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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo vigésimo A donde fue a dar Blanca y lo que allí le aconteció. Y de lo que pasó a Don Melchor en México
Al salir de la hacienda la camilla en que llevaban a Blanca, la vieja guió en dirección del norte; pero apenas perdió de vista la casa se salieron del camino y contra-marcharon tomando un rumbo tan enteramente diverso, que vinieron a resultar a poco al sur de donde habían partido: esta precaución les salvó. Los jinetes que salieron en su persecución se dirigieron por el mismo camino que les habían visto tomar, y a medida que en él más se avanzaban, más lejos se ponían de los fugitivos.
Cruzando por veredas casi intransitables y por medio de bosques desiertos, Blanca llegó al anochecer a una pequeña casa que estaba situada en la hondonada de un barranco, y a la cual era preciso tener mucho conocimiento en el terreno para llegar.
— Vamos —dijo la vieja— ya aquí estáis en completa seguridad, aquí nadie os buscará, ni aun cuando os buscaran os encontrarían. Para llegar hasta aquí no hay más camino que el que hemos traído, y creo que no es lo más fácil encontrarlo. A esta casa traigo yo a curar algunos enfremos y heridos que necesitan secreto, ahora sólo tengo aquí un negro, que ese vino caído del cielo y yo no le traje.
— ¿Cómo caído del cielo?
— Sí: figuraos, señora, que por allá arriba pasa una vereda que apenas es transitable, pues yo no sé que iba haciendo este pobre negro, quizá borracho, porque se desprendió de allá arriba y vino rodando hasta que cayó en el arroyo ...
Apenas Blanca conservaba una idea vaga de la caída de Teodoro, pero se figuró luego que sería él.
— ¿Y en dónde está? ¿Se murió?
— No, no murió, casi estaba exánime; pero le recogí, le asistí muy bien, y aunque no puede decirse que está salvado, sí hay mucha esperanza.
— ¿Pero adónde está?
— Por allá adentro. ¿Queréis verle?
— Sí, sí.
— Bien ¿podéis andar algo? Apoyaos en mi hombro y vamos.
Blanca se paró con inmensas dificultades y, sosteniéndose de la vieja, comenzó a andar.
— Figuraos —decía la anciana —que yo curo a todos los que andan huyendo de la justicia, y hasta ahora ni uno me han pizcado. ¿Se tendrá confianza en que no os encuentren a vos?
Llegaron a una puerta que abrió la vieja, y en el fondo, en un jergón, Blanca pudo descubrir a Teodoro que estaba acostado contra la pared y con la cara y la cabeza llena de vendas y de parches. Teodoro, por su parte, la reconoció también.
— Señora —dijo queriendo inútilmente levantarse.
— Teodoro —contestó doña Blanca intentando en vano apresurar el paso.
— Vamos, vamos, quietos —dijo la vieja—. Nada de imprudencias ¿conque ustedes son conocidos?
— Mucho, mucho —contestó Blanca estrechando una mano de Teodoro.
— Mucho —agregó éste besando la mano de Blanca.
— Cuánto me place —dijo la curandera— siquiera así no se desconfiarán los dos, porque la señora viene aquí también a curarse. ¿Lo entendéis?
— Sí —contestó Teodoro.
— Entonces, puesto que sois conocidos, aquí se queda la señora mientras voy a disponerle su lecho.
Doña Blanca quedó a solas con Teodoro y le refirió cuanto le había pasado, sin poder entre ambos explicarse todo lo que aquello significaba.
La vieja sin duda tenía relaciones con toda la gente perdida, porque en la noche dos o tres veces llegaron algunos hombres a darle recados y a recibir de ella, frascos y yerbas que indudablemente eran remedios; y aun
llegó o pasar por allí una partida de hombres a caballo que sin disputa podía asegurarse que no eran tropas del rey, porque departieron un rato con la vieja y se fueron luego.
En otras circunstancias todo esto hubiera espantado a Blanca, pero había pasado por tantas peripecias que ya todo le parecía indiferente; sentía además cierta confianza por encontrarse tan cerca de Teodoro, en quien
veía una especie de protector a pesar del estado de postración en que él se encontraba.
Aquella noche la vieja curó cuidadosamente a doña Blanca.
Don Melchor Pérez de Varáis tomó la dirección que le indicaron y a pocas horas comenzó ya a descubrir a lo lejos el caserío de México, sus arboledas y las torres y cúpulas de sus iglesias, que aunque no eran en tanto número como hoy, ya indicaban una ciudad poblada y religiosa.
Don Melchor tenía, como todos los alcaldes mayores de aquellos tiempos, una casa dispuesta siempre en la ciudad para recibirlo. Todos eran una especie de señores feudales que hacian grandes gastos y vivían con toda especie de comodidades, sosteniendo la servidumbre de dos o tres casas distintas que tenían en diversos puntos de la Nueva España.
Don Melchor, merced a la protección de la Audiencia que le había concedido ser a la vez alcalde mayor de Metepec y Corregidor de México, estaba muy rico, y en su casa de Metepec y en la de México, no sólo estaba
siempre lista la servidumbre, sino que se servía la comida a las horas de costumbre como si él estuviera presente, y en algunas veces por medio de cartas invitaba a algunos amigos para que fuesen a comer a su casa,
encargando a uno de ellos que hiciese en su nombre los honores a los convidados.
Tales eran las fastuosas costumbres de aquellos personajes,
a quienes tan poco trabajo costaba reunir grandes, riquezas.
Llegó a su casa don Melchor y como si sólo se hubiese separado de allí para dar un paseo de algunas horas, sus criados le presentaron sus vestidos de corte y le pusieron la cena.
Don Melchor no quiso salir aquella noche y se contentó con enviar a su mayordomo con un atento recado al Capitán general don Pedro de Vergara Gaviria, notificándole de su llegada y suplicándole le excusase si
no pasaba a verle inmediatamente por estar muy cansado y un poco enfermo.
Vergara sabía por su parte muy bien que aquella noche debía de estar ya en México don Melchor.
A la mañana siguiente, cuando el Capitán general hacía su despacho, le anunciaron al señor don Melchor Pérez de Varáis.
Vergara le recibió con las mayores muestras de cariño y, antes de darle tiempo a otra cosa, hizo recaer la conversación sobre Luisa.
— Escribí a su señoría —le dijo— sobre lo que por el señor inquisidor se había descubierto.
— Y eso me trae más de prisa —contestó don Melchor.
— Témome que tengáis un desengaño bien triste.
— ¿Por qué ? ¿Acaso se engañaría S. E. y no sería esa
mujer la pobre Luisa?
— Desgraciadamente ella es, y desgraciadamente digo, porque las artes de que fue víctima, aunque descubiertas, no han podido ser hasta hoy contrariadas. La pobre señora sigue tanto peor en su naturaleza física, cuanto
en su estado moral.
— ¿Hase llegado a afectar su inteligencia?
— De una manera grave; quizá por sus muchos sufrimientos, y por la misma naturaleza del hechizo, no es ni la sombra de lo que fue en otros tiempos; está casi en el estado de imbecilidad.
— ¡Pobre Luisa! —dijo don Melchor profundamente conmovido.
— Juzga el señor inquisidor que quizá el cuidado y las atenciones, y algo que también pueda influir vuestra presencia, volverán algún día a esa pobre a su primitivo estado.
— Dios lo quiera. ¿Pero nada se ha podido averiguar respecto de los autores del delito?
— Nada, por más que el señor inquisidor y yo nos hemos empeñado en descubrirlo.
— Sea por Dios. ¿Y dónde está Luisa?
— En la Inquisición.
— ¿En la Inquisición?
— Sí, y no os admire, que no está en calidad de presa.
— Bien, pero como vos me escribisteis tenerla ya en vuestro poder ...
— Así se había acordado, pero supuso el señor inquisidor que siendo ya el lance tan público, hubiera sido dar pábulo a la curiosidad haberla sacado del Santo Oficio, mientras vos no estuvierais aquí para recogerla ...
— ¿Y cuándo podré ir por ella?
— Ahora mismo, y porque veáis qué empeño tengo en este negocio, quiero acompañaros yo mismo, aunque suspenda por ahora el acuerdo. ¿Habéis traído vuestra carroza?
— En el patio me espera.
• — Bien, vamos.
Tomó el licenciado su sombrero y bajó en compañía de don Melchor, montaron en la carroza y se dirigieron a la Inquisición.
El inquisidor mayor, prevenido por don Pedro de Vergara esperaba ya la visita y les recibió con mucha ceremonia.
- Verdaderamente —dijo— me apena la desgracia del señor don Melchor Pérez de Varáis, y espero que Su Divina Majestad dará a su esposa el alivio y a él el consuelo que tanto necesitan.
— Y sólo de El espero —contestó don Melchor—, que cosas hay que parecen no tener remedio sobre la tierra.
— ¿Queréis ver ya y recibir a vuestra esposa?
— Sí, señor.
— Pues vendrá, pero armaos de valor porque el golpe va a ser muy fuerte para vos.
— Tendré resignación.
El inquisidor agitó la campanilla y dio en voz baja algunas órdenes a un familiar. Poco después se abrió la puerta y entre dos ministros del Santo Oficio penetró en la sala una negra. Los familiares se retiraron y la negra siguió avanzando.
La estatura y el cuerpo tenían mucha semejanza con el de Luisa, tenía como ella cortado el pelo, pero la fisonomía en ningún caso podía confundirse con la de aquélla.
Aquellos ojos con su mirar bajo, aquella boca, siempre
entreabierta, aquel aire profundamente estúpido, no podían dar ni un indicio de la viva e inteligente fisonomía de la esposa de don Pedro de Mejía.
Don Melchor la miró con fijeza, se puso densamente pálido y sin decir una palabra se cubrió el rostro con las manos y se puso a llorar.
— Aquí tenéis a vuestro esposo, al señor don Melchor —la dijo el inquisidor.
La negra, en lugar de contestar, se puso a reír estúpidamente, produciendo una especie de gruñido.
— Cada día está peor —dijo con hipocresía el licenciado Vergara—. Don Melchor, tened paciencia.
— La tendré —contestó con resolución, y luego levantándose se dirigió a la negra.
— Luisa, Luisa, ¿me conoces?
La negra volvió a reír.
— Me la llevo si me lo permite su señoría —dijo don Melchor.
— Como gustéis.
— ¿Tendrá su señoría la bondad de ordenar que me presten una silla de manos para llevarla a mi carroza?
— Sí —contestó el inquisidor y sonó la campanilla.
Entró un portero, el inquisidor le dio sus órdenes y poco después dos familiares llegaron con una silla de manos. Don Melchor hizo entrar a la negra, que obedeció como una niña.
— Señor, adiós —dijo don Melchor—, dispensen su Excelencia y su señoría que les deje así; pero ya pueden considerar mi situación.
— Sí, id y que Dios os consuele.
Don Melchor salió lloroso tras de su silla, y el licenciado y el inquisidor se quedaron riendo de su dolor.
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