sitio, armó cuantos hombres pudo en los barrios donde tenía fuerza, pero sin intentar disciplinarlos ni organizarlos, pensando acaso que no habría oportunidad de hacer de ellos diestros soldados hasta que se lograra algo de reposo. El general capaz, sus soldados y la Policía parecían no parar mientes en todo esto, y durante el resto de la semana hubo completa tranquilidad en Londres, bien que hubiese desórdenes en bastantes provincias, reprimidos sin gran dificultad por las autoridades. Los más graves trastornos ocurrieron en Glasgow y en Bristol. Llegó el domingo señalado para la reunión y grandes multitudes se trasladaron a la plaza de Trafalgar, formando manifestaciones, en medio de las cuales iban los miembros del Comité y las bandas de hombres armados de cualquier manera. Las calles estaban pacíficas y tranquilas, aunque en ellas se agolpaban los curiosos para presenciar el paso de las manifestaciones. En la plaza de Trafalgar no había ningún cuerpo de Policía, y el pueblo se instaló tranquilamente, comenzando la reunión. Los hombres armados rodearon en parte la tribuna principal, distribuyéndose otros entre la muchedumbre, cuya inmensísima mayoría carecía de armas. Muchos creían que todo pasaría pacíficamente, pero los miembros del Comité tenían noticia de que se intentaría algo, aunque como las noticias eran rumores vagos no sabían qué podría ser ello. Pronto lo supieron. En efecto, antes de que las calles que desembocaban en la plaza se llenaran de gente, un cuerpo de soldados invadió el ángulo noroeste y tomó posiciones a lo largo de las casas que estaban en el lado oeste de la plaza. Un murmullo acogió los rojos uniformes, y los hombres armados permanecieron indecisos, pues la invasión de los soldados había apretado aún más a la multitud y no había medio de abrirse camino a través de ella, y además se carecía de organización. Apenas se hubieron dado cuenta de la invasión de estos soldados cuando desembocó una nueva columna, tomando posiciones en el lado meridional cerca del Parlamento, que hoy es mercado de abonos. Entonces pudo observarse la maniobra, y se vio que se había caído en una trampa y que no podía esperarse más que los acontecimientos. La multitud, estrechamente apretada, no podía moverse y llegó al paroxismo del terror. Unos cuantos de los hombres armados lograron abrirse camino, y otros se encaramaron en el pedestal del monumento que allí había entonces, pudiendo así hacer frente a los dos muros de fuego que rodeaban al pueblo. Los hombres y las mujeres (que había muchas) allí presentes creyeron que se acercaba el fin del mundo; tan distinto les parecía aquel día del anterior. Tan pronto como los soldados estuvieron formados en batalla -según dice un testigo ocular-, un oficial, cubierto de oro y montado en un caballo caracoleante, se adelantó hasta las multitudes en el extremo sur, sacó un pliego de papel y leyó algo que muy pocos oyeron, aunque supimos que era una orden de retirarnos a la primera intimación, pues de no hacerlo se dispararía sobre nosotros. La multitud tomó aquello como una provocación y lanzó un rugido amenazador, y hubo un momento de relativo silencio hasta que el oficial entró en filas. Yo me encontraba -dice el testigo citado- cerca de los límites de la multitud y no lejos de los soldados, y vi tres pequeñas máquinas situadas delante de las filas, en las que reconocí los cañones mecánicos, y grité con toda mi alma: ¡A tierra todo el mundo, que van a disparar! Pero tan estrecha estaba la multitud que nadie pudo hacerlo. Oí una orden terminante y pensé en dónde estaría cuando pasara un minuto, y después ... después me pareció que se abría la tierra y que el infierno mismo, saliendo de sus entrañas, venía sobre nosotros. Es imposible describir aquella escena. En la multitud se habían abierto surcos profundos, los muertos y los moribundos cubrían el suelo, los gemidos, los gritos de dolor y de horror llenaban el aire.. Parecía que no hubiese en el mundo más que muerte y sangre. Aquellos de los hombres armados que aún tenían vida gritaban salvajemente y disparaban sin orden sobre los soldados, algunos de los cuales cayeron, y vi a los oficiales recorriendo las filas para incitar a la tropa a contestar; pero los soldados acogieron las órdenes en silencio y mostraron las culatas de sus fusiles. Solamente un sargento corrió hacia un cañón, pero un joven oficial, de alta estatura le cogió por el cuello haciéndole volver a las filas. Los soldados permanecieron inmóviles, en tanto que la muchedumbre, casi enteramente desarmada, pues los hombres que lo estaban habían caído, corría fuera de la plaza. Me han contado después que en el frente oeste ocurrió lo mismo, disparando también los soldados y produciendo estragos tremendos. Cómo me encontré fuera de la plaza, no lo sé; caminaba sintiendo que me faltaba el suelo y ¡lleno de rabia, de terror y de desesperación! Esto dice un testigo ocular -añadió el viejo-. El número de los asesinados del pueblo en esta matanza de un minuto fue enorme, y aunque no es fácil saberlo, se calcula en dos mil. Los soldados tuvieron seis muertos y doce heridos.

Yo escuchaba temblando de emoción. Los ojos del viejo brillaban, y su rostro se coloreaba cuando relataba lo que yo había a menudo pensado que habría de ocurrir. Me extrañó, con todo, que se excitara tanto, y dije:

- ¡Eso es espantoso! Supongo que aquella matanza acabaría entonces con la revolución.

- ¡No, no! -gritó Hammond-. Aquello fue el comienzo.

Llenó mi vaso y el suyo y se levantó exclamando:

- ¡Bebamos a la memoria de los que allí murieron, porque sería largo de contar lo mucho que les debemos!

Bebimos, se sentó de nuevo y prosiguió:

- El asesinato de la plaza de Trafalgar comenzó la guerra civil, que en sus comienzos y como todos los movimientos históricos análogos fue lenta, no comprendiendo las gentes cuán honda era la crisis en que tomaban parte. Por horrible que fuera la matanza, por grande y abrumador que fuese el primer espanto, el pueblo reflexionó y más se dejó dominar de la cólera que del terror, a pesar de la organización militar y del estado de sitio, que el joven y capaz general aplicaba sin restricciones. Además, si las clases directoras temblaron de horror y de espanto cuando la noticia de lo ocurrido se supo, el gobierno y sus mantenedores y partidarios pensaron que no había más remedio que llegar hasta el fin. Por otra parte, los periódicos capitalistas, aún los más reaccionarios, con solas dos excepciones, espantados también, se limitaron a dar cuenta de lo ocurrido, sin añadir ningún comentario. Una de estas excepciones fue un diario llamado liberal (ese era el color del gobierno): después de un preámbulo declarando su inalterable simpatía por la causa del trabajo, indicaba la conveniencia de que en las épocas de tumultos revolucionarios los gobiernos fuesen justos y severos, y que, sin duda alguna, el mejor medio de mostrarse misericordioso con los pobres insensatos que atacan los fundamentos de la sociedad (de la sociedad que los había hecho insensatos y pobres) era fusilarlos, para impedir que otros los imitasen y fuesen también fusilados. En suma, alababan la conducta enérgica del gobierno, considerándola como el colmo de la prudencia y de la piedad, regocijándose por la inauguración de una era de democracia racional, libre de las manías tiránicas del socialismo. La otra excepción era un periódico que pasaba, y con razón, por uno de los más violentos adversarios de la democracia. Su director, lleno de coraje, habló en su nombre y no en nombre del periódico. En pocas palabras, sencillas y preñadas de indignación, preguntó qué valía una sociedad que había de defenderse asesinando a ciudadanos inermes, y conjuraba al gobierno a levantar el estado de sitio y a someter a un proceso por asesinato al general y a los oficiales que habían hecho fuego sobre el pueblo. Fue más allá, declarando que cualquiera que fuese su opinión respecto de las doctrinas socialistas, él, por su parte, hacía suya la causa del pueblo hasta que el gobierno hubiese expiado su atrocidad mostrando que estaba dispuesto a escuchar las reclamaciones de hombres que sabían lo que querían, y a quienes una sociedad decrépita obligaba a avanzar no importa por qué medio. Naturalmente, este director fue preso por la autoridad militar; pero su valeroso artículo era del dominio público, y produjo grandioso efecto, tan grande que el gobierno, después de algunas vacilaciones, levantó el estado de sitio, aunque reforzando la organización militar y haciéndola más rigurosa. Tres miembros del Comité de Salud Pública habían sido muertos en la plaza de Trafalgar, y todos los demás volvieron al antiguo sitio de reunión, esperando con calma los acontecimientos. El lunes por la mañana se les prendió y hubiesen sido fusilados por el general, que era una máquina militar, si el gobierno no hubiera retrocedido ante la responsabilidad de matar a unos hombres sin haberlos juzgado. Se discutió si debería de juzgarlos un tribunal especial, lo que equivalía a condenarlos, pero el gobierno tan pronto ardía en cólera, como se helaba de temor, y los presos fueron sometidos al procedimiento ordinario. Aquí recibió el gobierno otro golpe serio, porque a pesar del resumen del juez, que invitaba sin preámbulos al jurado a declarar culpables a los presos, el jurado los declaró inculpables y añadió a su veredicto una denuncia espontánea condenando el acto de la soldadesca por inconsiderado, desgraciado e innecesario. según la extraña fraseología de aquel tiempo. El Comité se constituyó de nuevo y desde entonces fue para el pueblo un punto de apoyo contra el Parlamento. El gobierno, atacado por todas partes, fingió consentir en las reclamaciones del pueblo, en tanto que entre los jefes de los partidos adversarios en las batallas del Parlamento se organizaba un complot para llevar a cabo un golpe de Estado. La parte pacífica del público se regocijó, creyendo que había pasado el peligro de una guerra civil. La victoria del pueblo fue celebrada con imponentes reuniones en los parques y en otros sitios, en recuerdo de las víctimas de la gran matanza. Pero las medidas adoptadas en favor de los trabajadores, aunque estimadas por las clases superiores como ruinosamente revolucionarias, no eran bastante radicales para alimentar al pueblo y darle unas condiciones de vida decorosas, y hubo que ampliarlas con decretos no escritos y que no se apoyaban por tanto en la ley. Aunque el gobierno y el Parlamento tenían los tribunales, el ejército y la sociedad detrás de ellos, el Comité de Salud Pública llegó a ser una fuerza real en el país y representó a las clases trabajadoras. Desde la liberación de sus miembros realizó grandes progresos. Los antiguos miembros de él tenían una muy mediocre capacidad administrativa, aunque, con excepción de un insignificante número de traidores y egoístas, eran hombres honrados, valerosos y dotados algunos de notable talento. Pero los tiempos reclamaban una acción inmediata y los hombres capaces de dirigirla se presentaron, al propio tiempo que el país se cubría con una red de asociaciones de trabajadores cuyo único objeto era encauzar la comunidad hacia el comunismo, y como de hecho asumieron la dirección de la guerra del trabajo, fueron bien pronto el intermediario y el portavoz de las clases trabajadoras, encontrándose los explotadores de la industria impotentes ante esta combinación; y a menos que su Comité, es decir, el Parlamento, no quisiera tener el valor de comenzar de nuevo la guerra civil fusilando a derecha e izquierda, se verían obligados a pagar salarios cada vez más elevados por jornadas cada vez más cortas. Además tenían un aliado, que era la inminente subversión de todo el sistema basado en el mercado universal y en su aprovisionamiento, lo que parecía tan evidente a todos, que las mismas clases medias, que habían censurado al gobierno por las grandes matanzas, se volvieron contra él casi en masa, conjurándole a velar y poner término a la tiranía de los jefes socialistas. Alentado de esta manera, el complot reaccionario estalló, probablemente, antes de estar maduro; pero esta vez el pueblo y sus directores estaban sobre aviso, y antes de que los reaccionarios se moviesen, adoptaron cuantas medidas juzgaron necesarias. El gobierno liberal (evidentemente previo convenio) fue derrotado por los conservadores, aunque éstos constituían una débil minoría. Los representantes del pueblo en la Cámara comprendieron lo que esto quería decir, y después de haber combatido hasta el último extremo, protestaron y abandonaron la Cámara de los Comunes, yendo en masa al Comité de Salud Pública; entonces fue cuando comenzó más enconada la guerra civil. Sin embargo, el primer acto no fue precisamente un combate. El nuevo gobierno tory, resuelto a obrar, no se atrevió a proclamar otra vez el estado de sitio y mandó un cuerpo de soldados y de policías para que prendiera en masa al Comité de Salud Pública. Sus miembros no resistieron lo más mínimo, aunque les hubiera sido fácil, pues contaban con un cuerpo organizado de hombres resueltos a todo. Pero estaban decididos a ensayar desde luego un arma que les parecía más formidable que la batalla en las calles. Los miembros del Comité fueron tranquilamente a la cárcel, si bien dejando fuera su alma y la organización. En efecto, no dependían de un centro minuciosamente organizado con toda clase de frenos y de contrafrenos, sino de una masa inmensa de gentes que simpatizaban en absoluto con el movimiento, gentes unidas en pequeños centros, con instrucciones sencillas. Estas instrucciones fueron ejecutadas. A la mañana siguiente, cuando los jefes de la reacción se regocijaban pensando en el efecto que produciría el relato del golpe en los periódicos, no se publicó periódico alguno, y sólo al medio día aparecieron unas cuantas hojas volantes, de igual tamaño y estructura que las antiguas gacetas del siglo XVII, hojas compuestas por polizontes, soldados, administradores y escritores, que cayeron gota a gota en las calles. Se las tomaba y leía con avidez, pero en aquellos momentos la parte más interesante de su información era ya sabida, pues nadie ignoraba que había comenzado la huelga general. La locomotora no corría por los rieles, el telégrafo no funcionaba; la carne, el pescado y las legumbres, traídas al mercado, en él estaban bien embaladas y pudriéndose en los fardos. Los millares de familias de la clase media, cuya alimentación dependía del trabajo diario del obrero, hicieron esfuerzos sobrehumanos por medio de sus miembros más enérgicos, para cubrir las necesidades del día, y los que lograron comer miraron con menos espanto el porvenir y aún experimentaron cierta satisfacción por haberse bastado a sí mismos y a los suyos; verdadero presagio de los tiempos en que todo trabajo había de ser agradable. Así transcurrió el primer día, y por la tarde el gobierno estaba desorientado. No tenía más que un recurso para concluir con todo movimiento popular: la fuerza bruta, pero no había nadie contra quien utilizar el ejército y la policía; ningún grupo en armas se presentaba por las calles, y las oficinas de la Federación de Trabajadores se habían transformado (al menos en la apariencia) en centros de distribución de socorros a los obreros ociosos. Nadie se atrevió a prender a los hombres ocupados en semejante tarea, tanto menos cuanto que aquella misma tarde muchas personas muy respetables acudieron en busca de socorro a esas oficinas, debiendo su cena a la caridad de los revolucionarios. El gobierno reunió los soldados acá y allá, no moviéndose aquella noche, con la certeza de que al día siguiente algún manifiesto de los rebeldes, como ya se los llamaba, vendría a darle la ocasión de adoptar alguna línea de conducta. Pero se equivocó. Los periódicos diarios abandonaron la lucha al otro día y sólo uno violentamente reaccionario, llamado Daily Telegraph, intentó publicarse, echando en cara a los rebeldes, con frases escogidas, su locura y su ingratitud al desgarrar el seno de la madre común, de la nación inglesa, en provecho de unos cuantos agitadores bien pagados por los imbéciles a quienes engañaban. Por otra parte, los periódicos socialistas (se publicaban tres en Londres, representando tres diferentes escuelas) aparecieron hermosamente impresos en bellos caracteres y rebosando en originales todas sus columnas. Fueron ávidamente comprados por el público, que, al igual del gobierno, esperaba encontrar en ellos el dichoso manifiesto. Pero no encontraron ni siquiera una palabra referente a la gran cuestión. Parecía que sus directores hubiesen rebuscado en carpetas y cajones artículos que cuarenta años antes hubieran encajado en el epígrafe Propaganda doctrinal. La mayor parte de los artículos eran luminosas y admirables exposiciones de las doctrinas y métodos del socialismo, escritas en estilo sereno, sin asomos de cólera, ni de despecho, ni de acrimonía, y causaron en el público una frescura primaveral en medio de la fatiga y del terror de aquellos días. Aunque a los perspicaces no se les ocultó que esta maniobra no era sino un desafío y un indicio de hostilidad invencible hacia los jefes de la sociedad contemporánea, los artículos produjeron un efecto educativo, Además, otra educación de distinto género accionaba irremisiblemente sobre el público y probablemente esclarecía los entendimientos. Los miembros del gobierno estaban aterrados por este acto de boycott respecto de él (palabra que en la jerga de la época expresaba esta especie de abstenciones). Las recolecciones eran incoherentes y disparatadas en grado sumo: tan pronto pensaban en ceder hasta maquinar otro complot, como en prender en masa a todos los Comités obreros, como en ordenar al joven y capaz general que buscase un pretexto para una nueva matanza. Pero cuando recordaban que los soldados en la batalla de la plaza de Trafalgar se habían desmoralizado con la carnicería que hicieron, hasta el punto de negarse a disparar por segunda vez, les faltaba el horrendo valor de ordenar un nuevo asesinato. Al mismo tiempo los prisioneros, conducidos por segunda vez al tribunal entre fortísima escolta de soldados, fueron aplazados para juicio a otra audiencia. La huelga continuó durante aquel día. Los Comités de trabajadores se extendieron y socorrieron a muchísima gente, porque habían organizado la producción de considerables cantidades de alimentos por medio de los hombres de que disponían. y gentes bien acomodadas se habían visto precisadas a pedirles socorros. Otro hecho curioso se produjo: jóvenes de las clases superiores se organizaron en banda armada y fueron tranquilamente a merodear por las calles. cogiendo cuantos comestibles y bebidas encontraron en las tiendas que asaltaban. Esta correría la realizaron en la calle Oxford. gran calle llena entonces de tiendas de toda clase. El gobierno, que en aquel momento experimentaba un acceso de debilidad. creyó que aquella era una excelente ocasión de mostrar su imparcialidad en el sostenimiento del orden, y mandó prender a aquellos jóvenes y ricos hambrientos; pero éstos, con una valerosa resistencia, desbandaron a la policía y todos lograron escapar, salvo tres de ellos. El gobierno no alcanzó la reputación de imparcial que esperaba lograr con aquel acto, porque olvidó que no aparecían los periódicos; así, el relato de la escaramuza se extendió mucho, pero en forma que la desfiguraba por completo, pues se la presentó como una tentativa de gentes hambrientas que venían del Este, y todos encontraron muy natural que el gobierno hubiera intervenido. Aquella noche los prisioneros rebeldes fueron visitados en sus celdas por personas muy amables y simpáticas que les hicieron observar que el camino por ellos emprendido conducía al suicidio, y que los medios extremos perjudicaban a la causa del pueblo. Uno de los presos contaba: Fue una verdadera alegría para nosotros, cuando salimos de la prisión. al recordar las respuestas que dimos a los enviados del gobierno. que vinieron a visitarnos separadamente, a los individuos refinados e inteligentes que trajeron la consigna de lisonjearnos con la más insinuante blandura. Uno rió, otro contó al enviado las más extravagantes historias, el tercero guardó un impenetrable silencio, el cuarto envió enhoramala al alto espía, intimándole a guardar silencio ..., y todo esto fue lo que pudo obtener de nosotros el gobierno. Así transcurrió el segundo día de la huelga general. Era evidente, para cuantos sabían reflexionar, que al tercer día sería la crisis, porque la incertidumbre y el mal disimulado terror eran insoportables. Las masas directoras y las masas medias no políticas que habían sido siempre su sostén, se encontraron como rebaño sin pastor; literalmente no sabían qué hacer. Una sola cosa pensaban que podía hacerse: forzar a los rebeldes a intentar algo. Así, al día siguiente, tercero de la huelga, cuando los miembros del Comité de Salud Pública fueron llevados delante del juez, se vieron tratados con tanta cortesía, que más que acusados parecían enviados o embajadores. En suma, el juez había recibido órdenes y sin más trámites que un breve y estúpido discurso, que parecía escrito irónicamente por Dickens, puso en libertad a los presos, que se trasladaron al local donde se reunían, y celebraron sesión acto seguido. Ya era tiempo, porque en este tercer día la masa había entrado verdaderamente en formación. Había, naturalmente, trabajadores que carecían de organización y hombres que estaban habituados a marchar como sus amos les ordenaban o más bien como les empujaba la organización de la que sus amos eran una parte. Sin embargo, este sistema se hundía, y destruída la presión del amo, parecía que estos pobres no tenían otro estímulo que las simples necesidades e instintos animales, siendo la consecuencia de todo un retroceso. Acaso hubiera ocurrido esto si, en primer lugar, la levadura socialista no hubiese penetrado profundamente en las masas, y después sin el contacto con los verdaderos socialistas, muchos de los cuales, la mayor parte, eran miembros de las organizaciones obreras. Si algo parecido hubiese ocurrido años antes, cuando se consideraba a los patronos como los jefes naturales del pueblo, y aun el hombre más pobre y más ignorante descansaba en ellos como en un apoyo, para ser despojado, la disolución de la sociedad habría sido inminente. Pero la larga serie de años, durante los cuales los obreros habían aprendido a pasarse sin amos y a despreciarlos, abolió su confianza en ellos, y empezaban a fiarse (no sin peligro, como ciertos sucesos probaron) de los directores extralegales que la situación había creado, y aunque la mayor parte de éstos fuesen figuras decorativas, su nombre y su reputación fueron útiles en esta época de crisis como poderes moderadores. La noticia de la liberación del Comité dio al gobierno algún respiro, porque fue acogida con alegría por los trabajadores, y también por las gentes acomodadas, que vieron un dique para la ruina que temían y que atribuían en su mayor parte al miedo del gobierno, en lo cual, y mirándoselo al presente, quizá no andaban equivocados.

- ¿Qué queréis decir? -pregunté-. ¿Qué podía hacer el gobierno? Con frecuencia he pensado que ante semejante crisis todo gobierno sería impotente.

El viejo Hammond respondió:

- Naturalmente, yo no dudo de que a la larga las cosas habrían tomado el mismo carácter; pero si el gobierno hubiese movido a su ejército cual un verdadero ejército, estratégicamente, como habría hecho un general, considerando al pueblo como un enemigo declarado al que se podía atacar y dispersar donde se le encontrara, probablemente habría alcanzado la victoria por el momento.

- ¿Pero hubiesen marchado los soldados contra el pueblo en tales condiciones?

- Por lo que he oído, creo que lo habrían hecho si hubiesen encontrado frente a ellos hombres armados, por poco y mal organizados que estuviesen. Antes de la matanza de la plaza de Trafalgar podía contarse, según todas las apariencias, con que los soldados colectivamente dispararían sobre la multitud inerme, aunque muchos estuviesen ya imbuídos en las ideas socialistas. La razón era que temían el uso, por los hombres desarmados, de un poderoso explosivo llamado dinamita, del que los obreros hablaban mucho la víspera de los sucesos, aunque se vio que era un inocente ardid de guerra. Naturalmente, los oficiales del ejército avivaron este temor cuanto les fue posible, de suerte que los soldados creían que aquel día se les llevaba a un desesperado combate contra hombres que, en realidad, estaban armados con armas tanto más temibles cuanto que estaban ocultas. Pero después de la matanza, siempre fue dudoso que las tropas regulares dispararan sobre las turbas desarmadas o semi-armadas.

- ¿Las tropas regulares? -pregunté-. ¿Luego había otros combatientes contra el pueblo?

- Sí. Vamos a llegar ahí en seguida.

- Perfectamente. Vale más que continuéis vuestra historia sin interrupción, porque el tiempo pasa.

Hammond prosiguió:

- El gobierno no perdió el tiempo y parlamentó con el Comité de Salud Pública, porque en realidad no podía hacer otra cosa más que conjurar el peligro presente. Envió un embajador debidamente acreditado a tratar con aquellos hombres que habían conquistado una especie de soberanía sobre el espíritu del pueblo, en tanto que el gobierno sólo era soberano de los cuerpos. Es inútil entrar en los detalles del armisticio (porque hubo armisticio) pactado entre las altas partes contratantes; el gobierno del Imperio de la Gran Bretaña y un puñado de braceros (como despreciativamente se les llamaba), entre los cuales había algunos hombres muy capaces y muy rectos, bien que, como he dicho, los más hábiles no fueron entonces los jefes reconocidos. El resultado fue que hechas las reclamaciones concretas del pueblo hubieron de ser aceptadas. Hoy podemos ver que la mayor parte de aquellas reivindicaciones no merecían la pena de ser formuladas ni de ser combatidas, pero en aquella época se las consideró importantes, y lo eran, al menos como instrumento de revolución contra aquel miserable sistema de vida que comenzaba a hundirse. Una reivindicación, sin embargo, era de grandísima importancia inmediata, y el gobierno hizo lo posible por rechazarla, pero como no trataba con imbéciles, tuvo que ceder. Consistía en la demanda de reconocimiento y en la constitución regular del Comité de Salud Pública y de todas las asociaciones que representaba. Esto significaba, desde luego, dos cosas: primero, amnistía para los rebeldes grandes y chicos que sin una tentativa de guerra civil no podían ser molestados; segundo, continuación de la revolución organizada. El gobierno sólo pudo alcanzar una cosa: una palabra. El espantoso título revolucionario desapareció, y el cuerpo obrero, con todas sus derivaciones, adoptó el respetable título de Consejo de Conciliación y sus Sucursales. Con este título dirigió al pueblo en la guerra civil que iba a estallar muy pronto.

- ¡Oh! -exclamé sorprendido-. ¿A pesar de todo, llegó la guerra?

- Sí. Y todo esto no fue sino un reconocimiento de beligerancia que la hizo posible en el sentido ordinario de la guerra. La lucha salió del período de matanzas por una parte y de la paciencia y de las huelgas por otra.

- ¿Y podéis decirme cómo fue conducida la guerra?

- Sí; tenemos numerosos testimonios respecto de este particular y en pocas palabras puedo hacer una síntesis. Como os he dicho, los simples soldados no inspiraban confianza a los reaccionarios, pero, en cambio, los oficiales estaban en general dispuestos a todo, porque en su mayor parte eran los hombres más estúpidos de la nación. Aunque el gobierno no hiciese nada, muchos elementos de las clases altas y medias estaban dispuestos a organizar una contrarrevolución, porque encontraban absolutamente insoportable el comunismo que levantaba la cabeza. Bandas de jóvenes parecidos a los merodeadores de que os he hablado con motivo de la huelga general, se armaron y ejercitaron, buscando toda ocasión de venir a las manos con el pueblo en la vía pública. El gobierno no auxilió a esas bandas, pero tampoco las reprimió, esperando los acontecimientos. Estos Amigos del Orden -así se llamaban- lograron algunos triunfos, lo que les enardeció, y como consiguieron el auxilio de muchos oficiales del ejército regular, pronto poseyeron toda clase de elementos de guerra. Una parte de su táctica consistía en guarnecer las grandes fábricas, y el lugar llamado Manchester, de que os he hablado, fue ocupado enteramente por ellos. Estalló al cabo en todo el país una especie de guerra irregular con varia fortuna, y al fin el gobierno, que había fingido ignorar la existencia de la lucha o que la había considerado como una serie de tumultos, se declaró definitivamente por los Amigos del Orden, y añadió a esas bandas cuanto pudo del ejército regular, realizando un esfuerzo desesperado para aplastar a los rebeldes, como se los llamaba de nuevo, y como se llamaban ellos mismos. Era demasiado tarde. Toda idea de una paz basada en transacciones desapareció de ambas partes. La conclusión que se veía claramente no podía ser más que o una absoluta esclavitud para todos, excepto para los privilegiados, o un sistema de vida fundamentado en la libertad y el comunismo. A la indolencia, a la desconfianza y -si puedo usar de esta palabra- a la bajeza del siglo anterior, había sucedido el heroísmo ardoroso e impaciente de un agitado período revolucionario. Yo no diré que el pueblo en aquella época previera nuestra vida actual, pero su instinto algo atisbaba de ella y muchos veían que más allá de la lucha desesperada del momento estaba la paz, hacia la cual conducía esa misma lucha. Los hombres de aquellos tiempos partidarios de la libertad no creo que fuesen desgraciados, aunque se atormentaban con temores y esperanzas, con dudas angustiosas, por un contraste de deberes difíciles de conciliar.

- ¿Pero cómo dirigían la guerra los revolucionarios? ¿Qué elementos de triunfo tenían de su parte?

Hice esta pregunta porque quería traer al viejo al relato concreto de la historia, separándole de los comentarios y glosas a que era tan aficionado.

- No faltaron organizadores -me dijo-. En aquellos tiempos los hombres de alguna fuerza intelectual abandonaban los cuidados de la vida, y el mismo conflicto daba mayor desarrollo a su talento. Por lo que he oído y leído, dudo mucho que en aquella guerra, aparentemente espantosa, se hubiera desarrollado entre los obreros el talento necesario para administrar. De todos modos, existía ese talento, y bien pronto los rebeldes tuvieron jefes tan buenos o mejores que los reaccionarios. En cuanto al material para su ejército no fue un problema, porque el instinto revolucionario era tan poderoso en el ejército regular que, si no la mayor, la mejor parte de los soldados se pasó al pueblo. Pero el principal elemento de su éxito fue que allá donde los obreros no estaban obligados por la fuerza, trabajaban sólo para los rebeldes y no para los reaccionarios. Estos no podían lograr trabajo alguno fuera de las regiones donde eran todopoderosos y aun en éstas, inquietados siempre por continuadas rebeliones, y en todos los casos y en todas partes no conseguían nada sino a regañadientes y hecho con hostilidad y malevolencia. De suerte que no sólo habían de luchar con la resistencia armada que encontraban, sino que los no combatientes de su partido estaban rodeados por el odio de mil menudos enemigos que les causaban infinitas tribulaciones y fastidios, al punto de hacerles odiosa la vida. No pocos murieron y algunos se suicidaron. Naturalmente, muchos de ellos que tomaron parte en la lucha encontraron cierto consuelo y alivio a su miseria en las asperezas del combate. Por fin, muchos millares cedieron, sometiéndose a los rebeldes, y como el número de éstos iba creciendo siempre, resultó al cabo evidente para todo el mundo que la causa, antes desesperada, triunfaba, y que la causa de la esclavitud y del privilegio pasaba a ser la desesperada.
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