Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris Cómo se regulan los asuntos - Capítulo decimocuartoComida en la sala del mercado de Bloomsbury - Capítulo decimosextoBiblioteca Virtual Antorcha

NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO DECIMOQUINTO
Sobre la falta de estímulo para el trabajo en una sociedad comunista



- Sí -dije-, mas espero ver de un momento a otro que Dick y Clara regresan. ¿Tendré tiempo para preguntaros una o dos cosas antes de que vuelvan?

- Preguntad sin temor, querido ciudadano -respondió el viejo Hammond-. Cuanto más me preguntéis, mayor será mi contento. Además, si vuelven cuando estemos hablando, que se sienten tranquilamente y finjan escucharme hasta que concluya. Esto no les disgustará, con la alegría de estar el uno al lado del otro.

Sonreí, como era natural, y dije:

- Está bien. Quise decir que aun en el caso de que volvieran, continuaría preguntando, sin cuidarme de ellos. Ahora, otra pregunta: ¿cómo lográis que la gente trabaje, si no hay recompensa para el trabajo, y, sobre todo, cómo lográis que se trabaje con energía?

- ¿Ninguna recompensa para el trabajo? -repitió Hammond gravemente-. La recompensa del trabajo es la vida; ¿os parece poco?

- ¿Pero no hay recompensa para los trabajos bien hechos?

- ¡Oh, una recompensa infinita! La recompensa de la creación, la gracia de Dios, que dirían en otros tiempos. Si queréis una recompensa para el placer de crear -y la perfección del trabajo no es otra cosa-, llegaríamos a pedir recompensas para la procreación de hijos.

- Lo comprendo; pero en el siglo diecinueve os habrían dicho que el procrear es un deseo natural y que no trabajar es también un deseo natural.

- Sí, sí, conozco esa antigua estupidez, completamente falsa, y para nosotros vacía de sentido. Fourier, de quien todo el mundo se mofaba, entendía mejor la cuestión.

- ¿Por qué no tiene esto sentido para vosotros?

- Porque esto supone que todo trabajo es sufrimiento, y nosotros estamos lejos de concebir semejante absurdo, como habréis podido observar. Tanto, que va cundiendo en nosotros el temor, por la abundancia de la riqueza, de que un día llegue a faltar el trabajo. El trabajo es un placer para nosotros, un placer que tememos perder, no una pena.

- Ya lo había notado y pensaba haberos preguntado acerca de este punto. En tanto, ¿qué entendéis por gusto del trabajo?

- Esto: hoy todo trabajo es agradable, ya porque la esperanza de conseguir honores y de contribuir a la riqueza general causen una excitación grata, aun cuando el trabajo no sea alegre, ya porque el trabajar sea una placentera costumbre, como ocurre en lo que llamaríais trabajo mecánico, ya, en fin -y la mayor parte del trabajo es de este género-, porque el trabajo por sí mismo proporciona un verdadero placer a los sentidos, es decir, que es tarea de artistas.

- Comprendo. Y ahora, decidme cómo habéis llegado a situación tan feliz, porque, hablando con franqueza, esa mudanza de la condición del viejo mundo me parece más grande y más importante que todas las demás innovaciones de que me habéis hablado, referentes a la criminalidad, a la política, a la propiedad y al matrimonio.

- Tenéis razón -dijo-. Y aún podríais añadir que este cambio ha hecho posibles los demás. ¿Cuál era el objeto de la revolución? Sin duda, hacer felices a las gentes. Y cuando la revolución trajo el cambio preconcebido, ¿cómo podría impedirse la contrarrevolución? Procurando el bienestar del pueblo. ¡Y habíamos de esperar del dolor la paz y la estabilidad! Más razonable hubiera sido querer recoger uvas en los espinos e higos en los cardos. Y la felicidad es imposible sin el placer en el trabajo cotidiano.

- Evidentemente -dije, pareciéndome que el viejo tomaba aires de predicador-. Pero contestadme: ¿Cómo os habéis compuesto para alcanzar esta felicidad?

- Está dicho en pocas palabras. Por la ausencia de toda obligación artificial, por la libertad para todo hombre de que haga lo que mejor sepa hacer, juntamente con el conocimiento de los productos del trabajo que realmente necesitamos. Y debo confesar que este conocimiento fue conquistado lenta y trabajosamente.

- Continuad -dije-, dadme toda clase de detalles, porque es éste asunto que me interesa extraordinariamente.

- Sí; voy a hacerlo, mas para ello es preciso que os moleste hablando un poco del pasado. Para mi explicación es necesario el contraste. ¿Os causaré enojos?

- No -me respondió.

- Es evidente -dijo, moviéndose en su sillón y como preparándose para un largo discurso-, según cuanto hemos oído y leído, que en la última época de la civilización los hombres se movían en un círculo vicioso en lo que a la producción de bienes se refiere. Habían logrado una maravillosa facilidad de producción y para sacar de ella el mayor partido posible habían creado poco a poco (o más bien dejado que se creara) un complicado sistema de compraventa, que se llamaba el mercado universal, y este mercado, una vez funcionando, les obligaba a fabricar cada vez más productos, siempre más, fuesen o no necesarios. Así, sin poder eximirse de crear las cosas precisas, para la satisfacción de necesidades reales, creaban multitud de objetos inútiles, o sólo convencionalmente necesarios, los cuales, bajo el imperio de la ley del mercado universal, adquirían igual importancia que los objetos necesarios. De este modo se cargaban con una mole inmensa de trabajo, únicamente por sustentar su mísero sistema.

- Sí; ¿y después?

- Después, como los hombres se vieron obligados a arrastrar este horrible fardo de la producción inútil, les fue imposible considerar el trabajo y sus resultados desde otro punto de vista que éste: el esfuerzo incesante para emplear en cada artículo la menor suma posible de trabajo, al mismo tiempo que para fabricar el mayor número posible de esos artículos. Todo se sacrificaba a esta producción barata. La felicidad del obrero en el trabajo, su más elemental bienestar, su comida, sus vestidos, su habitación, su salud, su tiempo, sus recreos, su educación, su vida, en suma, no pesaba ni un grano de arena en la balanza al lado de esta espantosa necesidad de producir barato objetos que no merecían la pena. Sí, y se cuenta (y hay que creerlo porque son verídicos y concluyentes los testimonios, aunque hoy muchos no les den fe) que aun los hombres ricos, los dueños de los pobres diablos de que acabo de hablaros, vivían en medio de espectáculos, ruidos, olores y fealdades de los que huye con horror la naturaleza humana, todo para sostener sus riquezas y esta aberración suprema. De hecho la comunidad entera estaba en las fauces de ese monstruo voraz llamado producción barata, monstruo engendrado por el mercado universal.

- ¡Ay! -dije-. ¿Y qué ocurrió? Tanta habilidad, tanta facilidad para producir, ¿no lograron al cabo dominar aquel caos de miseria? ¿No pudieron los trabajadores conquistar el mercado y poner término a aquel horrible trabajo superfluo?

Sonrió amargamente.

- ¿Lo intentaron siquiera? -dijo-. No estoy seguro. Sabed que, según un viejo refrán, el escarabajo se acostumbra a vivir en la basura, y, les pareciera dulce o no, aquellas gentes vivían en la basura.

Su manera de juzgar la vida del siglo diecinueve me disgustó un poco, y le objeté tímidamente:

- Pero, ¿y la economía de trabajo por las máquinas?

- ¡Eh! ¿Qué estáis diciendo? ¡La economía de trabajo por las máquinas! Ciertamente que fueron hechas para ahorrar trabajo (o, más claro, fuerza humana), porque se quería economizar tiempo para emplearlo o, mejor, derrocharlo en otras producciones, probablemente inútiles. Amigo mío, todas sus invenciones para ahorrar trabajo conducían únicamente a aumentar el trabajo. La voracidad del mercado universal crecía al par que el trabajo encargado de alimentarle. Los países comprendidos en el círculo de la civilización, es decir, de la miseria organizada, rebosaban en abortos del mercado y se recurría a la astucia y a la violencia sin freno para abrir aquellos países que estaban fuera del círculo. Este procedimiento de apertura es verdaderamente extraño para cualquiera que lea las profesiones de fe de los hombres de aquel período sin penetrar en su modo de proceder, y nos muestra en su peor aspecto el gran vicio del siglo diecinueve, la hipocresía y el engaño, para evitar la responsabilidad de una ferocidad real. Cuando el mercado universal civilizado quería un país que hasta entonces había escapado de sus garras, pronto encontraba un pretexto, por leve que fuese, para lanzarse sobre él: la abolición de una esclavitud diferente de la comercial y menos cruel, la introducción de una religión en la que no creían sus mismos patrocinadores, la liberación de algún malvado o de algún loco homicida al cual sus mismas tropelías le habían ocasionado molestias entre los indígenas del país bárbaro, todo, en suma, era bueno para lograr el objetivo. Encontrado el motivo, se buscaba un aventurero osado, ignorante, sin sentimientos y sin principios (lo que no era difícil encontrar en los tiempos de la competencia), se le compraba y se le enviaba a fundar un mercado, rompiendo con las tradiciones del país subyugado, y destruyendo la felicidad y el bienestar de sus habitantes, a los que obligaba a recibir productos que hasta entonces no habían necesitado, apoderándose en cambio (ésta era la palabra) de sus productos naturales. De este modo creaba en aquel pueblo nuevas necesidades, para subvenir a las cuales (para obtener de los nuevos amos el derecho de vivir, mejor dicho) aquellos desgraciados habían de someterse a la esclavitud de un duro trabajo, único modo de poder adquirir los inútiles objetos de la civilización. ¡Ah! -exclamó, señalando el Museo-. He leído ahí dentro muchos libros y papeles que cuentan historias muy extraordinarias respecto de la manera cómo la civilización (o miseria organizada) trataba a la no civilización, desde los tiempos en que el Gobierno británico enviaba deliberadamente mantas contaminadas de viruela a las tribus incómodas y peligrosas hasta la época en que Africa fue devastada por un hombre llamado Stanley, quien ...

- Perdonad -dije-, pero como veis, el tiempo pasa y deseo llevar mis preguntas por el camino más corto posible. Quisiera que me dijeseis cuál era la calidad de los productos fabricados para el mercado universal. Aquellas gentes, tan hábiles para producir, supongo que fabricarían bien.

- ¡La calidad! -dijo el viejo en tono burlón y un tanto disgustado por haberse visto interrumpido en su narración histórica-. ¿Cómo podían parar mientes en una pequeñez como la calidad de las mercancías? Las mejores estaban a muy bajo nivel y las malas eran así como un simulacro de los objetos buscados, y nadie las hubiera aceptado de haberse podido proporcionar otras. Una especie de broma de aquellos tiempos era que los objetos se fabricaban para venderse y no para ser usados, broma que, como llegado de otro planeta, comprenderéis mejor que nuestra gente.

- ¡Cómo! ¿No hacían nada bien?

- Sí; había una cosa que hacían perfectamente bien, que eran las máquinas destinadas a la fabricación de objetos, máquinas a las que podía llamarse productos perfectos, admirablemente apropiadas a su uso. De manera que puede decirse que toda la pericia del siglo diecinueve se empleaba en la fabricación de máquinas, maravillas de inventiva, de habilidad y de hacienda, utilizadas para la producción desmesurada de objetos inútiles y despreciables. En realidad, los dueños de las máquinas no consideraban los productos que fabricaban como objetos útiles, sino únicamente como medios de enriquecerse. El único signo de la utilidad de los productos era que tuvieran compradores, inteligentes o estúpidos, poco importaba.

- ¿Y toleraban todo eso las gentes?

- Lo toleraron por algún tiempo.

- ¿Y después?

- Después vino una subversión general -dijo el viejo sonriendo-, y el siglo diecinueve se encontró como un hombre que hubiera perdido su ropa estando bañándose y se viera obligado a andar desnudo por la ciudad.

- Sois muy duro con el desdichado siglo diecinueve.

- Naturalmente. ¡Le conozco tanto!

Se mantuvo en silencio durante unos instantes y después prosiguió:

- En nuestra familia hay tradiciones, verdaderas historias, más bien, de ese siglo: mi abuelo fue una de las víctimas. Si conocéis alguno de aquel período comprenderéis cuánto sufriría si os digo que era un verdadero artista, un hombre de genio y un revolucionario.

- Creo comprender algo. Y a lo que parece, habéis cambiado todo el sistema.

- Por completo. Los productos que fabricamos lo son en virtud de necesidades; se trabaja para los demás como se trabajaría para uno mismo, y no para un mercado abstracto del que nada se sabe, así como no se produce sin orden ni concierto. Como ya no hay compra-venta, sería locura fabricar objetos que no fuesen necesarios, porque nadie está obligado a adquirirlos. Así, todo lo que se fabrica es bueno y adecuado al uso a que se destina. Nada se hace que sea inservible y además no hay productos inferiores. Sobre que, como os he indicado, nos hemos dado cuenta de nuestras necesidades, y como nada nos obliga a producir cosas inútiles, tenemos tiempo y modo de tomar el trabajo como un placer. Todo trabajo que realizado a mano es enojoso, le hacemos con máquinas muy perfeccionadas, y se hace sin máquinas el que puede ser agradablemente realizado a mano. Por otra parte, no es difícil que cada individuo encuentre la tarea que conviene a su gusto y a sus aptitudes, así que nadie se ve sacrificado a las necesidades de otros. Al mismo tiempo, cuando reconocemos que algún trabajo es desagradable y penoso, le abandonamos, renunciando a los objetos que con él se producían. Como comprenderéis, el trabajo en estas condiciones es un ejercicio del cuerpo y del espíritu más o menos agradable, de manera que en vez de esquivarle, todo el mundo le busca, y las gentes van aumentando su destreza de generación en generación, siendo tan fácil el trabajo que parece que se trabaja menos cuando en realidad se trabaja más. Esto me parece que explica el temor a que aludí antes de una escasez de trabajo, temor que habréis notado y que desde hace veinte años va en aumento.

- Pero ¿creéis, en efecto, que exista semejante peligro?

- No, no creo en él, y os diré por qué. La inclinación de cada uno a hacer más agradable su obra eleva el ideal de perfección (que nadie quiere producir objetos que no le honren) y suscita una más madura reflexión antes de producir, y hay tan considerable número de cosas que pueden considerarse como obras de arte, que esto sólo emplea una multitud de gentes. Además, si el arte es inagotable, también lo es la ciencia, y aunque ésta no sea la única ocupación inocente digna de los hombres inteligentes (cual se creía en otros tiempos), hay muchas personas que la prefieren a todo, incitadas precisamente por sus dificultades. Por otra parte, a medida que el trabajo se va haciendo cada vez más placentero, creo que será posible volver a aquellos trabajos que produzcan objetos útiles y que hubimos de abandonar porque no había entonces manera de realizarlos de un modo agradable. Por lo demás, creo que sólo en ciertas partes de Europa más adelantadas que el resto del mundo oiríais hablar de posible escasez de trabajo. Aquellas regiones que fueron en tiempos colonias de la Gran Bretaña, particularmente América, y de ella la parte que se llamó Estados Unidos, son hoy, y serán por mucho tiempo, fuente de trabajo. Estos países, y principalmente América del Norte, sufrieron tan terriblemente en el último período de la civilización y llegaron a ser tan horrendo habitáculo, que aún hoy mismo están un poco lejos de ser un lugar donde la vida sea todo lo agradable que debe. Puede decirse que desde hace más de un siglo los pueblos de América Septentrional no han hecho más que transformar en habitación un fétido y polvoriento amasijo. ¡Hay aún tanto que hacer! ¡Es tan grande el país!

- Bien -dije-. Me alegra saber que tenéis semejante perspectiva de felicidad delante de vosotros. Pero he de haceros algunas otras preguntas, y acabo por hoy.
Índice de Noticias de ninguna parte de William Morris Cómo se regulan los asuntos - Capítulo decimocuartoComida en la sala del mercado de Bloomsbury - Capítulo decimosextoBiblioteca Virtual Antorcha