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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo tercero

De lo que ocurrió en la ciudad después del motín


Gran parte de la noche, del día en que aconteció el motín, siguió ardiendo el Palacio y se enviaron allí algunos hombres para cortar el fuego que se había apoderado de lo que se llamaba las cajas reales.

El saqueo y la destrucción habían sido completos. En las habitaciones del virrey nada se respetó, y apellidando religión, y muera el hereje, los sublevados no dejaron de robarse ni los vasos sagrados, ni los ornamentos de la capilla.

El marqués de Gelves se refugió con don César en el convento de San Francisco, pero el licendiado don Pedro de Vergara hizo rodear todo el convento de tropa para impedir que el fugitivo tuviese comunicación con algunas personas.

Luisa se retiró con don Melchor en cuanto hubo cerrado la noche, y les llegó la noticia de que el pueblo había allanado Palacio y que el virrey se había retraído a San Francisco.

Luisa ignoraba aún lo que había acontecido al Ahuizote, y extrañaba que no hubiera cumplido con sus prevenciones, según las cuales, si el tumulto tenía el éxito que se aguardaba, el Ahuizote debia conducir a la plebe a la casa de don Pedro de Mejía, incendiarla y buscar a éste para matarle.

A cada momento Luisa esperaba saber que estaban ya los sediciosos en la casa de don Pedro, porque se sabía que ya habían atacado varias, y entre ellas la de Cristóbal de Osorio el secretario; pero pasó la noche y nada hubo.

A la mañana siguiente el tumulto había cesado, pero la alarma era espantosa en la ciudad. A cada momento había carreras en las calles, y portazos y gritos porque circulaban mil noticias a cual más alarmantes, ya de que los indios de Santiago venían en son de guerra contra la ciudad, ya de que los negros bozales bajaban de los montes sobre México.

Luisa vistió muy temprano su traje de hombre, y seguida de cuatro lacayos se dirigió a Palacio a procurarse noticias del Ahuizote y saber por qué no había cumplido con sus órdenes.

Multitud de curiosos invadían la plaza y todo el lugar del combate, y aún no había cuidado nadie de hacer levantar los cadáveres que yacían tirados en las escaleras, en los corredores y en los mismos aposentos, entre su misma sangre; algunos conservaban sus ropas y otros habían sido desnudados.

Las gentes formaban círculos en derredor de estos cadáveres procurando averiguar sus nombres si no les conocían, o comunicándoselos en caso de saberlos.

Luisa pensó:

— Puede que haya muerto — y comenzó a registrar los cadáveres.

Se retiraba ya segura de que no estaba entre ellos el Ahuizote, cuando oyó decir que en la misma cámara del virrey había otro muerto, y hacia allá se dirigió.

Una multitud de curiosos rodeaba el desnudo cuerpo de un hombre que tenía la garganta atravesada por una terrible estocada.

No hizo más que verle Luisa y le reconoció; pero aquella alma de fiera no tuvo ni un dolor, ni un suspiro para el hombre que había muerto sirviéndola. Se tapó con disgusto las narices y se retiró diciendo en su interior:

— ¿De quién me valdré ahora?

Al salir de Palacio atravesaba el Arzobispo llevado en una silla de manos y seguido de muchos clérigos y pueblo que le vitoreaban; conoció a Luisa, y con esa expansión que sienten todos los hombres después de un triunfo, la hizo una seña para que se acercase.

— Completo fue el triunfo —dijo el prelado.

— Sí, señor, completo —contestó Luisa.

— Y con pocas pérdidas.

— Sí, aunque yo he tenido una muy grave.

— ¿Cuál?

— ¿Recuerda Su Ilustrísima aquel hombre de confianza de que le hablé, que le llamaban el Ahuizote?

— Sí que le recuerdo.

— Pues ha muerto.

— Murió, requiescat in pace. ¿Y en dónde?

— En la cámara misma del virrey, atravesado de una estocada, que quizá el de Gelves mismo le haya dado.

— Es muy posible; pero ahora es necesario hacer por ese hombre cuanto sea dable. Voy a dar orden de que se le hagan unas honras suntuosas y un entierro regio; ya veréis si soy agradecido. Dad orden a vuestros criados de que recojan el cuerpo y le pongan en una caja y le lleven a depositar a la capilla del Arzobispado: ya veréis, señora, ya veréis. Adiós, no se os olvide, y decid a vuestro esposo que le espero esta tarde para hablar de negocios que importan a la salud del reino.

El prelado sonó la caja de la silla con la mano, y los lacayos que la llevaban echaron a andar.

Luisa dio orden a sus criados de recoger el cuerpo del Ahuizote, y como era día claro y no temía ya el andar sola, quiso por sí misma ver cuál había sido el destrozo de la ciudad.

— Quién podría sustituir al Ahuizote —pensaba, y caminaba tan distraída que no advirtió en una de las calles solitarias que atravesaba, que una puerta se entreabría y que una cabeza, medio oculta tras ella, la observaba.

Luisa seguía caminando, pero al llegar frente a la puerta, ésta se abrió de repente, dos manos asieron a Luisa del brazo y la atrajeron hacia adentro, y antes de que ella hubiese tenido tiempo de dar un solo grito se encontró ya en un aposento completamente oscuro, porque la puerta de la calle había vuelto a cerrarse.

Todo esto se había verificado con tanta rapidez, que nadie podría haberlo observado en la calle aun cuando no hubiera estado desierta.

El virrey había seguido retraído en San Francisco, y sin embargo comenzaba a efectuarse una reacción en todos los ánimos y, o bien por el temor de lo que podía venir de España, o bien porque todo el mundo temblaba por el giro que podían tomar las cosas, lo cierto es que el comercio y todas las principales personas trabajaban porque el virrey volviese a gobernar.

El primer día ninguna de las personas que acompañó al de Gelves se atrevió a salir del convento de San Francisco; pero al siguiente comenzaron a animarse más.

Los frailes de San Francisco, para dar una prueba pública del disgusto con que habían visto el tumulto del día 15, castigaron a los hermanos de la Tercera Orden, que, como hemos visto, marchaban a la cabeza de la columna de los sublevados que mandaba el licenciado Vergara, y les quitaron el uso del hábito. Nadie murmuró de esta medida, y los partidarios del virrey comenzaron a alentarse.

El convento de San Francisco continuaba rodeado de centinelas, pero que no impedían a los amigos del de Gelves la entrada ni la salida.

Don César se había retraído también con el virrey, pero la impaciencia le devoraba y cuanto antes quería salir en busca de Blanca.

Como no había podido separarse del de Gelves, ni hablar con Martín, ni volver a ver a Teodoro, ignoraba completamente lo acontecido con Blanca, y la creía, si no con mucha comodidad, sí al menos muy tranquila en la casa de Garatuza.

Después de meditar mucho, se decidió por fin una noche a salir del convento. Procuró disfrazarse lo mejor que pudo, y envuelto en una larga capa y con un gran sombrero, salió a la calle atravesando la línea de los centinelas, sin que nadie, al parecer, le hubiera notado.

Cerca estaba del monasterio de San Francisco la casa que había servido de habitación a doña Blanca, de manera que podía decirse que los que vigilaban el monasterio cuidaban también de aquella casa.

Don César se dirigió a la puerta, la encontró cerrada y sobre ella vio, con el mayor espanto, los sellos del Tribunal de la Fe.

En aquel momento no supo ni qué hacer. Buscar a Teodoro o a Garatuza, que debían estar entre los sublevados, era entregarse él mismo en poder del enemigo; preguntar a los vecinos era hacerse sospechoso; volverse al convento en aquella incertidiimbre, era para él peor que caer en manos de sus enemigos, inclinó la cabeza y quedó pensativo.

Poco a poco, y sin que él lo sintiera, un grupo de embozados había llegado hasta cerca de él y le había rodeado. Uno de ellos sacó de debajo de la capa una linterna sorda, que al abrirse bañó con su luz el rostro de don César.

El joven dio un paso atrás y llevó la mano a su espada, creyendo habérselas con una ronda de los sublevados; pero el hombre del farol, sin hacer uso de sus armas, le dijo gravemente y tomándole de la mano.

— En nombre del Santo Oficio, don César de Villaclara, daos a prisión.

— ¿Yo? —preguntó don César espantado— ¿Y por qué?

— Allá sabréis; entregadnos vuestras armas.

Don César no pensó siquiera en resistir. Entregó humildemente su espada y siguió al comisario rodeado de los familiares. Pensaba en el camino que quizá podría encontrar a Blanca en las cárceles del Santo Oficio, servirla de algo, hablarla, verla siquiera. Y distraído en estos pensamientos no volvió en sí hasta que oyó el ruido que hacían al abrirse las puertas de las cárceles de la Inquisición.
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