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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo segundo

Cuestión de tormento


Por un corredor sombrío y angosto fue conducida Sor Blanca por seis carceleros, hasta llegar a un aposento grande y cuadrado, que tenía de la bóveda suspendidos algunos mecheros que derramaban una rojiza e incierta claridad sobre las negras paredes, sobre la extraña multitud de extraños objetos que había allí, hacinados por todas partes, y sobre la figura sombría de dos hombres que estaban sentados silenciosamente en un banco. No sería posible describir con exactitud aquel antro de la crueldad humana.

Una atmósfera pesada, fría y húmeda se respiraba en aquella especie de caja formada de rocas, y de donde el más agudo gemido de una víctima no podría ser escuchado.

Por todo el aposento se veían instrumentos horribles de tortura; ruedas, garruchas, sogas, tenazas, braseros, pero todo tan amenazador, tan sombrío, que se presentiría para todo lo que aquello servía aunque no se supiera. Doña Blanca fue introducida al cuarto del tormento por sus guardas que la sentaron en un banco. Los otros dos hombres que allí había, no se movieron siquiera. Así transcurrió una media hora, hasta que en el pasillo que conducía a la sala de Audiencia se oyeron pasos.

Los familiares se pusieron de pie y entraron a la sala del tormento el inquisidor y el escribano que llevaban consigo su respectivo tintero y la causa de doña Blanca.

En el fondo de la sala había un dosel rojo, con un Cristo debajo; en una plataforma, un sitial para el inquisidor, y más abajo la mesa y el sitial para el escribano, de tal manera que el inquisidor, lo mismo que el escribano, tenían el rostro vuelto hacia la víctima, quedando uno más elevado que el otro.

Por la misma puerta que había dado entrada al inquisidor, penetró después en la sala el fraile que entonces hacía de confesor de los reos, que era, por decirlo así, como el jefe de los demás frailes o clérigos que acompañaban al suplicio a todos los criminales, y cuya verdadera misión era atormentar moralmente y aterrorizar a los desgraciados que caían en poder del Santo Oficio.

— Acercad a esa mujer —dijo el inquisidor, cuando hubo tomado asiento.

Los familiares condujeron a doña Blanca cerca del juez.

— Mira lo que vas a padecer —le gritaba el confesor que se llamaba Fray Diego—. Tus carnes se abrirán, tu sangre goteará y correrá, tus músculos se harán pedazos, y sentirás todos los tormentos del infierno en esta vida y en la otra: confiesa, desgraciada ...

— Acercaos y decid ¿continuáis sosteniendo lo que habéis dicho, e insistiendo en vuestra negativa? —preguntó el inquisidor.

— Señor, por Dios —contestó doña Blanca— no tengo otra cosa que decir ...

— Basta, comenzad —dijo el inquisidor.

Todos los familiares rodearon a doña Blanca y el confesor se apartó un poco.

Doña Blanca no comprendía por donde iba a comenzar el tormento, pero temblaba de tal manera que se sostenía en pie sólo merced al apoyo de los carceleros.

Con una velocidad increíble, y como acostumbrados a esa clase de operaciones, comenzaron entre todos a desnudar a Blanca. El pudor de la mujer, la indignación de la virgen, el orgullo de la señora de alto rango, todo se sublevó en el corazón de doña Blanca cuando comprendió que se trataba de dejarla enteramente desnuda a presencia de tantas personas, y de profanarla de aquella manera.

— ¡Oh! —exclamó— eso sí que no lo conseguiréis nunca, desnudarme, monstruos; eso no, martirizadme, matadme, pero no me desnudéis. ¡No! ¡no! ¡eso no! Yo no quiero que me descubran, que me desnuden. ¡Matadme mejor! ¡Matadme!

Y la desgraciada hacía esfuerzos inútiles, porque casi sin dificultad iban cayendo una tras otra las piezas que componían su traje y a cada una de ellas el escribano repetía:

— Se le amonesta que diga la verdad si no quiere verse en tan gran trabajo.

Sólo quedaba la camisa a aquella pobre mujer, y entonces acudió a la súplica.

— Señor inquisidor, por Dios que me dejen siquiera esto, por Dios, señor, por su Madre Santísima, que no me desnuden enteramente. Señor, señor, es una vergüenza tan grande ... ¡Ay! que me la quitan ¡ay! ¡ay! Señor, señor, señor, por Dios ¡ay ...!

Y lanzó un agudo grito porque los carceleros habían arrancado el último cendal de su cuerpo y se encontraba enteramente desnuda en medio de tantos hombres.

Tal vez ni un pensamiento impuro cruzó por la cabeza de aquellos hombres al contemplar a Blanca, porque estaban muy acostumbrados a esas escenas, y porque hay cierta especie de lascivia en la crueldad que ahoga todos los demás sentimientos.

— El ordinario —dijo el inquisidor—. Y los familiares tomaron a Blanca que estaba casi desmayada de la vergüenza y en peso la llevaron hasta uno de los aparatos del tormento.

Era una gran mesa en donde la acostaron, y en los brazos y en las piernas le pasaron unas sogas, que apretaban conforme daban vuelta a una de las cuatro ruedas que había en los lados de la mesa y que correspondían a cada uno de los brazos o de las piernas.

En un instante quedó doña Blanca enteramente sujeta.

Entonces le parecía que soñaba, veía a aquellos hombres tocarla por todas partes con sus toscas manos, sin respeto, sin decencia, sin miramiento alguno, y no sentía ya ni encenderse su rostro por el rubor: había casi perdido la sensibilidad del alma.

El escribano no cesaba de repetir.

— Se le amonesta a que diga la verdad si no quiere verse en tan gran trabajo.

Pero ella no escuchaba nada.

Todos rodearon aquella mesa en donde estaba tendida Blanca, mirando para todas partes con ojos, no ya de asombro, sino de estupidez.

El inquisidor hizo una seña, llamó a los atormentadores, dio la primera vuelta a una de las ruedas y Blanca, como volviendo repentinamente en sí, se estremeció y lanzó un grito de dolor.

— Se le amonesta que diga la verdad si no quiere verse en tan duro trance —dijo impasiblemente el escribano.

Blanca no contestó, estaba espantosamente pálida, volvió los ojos adonde estaba el inquisidor y dos lágrimas como dos diamantes rodaron de sus ojos.

El segundo verdugo dio una vuelta a la rueda del brazo izquierdo.

— ¡Jesús me acompañe! —exclamó la desgraciada arrojando la voz como de lo más hondo de su pecho.

— Se le amonesta que diga la verdad —volvió a repetir el escribano, y esperó la respuesta.

Los inquisidores no daban un tormento agudo; sino pasajero; se prolongaba el dolor, se hacía lento, se iba aumentando en intensidad, y todo para hacerlo más cruel para conseguir una confesión.

Blanca seguía llorando.

La rueda de la pierna derecha dio una vuelta.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! qué dolor tan horrible —decía Blanca.

Pasó un momento y la rueda de la pierna izquierda dio también una vuelta.

— ¡Madre mía! ¡madre mía! —gritaba Blanca.

Aquellos cuatro dolores intensos, horrorosos, hacían temblar sus carnes y comenzaban a agitar su respiración.

La rueda del brazo derecho giró por segunda vez y entonces la joven no pudo contenerse.

— Señores, señores, por Dios ... ¡Ay! ¡ay! que me rompen los brazos. Por Dios ¿qué he hecho yo? Ténganme compasión ¡ay!

Y sus lágrimas corrían sin cesar.

— Se le amonesta que diga la verdad.

— Pero si ya dije, ya dije, por Dios, por su Madre Santísima ... ¡Ay! ¡ay! —En este momento daba la segunda vuelta la rueda del brazo izquierdo—. Me rompen los brazos —gritaba la infeliz— por Dios, déjenme porque les he dicho la verdad, lo juro ... lo juro ...

— Se le amonesta a decir la verdad ...

— Pero si ya lo he dicho todo.

La rueda de la pierna derecha giró por segunda vez. Y giró también la de la izquierda.

Imposible fuera describir la agonía de aquella desgraciada criatura, sus lágrimas, sus gritos, sus sollozos, sus ruegos y sus lamentos.

Cuando las ruedas acabaron de dar la tercera vuelta, había transcurrido media hora de tormento, y Blanca no era ya la joven hermosa y cár.dida que hemos conocido; sus ojos extraviados parecían quererse saltar de sus órbitas; rodeados sus párpados de un círculo morado y azul daban a su rostro espantosamente pálido un aspecto que horrorizaba; con los labios y la lengua enteramente secos, con una crispatura repugnante en la boca que hacía dejar descubiertos sus dientes blanquísimos, con la frente inundada de un sudor frío y viscoso que hacía pegarse allí sus cabellos, Blanca, que era una hermosura, en aquel momento causaba espanto. Su pecho se agitaba como un fuelle, arrojando un aliento pequeño y entrecortado. Y nada había declarado. Pero también ¿qué había de decir? Había quedado ya como desmayada, no gritaba, no se estremecía, no se quejaba; apenas unos gemidos débiles se escapaban de cuando en cuando entre su jadeante respiración.

— Se ha desmayado —dijo el escribano.

— Tal vez sea una astucia, de las que acostumbran tan comunmente los reos —contestó el inquisidor—. Que se dé otra vuelta entera para probar.

Doña Blanca había cerrado un instante los ojos como vencida por el sufrimento. A la voz del inquisidor las cuatro ruedas giraron simultáneamente.

Los huesos de Blanca produjeron una especie de crujido siniestro. La joven, como un cadáver galvanizado, se estremeció hasta en sus cabellos, abrió los ojos extraordinariamente y volvió a todos lados la mirada, como si fuera a perder la razón y exclamó con una voz que nada tenía de humana.

— ¡Jesús me ampare!

Y quedó desmayada.

— Veis como no estaba desmayada —dijo el inquisidor.

— Se le amonesta a que diga la verdad —repitió el escribano.

Blanca no se movió, y las ruedas volvieron a girar. Entonces la joven no dio indicio de haber sentido nada.

— Ahora sí puede suspenderse la diligencia —dijo el inquisidor— para continuarla cuando vuelva en sí.

Los verdugos soltaron las ligaduras y Blanca continuó insensible.

— Dad fe, señor escribano —dijo el inquisidor— de que no tiene ningún miembro roto ni descompuesto.

El escribano y los verdugos pasearon sus impuras manos por todo el cuerpo de la infeliz víctima.

El escribano asentó que en la diligencia del tormento no había doña Blanca perdido ningún miembro y se retiraron a descansar al fondo de la sala mientras que podía continuarse la diligencia.

Blanca quedó abandonada sobre la mesa, desnuda como un cadáver en el anfiteatro y mostrando las señales de su horrible tormento. Si don César pudiera haberla visto habría muerto de dolor.
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