Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoCapítulo vigésimosegundoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo vigésimoprimero

De cómo salió Doña Blanca de la casa de la vieja curandera


Doña Blanca se restablecía con una facilidad y una rapidez extraordinarias. En dos días se había mejorado ya de tal modo que comenzaba a andar sin dificultad, y a pesar de su palidez y de la falta de sus dientes, estaba ya otra vez hermosa.

La vieja salía algunas veces y estaba fuera varias horas; entonces doña Blanca pasaba el tiempo conversando con Teodoro, que aún no se podía mover.

Doña Blanca había adquirido gran confianza con la vieja curandera; sabía ya que se llamaba Bárbara, que ejercía en los pueblos y en las haciendas su oficio honradamente, pero que en aquella casa abrigaba a los ladrones heridos y a todos los que andaban prófugos de la justicia, lo cual le producía bastante dinero, y buenas relaciones que la ponían a cubierto de todo peligro a que podía estar expuesta por el aislamiento de su casa. Ella, por su lado, la había referido gran parte de su historia, y la había confesado que parentesco ninguno la unía con don Melchor Pérez de Varáis, el cual sin duda por sólo favorecerla había hecho todo aquello.

Doña Blanca tenía pues una gran confianza en Bárbara. Cada vez que venía alguna gente perdida a la casa, doña Blanca tenía cuidado de encerrarse y no salir hasta que todos se habían marchado.

Una noche, sin embargo, llegaron a la casa tres hombres a pie y envueltos en largas capas negras, completamente armados y con toda la traza de facinerosos.

Blanca quiso retirarse, pero no era ya tiempo, y aquellos hombres la vieron.

El que hacía de jefe la saludó con tanta cortesanía como si fuera un hombre de buena sociedad. Bárbara le distinguía con el nombre de Guzmán. Doña Blanca permaneció un rato allí y luego, viendo que ese hombre la miraba con tenacidad, se retiró.

— Guapa moza tenéis aquí, Bárbara —dijo Guzmán cuando hubo salido doña Blanca.

— ¿Os gusta?

— Mal gusto tuviera yo si de ella no gustara, que puede ser la moza de un rey.

— Pobrecita, anda también retraída de la justicia como vosotros.

— ¿Debe muerte?

— No, que cosas son de amoríos y enredos.

— Pues cara tiene de una santita.

— Caras vemos, que corazones no conocemos.

— La verdad que me gusta la criatura como un dulce.

— Está linda, y que aún no sana bien.

— ¿Pues qué tenía?

— Estaba enferma porque la dieron tormento.

— ¿En la cocina grande?

— No llaméis así al Santo Oficio.

Con el rey y la Inquisición chítón ¿es verdad? Bueno ¿y cómo salió?

— Fugóse.

— ¿Fugóse? Pues cada vez me conviene más. Oíd, Bárbara, y hablemos como amigos. ¿Cuánto queréis por esa moza?

— ¿La vendo acaso? ¿O creéis que tenga comercio de eso?

— Vamos, y no os vengáis haciendo de las nuevas conmigo, que no habréis olvidado que en cien pesos me vendisteis aquella vuestra criada india ...

— Ah, pero esa era una india, y ésta ...

— Será más española que una virreina; pero todo lo hace el precio, por aquélla di cien, y por ésta doscientos.

— No puedo, es de responsabilidad.

— Vaya trescientos.

— Cómo ¿y si lo saben?

— Cuatrocientos.

— Ella quizá no quiera.

— Por último, quinientos duros y lo arregláis todo.

— Convenido, pero ¿cómo hacer para que ella no se resista?

— Sáquela ya de aquí, y lo demás corre de mi cuenta.

— Pero ¿y para que salga?

— O con engaños o la emborracháis, que es fácil.

— Nunca toma ni un trago.

— Si no es fuerza que sea con vino, con toloatzin, con mariguana, con cualquier yerba.

— Convenido, pero me dais no quinientos sino seiscientos. Sé que estáis muy rico.

— Tendréis los seiscientos, que en el precio no paro para cumplir un antojo. ¿Y cuándo?

— Mañana en la noche.

— Vengo de seguro. — Venid.

— Hasta mañana.

Guzmán se despidió y Bárbara se entró a meditar su plan. A la mañana del otro día la vieja comenzó a preparar a doña Blanca.

— Hija mía —le dijo— ¿pensáis permanecer aquí toda vuestra vida?

— Por Dios, señora ¿ya os enfadé?

— Por el contrario, hija, deseara veros siempre a mí lado; pero como os quiero de veras y sois tan joven me causáis lástima, aquí remontada como yo que soy una vieja.

— Pero ¿qué he de hacer?

— Algún hombre podría amaros y sacaros de aquí y llevaros muy lejos, donde nadie os conociera, donde de nada tuvierais que temer.

— Hacedme favor, señora, de no hablarme de eso jamás, sí es que no deseáis que me vaya, aunque me aprehenda la justicia.

— Bien, no os incomodéis, y dejemos esa conversación. ¿Qué tal os sentís hoy?

— Cada día mejor, gracias a vos.

— Muy pronto estaréis completamente buena, con una bebida que voy a daros esta noche y que os hará descansar mucho.

— Tomaré lo que queráis, que bien sé lo que son vuestras medicinas.

— Voy a prepararla desde ahora.

La vieja estuvo toda la mañana hirviendo yerbas y probando los cocimientos hasta que pareció quedar satisfecha.

A cosa de las diez de la noche se llegó a Blanca llevándole una taza con una bebida.

— Tomad —dijo— y recogeos para que os haga provecho.

Doña Blanca bebió sin desconfianza todo el contenido.

— Está muy amargo —dijo.

— Es medicina, hija, es medicina.

Doña Blanca sintió que comenzaba a faltarle la voz.

La vieja salió de la casa y con un silbato de barro dio dos silbidos agudísimos. Se oyó entonces el ruido de un caballo que se acercaba, y luego la voz de un hombre que decía a Bárbara:

— ¿Ya está?

— ¿A dónde está primero el dinero?

— Tomadlo, y en oro.

— Bien.

— ¿Está privada o va con su voluntad?

— Ni uno ni otro.

— ¿Pues qué hay entonces?

— Como queríais las cosas tan pronto y yo no tenía otra cosa, le he dado el toloatzin que la hace disvariar; pero que la deja muda y sin fuerzas por algún tiempo. Aprovechad, que me habéis dicho que saliendo de aquí, todo corre de cuenta vuestra.

— Vamos, pues ...

Doña Blanca estaba en un estado de somnolencia, de debilidad, que le parecía extraño; jamás había experimentado síntomas tales; sus brazos se aflojaban, su cuello se doblaba como negándose ya a sostener la cabeza, y sus ojos se iban cerrando.

Pero en medio de todo sentía un placer, que no sabía tampoco cómo explicarse, una especie de tranquilidad, de descanso tan agradable, que sonreía sin querer.

A poco le pareció que se dormía y comenzaba a soñar. Una luz azulada iluminaba su aposento, y entre esa claridad, como flotando en ella, aparecieron los seres más queridos de su corazón: don César, doña Beatriz y Teodoro, y hasta la mujer de don Melchor, la protectora de la pobre Sor Blanca.

Aquellas figuras fantásticas no tocaban el suelo, se deslizaban como una ráfaga de luz en el espacio.

De repente, vio también mezclados entre esos seres tan conocidos para ella otros nuevos: eran Bárbara la vieja curandera, y un hombre que ella no conocía, pero entre todas aquellas sombras, sólo estas dos parecían tener cuerpos.

Se acercaron. Blanca sintió entonces que la alzaban del lecho, quiso gritar y resistirse, pero no pudo. El hombre desconocido cargó con ella y la llevaba, alumbrando la vieja.

Llegaron a la puerta de la casa. Se desprendía del cielo una tempestad horrible; entre la densa oscuridad, que todo lo envolvía, cruzaban los rayos atronando los bosques y las cañadas; el agua caía a torrentes y rugía el viento entre los encinos de la selva.

Una ráfaga de viento apagó la luz que llevaba la vieja. Doña Blanca no vio más, pero sintió que pasaba a otros brazos.

— Horrible está la noche, señora Bárbara.

— Témome que os vayáis a caer por ahí.

— Conocemos muy bien el camino de nuestra casa.

— Pero vais a llegar como una sopa.

— No le hace, ya me pagará esta buena moza estos trabajos.

El hombre soltó una carcajada. —muy pronto —contestó riéndose también Bárbara.

— Puede que antes de que amanezca; ya nos vamos.

— ¿Estáis listos?

— Sí, adiós.

— Que Dios os lleve con bien.

La vieja cerró su puerta. La tempestad seguía a cada momento más fuerte. Todas las pequeñas vertientes de la montaña eran ríos caudalosos, y los rayos y el viento y el agua, formaban un estruendo horrible.

Si se rasgaba la densa oscuridad con la luz pasajera de algún relámpago, era para volverse más negra que antes.

Guzmán llevaba a Blanca en la silla y un criado le seguía; pero apenas se podía caminar. La tormenta borraba el camino.

— Sotero —dijo Guzmán— tú que caminas más libre pasa por delante para darme la vereda y reconocer, no vayamos a dar a una barranca.

El hombre pasó adelante y siguieron el camino, paso a paso. Todos estaban empapados, y Blanca comenzaba a volver en sí y a comprender lo que le pasaba. Las imágenes de su sueño se confundían sin embargo con la realidad, y no podía separarlas completamente.

¿Qué iba ella haciendo, en medio de aquella noche tan horrorosa? ¿Quién la llevaba? ¿A dónde se dirigían?

El movimiento del caballo la molestaba mucho; quiso hablar, no le fue posible; quiso alzar un brazo, y tampoco.

Seguía lloviendo; de repente el guía se detuvo.

— ¿Qué sucede? —preguntó Guzmán con impaciencia.

— Que creo que hemos extraviado el camino.

— ¡Maldita sea mi suerte! —gritó Guzmán acompañando estas palabras con horribles juramentos, que hicieron estremecer de pavor a doña Blanca—. A ver, baja de tu caballo, reconoce el terreno, más de tres años hace que andas conmigo por aquí ...

El hombre bajó del caballo y procuró adivinar el camino.

— ¿No encuentras nada?

— No, señor.

— ¡Maldita sea tu raza! Ven acá a tenerme a esta mujer mientras yo reconozco en dónde estamos. Cuidado que se te vaya a caer, porque a tí y a ella os arrojo a la barranca.

Sí Blanca hubiera podido, hubiera gritado de espanto; el lenguaje de aquel hombre la horrorizaba más que los tormentos de la Inquisición; había llegado a comprender que estaba a disposición de aquella fiera y que no era la muerte la que le esperaba; pero su situación le parecía tanto más desgraciada, cuanto que creía que en lo de adelante no se podría mover más y aquel hombre dispondría de ella como de un ser sin voluntad.

— ¡Simple! —gritó Guzmán— ¿cómo no has podido reconocer en dónde estamos? Es buen camino.

— ¿Buen camino?

— Sí ¿a que no sabes qué es aquí ? Mira bien.

— No reconozco.

— Pues aquí está la barranca que pasa por nuestro rancho, y este es el paso que le llaman de La monja maldita.

Aquello era una especie de anuncio, de aviso del cielo, entendió Blanca; el nombre de La monja maldita despertó en su corazón tantos recuerdos y tantos temores que lanzó un débil gemido.

Guzmán, que estaba ya cerca, le oyó.

— ¡Hola, Sotero! ¿Qué estás haciendo a esa niña?

— Nada, señor.

— ¿Nada? ¡Ya verás maldecido!

Volvió a subir Guzmán a la grupa del caballo en que estaba Blanca, y continuaron caminando. Doña Blanca comenzó a quejarse.

— ¿Qué tienes, mí vida? —dijo Guzmán acariciándole el rostro.

Doña Blanca hubiera deseado morir antes que continuar en aquella situación, pero al fin su voluntad comenzó a ser obedecida por sus miembros y pudo levantar ya un brazo para apartar de su rostro la mano de Guzmán.

— ¿Te haces la desdeñosa? Pues toma —dijo Guzmán y plantó sus labios sobre la boca de doña Blanca. Blanca quiso gritar y gritó. Comenzaba a salir de su estado de inmovilidad y de mutismo.

Era ya la mañana, la tempestad había cesado y la luz bañaba toda la montaña, cuando llegaron al rancho de Guzmán.
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