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William Morris

CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Comida en la sala del mercado de Bloomsbury



Mientras decía esto oí pasos tras de la puerta, se levantó el picaporte y entraron los dos amantes. Tenían un aspecto tan bello, que no se experimentaba sentimiento alguno de vergüenza asistiendo a su mal celado enamoramiento, y parecía al verlos que el mundo entero debería celebrar su cariño.

El viejo Hammond los miró como el artista que acabó su cuadro y le contempla, encontrándole tal cual le había concebido. Parecía satisfecho y les dijo:

- Sentaos, jóvenes, y no metáis ruido. Nuestro huésped tiene aún algo que preguntarme.

- Lo supongo -dijo Dick-. No lleváis juntos más que tres horas y media, y no es de creer que la historia de dos siglos pueda narrarse en tan poco tiempo. Aparte de que supongo que habréis peregrinado en los reinos de la geografía y de la mecánica.

- Hablando de ruidos, querido abuelo -dijo Clara-, pronto vendrá uno a turbaros; el de la campana de la comida, que será para nuestro huésped una alegre melodía, porque se ha desayunado temprano y, probablemente, habrá realizado ayer una jornada muy fatigosa.

- Ya que lo decís -contesté-, comienzo a creerlo sólo que me he alimentado de maravillas y ... me alimento ahora de verlas -añadí, observando su sonrisa, su graciosa sonrisa.

Pero en aquel mismo momento, de alguna esbelta torre llegó a nosotros el ritmo de una campana de plata, dulce y límpido son que penetró en mis oídos como el canto de un ruiseñor en primavera, despertando en mi mente remembranzas de los buenos y de los malos tiempos, ahora endulzados por un placer purísimo.

- Tregua para las preguntas antes de la comida -dijo Clara, y cogiéndome de la mano como habría hecho con un niño afectuoso, me condujo fuera de la habitación y bajamos la escalera hasta el vestíbulo, dejando que los dos Hammond nos siguieran a su antojo.

Llegamos al mercado, donde ya habíamos estado, en medio de una fila no muy numerosa de personas elegantemente (o graciosamente) vestidas. Entramos en los soportales y nos encontramos frente a una puerta maravillosamente taraceada y tallada, donde una garbosa muchacha de negros cabellos daba a cada uno de nosotros un bello ramo de flores estivales. De allí pasamos a una sala mucho mayor que la de la Casa de los Huéspedes de Hammersmith y de una más complicada y aún más bella arquitectura. No pude menos de mirar las pinturas murales, porque, a decir verdad, me parecía una inconveniencia el tener siempre mi vista clavada en Clara, aunque, ciertamente, mereciese la pena de ser mirada.

Con una ojeada vi que el asunto de las pinturas estaba inspirado en los caprichosos mitos y fantasmas del mundo viejo de ayer, de ese mundo sólo conocido en mínima parte por media docena de personas de aquel país.

Cuando los dos Hammond se hubieron sentado junto a mí y a Clara, dije al viejo mostrándole el friso.

- ¡Me extraña ver aquí este asunto!

- ¿Por qué? -respondió-. No sé por qué os sorprendéis; todos conocen esas historias, y los asuntos son graciosos, placenteros y no muy trágicos para un sitio donde la gente suele divertirse.

Sonreí y dije:

- Lo que menos esperaba yo era encontrar aquí un recuerdo de los Siete Cisnes, del Rey de la Montaña de oro y de Enrique el Leal, en suma, las plácidas y curiosas fantasías que Jacobo Grimm pone en la infancia del mundo, y que aún duraban en su tiempo. Creí que no acudiríais a semejantes niñerías en la edad presente.

El viejo sonrió y nada dijo, mas Dick, ruborizándose un poco, exclamó:

- ¿Qué queréis decir, Huésped? A mí me parecen muy bellas, no ya las pinturas, sino las historias. Cuando éramos niños nos parecía que todo eso vivía en cualquier rincón del bosque, o en la corriente del río. Cada casa de campo era para nosotros la mansión del Rey de las Hadas. ¿Te acuerdas, Clara?

- Sí -respondió -y me pareció que una leve nube turbaba su rostro.

Estaba a punto de hablarle con este motivo, cuando vino a nosotros sonriente la bella despensera, murmurando dulcemente como las cañas del río y trayéndonos la comida, que, como el desayuno, estaba condimentada y servida de un modo exquisito, revelador del cuidado con que la habían preparado. No se encontraba en ella exceso ni en la cantidad ni en el aderezo, y aunque excelente y sin tacha, se veía claramente que aquello no era un banquete, sino la comida ordinaria.

La cristalería, los platos y los cubiertos de plata, a mí, avezado al estudio del arte medieval, me parecieron bellísimos, pero confieso que algún barbilindo del siglo diecinueve los habría encontrado toscos y mal acabados.

La vajilla era de loza ordinaria barnizada y muy bien ornamentada; de porcelana no había sino algún antiguo objeto oriental.

La cristalería, elegante, nítida y de varias formas, era más esbelta y al propio tiempo más sólida que los artículos comerciales del siglo diecinueve. El mueblaje y alhajado de la sala, como la misma mesa, era bello y estaba bien ornamentado, sin aquella pesadez que dan a los muebles comerciales los ebanistas y tapiceros de nuestro tiemDo. Además no existían ni rastros de lo que en el siglo actual se llama confort, que consiste en un incómodo amontonamiento de objetos.

Así que, prescindiendo de la alegrfa que sentía, jamás comí con tanto gusto.

Cuando acabamos de comer, mientras permanecíamos sentados teniendo ante nosotros una botella de excelente Burdeos, Clara reanudó su apenas iniciado discurso acerca de las pinturas, cual si se resintiera de aquella turbación. Abrió los ojos. las miró y dijo:

- ¿Cómo se explica que mientras nosotros tomamos con tanto interés la vida presente, cuando se trata de escribir un poema o de pintar, rara vez los poetas y los pintores toman como asunto la vida moderna, y si lo hacen, es tratando de hacerla distinta de como es? ¿No podemos describirnos a nosotros mismos? ¿Cómo se explica que la pintura y la poesía nos hagan tan interesantes los horribles tiempos pasados?

Rio el viejo Hammond y dijo:

- Siempre fue así y siempre será, y el hecho se explica. Es cierto que en el siglo diecinueve, tan poco artístico a pesar de hablarse en él tanto de arte, regía la teoría de que las artes imaginativas deberían representar la vida contemporánea; pero en la práctica nadie se atenía a ella, y cuando el autor pretendía hacerlo ponía todo su empeño (como ha hecho notar Clara) en enmascarar, idealizar y exagerar la vida moderna, hasta hacerla tan extraña que, por raro que parezca, se la habría podido comparar a la vida del tiempo de los Faraones.

- Sí -agregó Díck-. Sin duda es natural que nos agraden las cosas extrañas, lo mismo que cuando éramos niños decíamos y fingíamos ser éste o el otro personaje y encontrarnos en tal o cual sitio. Y esto es precisamente lo que se hace en las pinturas y en los poemas. ¿Por qué no ha de ser así?

- Has dado en el clavo, Dick -dijo Hammond-. La parte más infantil de nosotros es la que produce las obras de imaginación. Cuando se es niño, los días pasan tan lentamente que parece que quedará tiempo para todo.

Suspiró y después añadió, sonriendo:

- Alegrémonos por haber evocado la memoria de nuestra infancia. Yo bebo por el día en que estamos.

- De segunda infancia -dije en voz baja, pero me turbé por mi impertinencia, aun esperando que Hammond no me hubiese oído.

Me oyó, sin embargo, y volviéndose a mí, siempre sonriente, me dijo:

- Sí, ¿por qué no? Y espero que dure mucho tiempo y también que el período de vida futura de la humanidad nos conduzca a una tercera infancia, si no estamos ya en ella. En tanto, amigo mío, sabed que somos bastante felices, individual y colectivamente, para que nos preocupe lo que ha de acaecer.

- Además -dijo Clara-, yo, por mi parte, espero que se nos encontran dignos de ser pintados y descritos.

Dick la respondió en un lenguaje de enamorado imposible de transcribir y permanecimos en silencio por algún tiempo.
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