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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo decimonono

En que se continúa la materia del anterior


Los que condujeron a don Melchor que, como el lector habrá comprendido, eran enviados por el licenciado Vergara de acuerdo con la Inquisición, mandaron en la misma noche parte de todo lo acontecido al licenciado.

Uno de ellos fue en persona para dar noticia de cuanto habia ocurrido, y con objeto de consultarle sobre algunas dudas.

El licenciado Vergara quedó sumamente complacido.

— ¿Conque no hicieron ninguna resistencia? —preguntó.

— No señor, cayeron como unos pajaritos.

— Más vale asi, que a fe que hubiera yo sentido cualquier desgracia, cuando sólo se trata de detener unos dias a don Melchor sin causarle daño.

— ¿Y digame V. E. qué se hace con una señora enferma que venía con su señoría?

— ¿Una señora?

— Sí, una dama que le acompañaba.

— ¿Y qué dama era ésa?

— Debe ser de la familia, aunque apenas pudimos verla, porque venia enferma y acostada dentro de un carro.

— ¿Y qué hicisteis?

— Como supusimos que era de la familia, y no criada, ni esclava ni cosa asi, por no disgustar a su señoría el señor don Melchor, la hemos puesto en su mismo alojamiento.

— ¿Y qué dijo él sobre esto?

— Nada absolutamente.

El licenciado se puso a reflexionar que don Melchor ni tenía familia, ni era posible que viniendo a buscar a Luisa, hubiera traído consigo una mujer: ésta debía ser alguna enferma que venia sin duda a curarse a México y había aprovechado la marcha de don Melchor para tener más seguridad en el camino. Esta idea le pareció muy acertada y se fijó en ella.

— Todo ha estado muy bien —dijo— volved inmediatamente. Decid de orden mía, que se siga reteniendo a don Melchor, tratándole con toda especie de consideraciones; y sobre todo, que nada sepa de la causa de su detención, ni que conozca a nadie ¿lo entendéis?

— Sí, Excelentísimo señor. ¿Y la dama?

— Si quiere permanecer allí que permanezca, pero si por causa de salud pretende seguir su viaje no se lo estorbéis, que nada tiene ella que ver en todo esto. Sin embargo, cuidad de que tampoco ella comprenda lo que pasa.

— Muy bien, Excelentísimo señor.

El hombre montó a caballo y partió en la misma noche.

Al día siguiente el licenciado Vergara despachaba en la Audiencia, y al medio día se le presentó el alcalde con el rostro triste y compungido.

— ¿Qué nos dice de nuevo el señor alcalde? —dijo el licenciado.

— Traigo malas noticias a V. E.

— ¿Malas noticias? ¿Qué ha ocurrido?

— Sabrá V. E. que al conducirse a la Santa Inquisición, de orden de V. E. la señora que estaba presa en la cárcel de la ciudad, fue quitada a los alguaciles por un negro.

— Lo sé, pero supongo que debe haber sido reaprehendida, porque un hombre a pie y cargado con una mujer, como se me refirió que iba, puede muy pronto ser alcanzado.

— Lo fue en efecto, aunque no con mucha facilidad, porque el negro corría como un venado y tenia la resistencia de un toro.

— Adelante.

— Pues en la persecución se empleó gran parte de la mañana, y hasta el día siguiente, es decir hasta ayer no volvían los alguaciles con la presa a quien traían en un carro, por estar muy enferma.

— Adelante, adelante —dijo el licenciado comenzando a entrever algo de lo que habia pasado.

— En el camino encontraron al señor don Melchor Pérez de Varáis que venia para la ciudad y que se acompañó con ellos. Repentinamente, todos se encontraron rodeados por una cuadrilla de forajidos, compañeros sin duda del negro que robó a la presa, y los alguaciles tuvieron que sucumbir después de una desesperada resistencia.

— Supongo —dijo el licenciado con una sonrisa maliciosa —que vendrian muchos heridos y que habria algunos muertos.

— Dios no lo ha permitido, señor, y aunque es cierto que los salteadores se llevaron a la presa y al señor don Melchor, pero no tenemos que lamentar desgracia alguna.

— Es un milagro; pero hágame su señoria el favor de que se advierta a esos alguaciles que no han cumplido con su deber, y que si hablan ellos del negocio y se divulga por culpa suya con mengua del crédito de la justicia, a quien pone en ridiculo este lance, los mando ahorcar a todos ¿lo entiende su señoria?

— Si, señor excelentisimo.

— Bueno, y no toméis ya medidas de ninguna clase, ni os mezcléis para nada en este asunto, que tomo yo exclusivamente por mi cuenta para enseñaros cómo se manejan estas cosas de la justicia. Id, señor alcalde.

El alcalde hizo una reverencia y salió.

El licenciado se puso a escribir inmediatamente para dar orden de que no dejaran comunicar ya a doña Blanca con don Melchor y que la remitiesen presa a México inmediatamente.

Quizá ya ella habria referido todo a Pérez de Varáis, y entonces todo el plan concertado por el inquisidor era inútil.

Salió el correo en el acto y llevando órdenes de reventar el caballo si era preciso para llegar pronto.

Veamos entre tanto lo que habia pasado con Blanca.

La vieja curandera había logrado en una sola noche mejorar a Blanca de una manera extraordinaria.

A los que no conocen cuánta inteligencia tienen esos curanderos de los campos y cuántos secretos poseen sobre las virtudes maravillosas de las plantas, árboles y piedras, les parecerá verdaderamente una vulgaridad el que se crea que sanan algunas ocasiones heridas y enfermedades con tanta rapidez como no lo haria el cirujano más práctico; y sin embargo, nada es más cierto y algunos de esos secretos han llegado a ser, como el huaco, el anacahuite y la raiz de Jalapa, puestos al alcance de la ciencia, altamente apreciados.

A la mañana siguiente Blanca estaba tan repuesta que conocía a todos y pudo dar a don Melchor noticia de cuanto habia ocurrido.

Don Melchor creyó encontrar alguna relación entre lo que le referia Blanca y su situación, y pensó ante todo en salvar a aquella joven.

Durante su conversación con Blanca la vieja curandera dormía, y don Melchor la despertó. Comenzaba a aclarar la mañana.

— Señora —le dijo don Melchor— os estoy tan obligado que mi reconocimiento no se satisfará con sólo daros dinero, sino que haré por vos cuanto queráis, pero quisiera preguntaros una cosa.

— Si, señor.

— Si fuera posible que saliera de aquí esta joven ¿podríais llevarla, pagándoos por supuesto, a un paraje seguro y oculto?

— Cómo ¿para ocultarla, de quién?

— ¿Seréis capaz de guardar mi secreto?

— El oficio que llevo os lo garantiza.

— Pues bien, para ocultarla de la justicia.

— Podéis confiar.

— ¿Con toda seguridad?

— Con toda seguridad.

— Bien, entonces vamos a ver de qué manera la sacamos de aquí, de grado o por fuerza. ¿Sabéis quiénes son nuestros guardianes?

- No señor, yo no vivo lejos de aquí, pero jamás había visto a estos hombres. Esta finca estuvo casi siempre abandonada, ayer dos enmascarados han ido por mi, y me han traído. Nada más sé.

— Esperaremos que entre alguno de ellos. Le hablaré para ver si se consigue algo por bien, y mientras pondré a doña Blanca al tanto de cuanto ocurre y hemos concertado.

El hombre que habia ido a verse con el licenciado Vergara volvió ya al amanecer y comunicó las órdenes que habia recibido. Doña Blanca era para los comisionados de Vergara un verdadero estorbo, y por esto y por demostrar buena disposición a don Melchor, se apresuraron a darle noticia de todo.

El que fungia de jefe entró a la cámara de don Melchor y cuando éste se preparaba a decir algo que le indicase la disposición de ánimo de sus guardianes con respecto a doña Blanca, el hombre le dijo:

- Su señoria ha escuchado que por orden de la persona que aquí le guarda, tendrá su señoria cuanto apetezca, y en lo que a esa dama atañe, libre es, si gusta ella y su señoria lo dispone, de seguir su marcha y atender en otra parte al cuidado de su salud.

Don Melchor llegó a pensar que en todo esto habia una especie de milagro.

— Gracias —contestó— en tal caso dispondremos que salga luego, que su situación peor está a cada momento y temóme una catástrofe por la falta de asistencia.

— Como su señoria lo ordene.

— Pero no pudiendo moverse, supongo que podrá la curandera ir a traer algunos indios que la lleven cargando.

— No hay inconveniente.

Don Melchor entró precipitadamente.

— Es necesario no perder un instante. Todo está arreglado, id por unos hombres que saquen a la enferma de aqui, y por si no pudiere yo hablaros luego, procurad tan luego como saleáis al campo con ella, extraviar camino por si quisieren perseguiros.

— Nada temáis.

La vieja salió ligera y don Melcbor entró a hablar con Blanca.

— Doña Blanca, pronto estaréis libre.

— Libre ¿y cómo?

— He conseguido que estos hombres, que no os conocen, os dejen salir. La curandera os lleva y ella ha prometido ocultaros.

— ¡Ay, señor, cuánto os debo! Pero creo que todo será inútil, el cielo no quiere que yo me salve y cuantos esfuerzos se hagan serán inútiles, y yo no conseguiré sino arrastrar en mi caida a cuantos pretendan impedirla.

— Doña Blanca, tened valor. Si el cielo hasta hoy no os ha abandonado ¿por qué desconfiáis de Dios? Valor y fe, doña Blanca, y os salvaréis, yo os lo aseguro.

— ¡Que Dios os escuche!

Serian ya las dos de la mañana, cuando volvió la vieja con algunos hombres que conducían una especie de camilla formada de ramas.

Colocaron en ella a doña Blanca y salieron de la casa sin obstáculo de ninguna especie. La vieja recibió de don Melchor una cantidad de pesos que ella no contó pero que le pareció suficiente y siguió alegremente a la camilla.

De buena gana hubiera solicitado don Melcbor permiso para salir a ver la dirección que tomaban, pero se guardó muy bien de hacerlo por no infundir sospechas a sus guardianes.

Haría a lo más una hora que habia partido doña Blanca, cuando oyó don Melchor gran ruido en el patio, se asomó y vio que ensillaban precipitadamente sus caballos algunos de los hombres que le custodiaban.

— ¿Qué hay novedad? —preguntó.

— Si, señor —contestó el jefe—; acaba de llegar violentamente un correo para que no se permita salir de aquí a la señora que venía con su señoria.

— Pero ahora ya se fue.

— Salen a caballo algunos a alcanzarla.

— ¿Y de quién es la orden? —preguntó don Melchor esperando saber algo por la respuesta que le dieran.

— De quien puede darla —contestó el hombre.

Esto era lo mismo que nada, pero supuesto que doña Blanca estaba perseguida por la justicia y aquellos hombres tenían orden para detenerla, claro estaba que ellos recibían órdenes de la justicia: entonces no eran ni ladrones, ni enemigos suyos particulares. ¿Qué era pues aquello? Aunque se hubiera vuelto loco, no lo hubiera adivinado nunca.

Los hombres salieron en busca de Blanca y don Melchor quedó con la mayor inquietud, aunque siempre con la esperanza de que la vieja hubiera seguido fielmente sus instrucciones, y que hubiera extraviado el camino al salir.

Transcurrieron asi algunas horas, de la mayor ansiedad para don Melchor que a cada momento esperaba ver entrar a Blanca.

Oyó de repente las herraduas de un caballo que penetraba en el patio, se asomó, y era un correo que entregó un pliego a uno de los guardas y volvió a marcharse. El jefe recibió el pliego, lo leyó y dio después algunas órdenes que don Melchor, por más que hizo, no pudo percibir.

Vio entonces que de una cuadra sacaban su mismo caballo, que le ensillaban con sus mismos arreos y que, ya embridado y listo, un hombre le tenia en medio del patio y el jefe se dirigia para su aposento.

Don Melchor le salió luego al encuentro.

— Tengo órdenes —dijo el hombre— para que su señoria pueda seguir su viaje. El caballo está listo y en su misma habitación recibirá su señoria todo su equipaje esta misma nocbe.

— Pero ¿cómo?

— Nada más podré decir a su señoría.

— ¿Y la señora que fueron a buscar?

— Aún no vuelven los compañeros.

— ¿Podré esperarme hasta saber el resultado?

— No es posible.

— Pues vamos.

Don Melchor montó a caballo, y se puso a caminar en la dirección que le dijeron que estaba México.
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