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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo primero

En donde hacemos conocimiento con el inquisidor mayor Don Juan Gutiérrez Flores y volvemos a ver a Doña Blanca


Hemos llegado a la sala de Audiencia del Tribunal de la Fe. Era un salón como de veinte varas de largo y ocho de ancho y magníficamente adornado, rodeado de columnas del orden compuesto y con ricas colgaduras de damasco encarnado. En el centro de una de las cabeceras, un gran dosel de terciopelo carmesí con franjas y borlas de oro; debajo de él y sobre una plataforma rodeada de una barandilla de ébano negro, y a la que se subía por una gradería, la mesa de los inquisidores y sus tres sillones de terciopelo carmesí, con borlas y franjas, y recamos de oro.

En el dosel bordadas las armas de la monarquía española, y apoyado en el globo de la corona con que remata el blasón, un Crucifijo, y en derredor el terrible lema de la Inquisición: Exurge Domine, judica causam tuam. A los lados de la cruz dos ángeles, uno con una oliva en la mano derecha y una cinta en la izquierda, que decía: Nollo mortem impíi, sed ut convertatur, el vívat. En el otro lado el otro ángel con una espada en la mano derecha y en la izquierda una cinta con este mote: Ad faciendams vindictam, in natíonibus increpationis, in populis.

Cerca del dosel había una pequeña puertecilla llena de agujeros para que el denunciante y los testigos pudieran desde dentro ver al reo, sin ser vistos por él.

A la derecha del salón estaba la puerta que conducía a las prisiones, y un poco más adelante, pero cerca de ella, en el mismo muro, otra puerta que tenía encima este rótulo: Mandan los señores inquisidores que ninguna persona entre en esta puerta para dentro, aunque sean oficiales de esta Inquisición, si no lo fuesen del secreto; pena de excomunión mayor.

Don Juan Gutiérrez Flores estaba sentado bajo el dosel, el escribano notario del Santo Oficio le daba cuenta con una multitud de causas.

—Denunciaciones— dijo el escribano tomando uno de los procesos— contra Sor Blanca del Corazón de Jesús, monja profesa del convento de Santa Teresa de esta capital, por herejía y pacto con el demonio.

— ¿Qué hay de nuevo en esta causa? —preguntó el inquisidor mayor.

— Los testigos y denunciantes hanse citado para venir, y no se les ha podido encontrar a todos porque el principal, que es el denunciante, hase encontrado muerto después del asalto que se dio a Palacio; pero su declaración debe hacer grande fe porque ese homhre, según el entierro que se le mandó hacer por el Ilustrísimo señor Arzobispo, tenía grandes merecimientos.

— ¿Y hay, además, otros testigos?

— Una señora principal, aunque ésta tampoco ha podido ser hallada.

— Entonces podéis hacer que entre, o que sea conducida a mi presencia la llamada Sor Blanca, para proceder a tomarle su declaración.

El escribano puso el auto y la orden para la comparecencia de Sor Blanca y agitó una campanilla de plata que había sobre la mesa.

Un familiar se presentó y el escribano le entregó la orden.

Transcurrió un cuarto de hora cuando se abrió la puerta de las prisiones, y Blanca, conducida por dos carceleros que tenían las caras cubiertas con sus capuchones, penetró en la sala de la Audiencia.

Blanca estaba sumamente pálida, sus ojos brillantes y enrojecidos por el llanto se fijaban espantados en la figura del inquisidor y en el extraño adorno de la sala.

La joven se adelantó vacilando, casi sostenida por los carceleros, hasta llegar cerca del escribano.

Entonces los carceleros se retiraron y doña Blanca tuvo que apoyarse contra la barandilla para no caer.

— Tomadle el juramento —dijo el inquisidor.

— ¿Juráis a Dios y a su Madre Santísima —dijo solemnemente el escribano— y por la señal de la cruz, decir la verdad y todo cuanto se os preguntare, a cargo de este juramento?

— Si juro —contestó Blanca, llevando a sus labios su mano derecha, con la que había formado la señal de la cruz.

— Estáis acusada y denunciada de herejía, y de tener pacto con el demonio —dijo el inquisidor.

— Señor —contestó Blanca—, otras serán mis culpas por las que Dios tendrá que castigarme; pero ya tengo declarado que sobre esos capítulos en nada me remuerde mi conciencia.

— Sentaos —dijo el inquisidor.

Blanca se sentó en un banquillo sin respaldo, que estaba cerca de ella.

— ¿Persistís en no confesar? —prosiguió el inquisidor—. Puede eso traeros fatales consecuencias.

— Dios dispondrá de mi, según su voluntad; pero yo no soy culpable de esos delitos de que se me acusa.

— Vamos, inútil es con vos la dulzura y el convencimiento. Si no tenéis pacto con el diablo ¿cómo habéis logrado salir del convento en donde estabais encerrada?

— Ya he dicho que con una depositada que tenia las llaves de todas las puertas.

— ¿Insistís aún en vuestra falsedad? Porque ya se os ha dicho que según las declaraciones de todo el convento, esa mujer a quien hacéis referencia, y que según dijisteis se llama Felisa, no ha faltado del convento ni una sola noche, ni el sacristán de la iglesia ha dejado un solo día de cumplir exactamente con su obligación, y hanse encontrado en vuestra celda las alhajas que dijisteis haberse llevado la Felisa. Asi es que sólo por artes diabólicas pudisteis haber salido del convento estando todas las puertas cerradas, y haber inventado esa fábula con que quisisteis engañar al Santo Tribunal de la Fe.

— Juro por Dios que nos escucha —contestó Blanca— que todo lo que he referido es lo que aconteció, y no más; y aunque no podré explicar cómo esa mujer estaba dentro del convento y no ha faltado de allí ni una sola noche, me afirmo en que es ella quien de allí me ha sacado.

— Haced constar, señor escribano —dijo el inquisidor— que esta mujer se obstina en su negativa, en cuanto a tener pacto con el diablo.

El escribano extendió la declaración.

— En cuanto al capitulo de herejía —dijo el inquisidor— declaradamente no podéis negarlo, porque habéis confesado haber contraído matrimonio con don César de Villaclara, habiendo hecho voto de castidad y de clausura, por lo que él y vos, asi como todas las personas que os ayudaron, estáis declarados herejes y relapsos y dignos de las mayores penas con que nuestra Madre la Santa Iglesia, y el Santo Tribunal de la Fe en nombre de Dios ofendido, castigan a los que tales extremos tocan.

— ¡Ah, señor! —dijo Blanca, temblando con la sola idea de que don César podía llegar a caer en manos de la Inquisición— haced conmigo lo que queráis, condenadme al tormento, mandadme a la hoguera, destrozad mis carnes y mis nervios, reducid a cenizas mi cuerpo; pero por Dios, señor, por la religión de Cristo, por la memoria de vuestros padres, por el alma que tenéis que salvar, no envolváis a don César en mi culpa ni en mi castigo. El es inocente, os lo juro , es la verdad; miradme aquí pronta, dispuesta a sufrirlo todo, pero a él no, no, por Dios, os lo repito, es inocente, yo le he engañado, le he burlado, yo le oculté que era religiosa; le hice creer que era libre porque le amaba, por eso me he arrojado en este abismo. ¡Ah, señor inquisidor! ¿Vos no sabéis lo que es una pasión? Entonces no me juzguéis, porque no podéis comprenderme, yo soy aqui la culpable, pero él no, él no; os lo juro en nombre de Dios que nos oye.

— ¿Confesáis pues? —dijo con la misma indiferencia que antes el inquisidor y sin inmutarse ni afectarse con la creciente exaltación de Blanca.

— ¿Y qué queréis que confiese?

— Vuestra herejia al haber contraído tan sacrilego matrimonio, estando ligada a Dios por vínculos tan sagrados.

— ¿Y cómo queréis que yo confiese semejante cosa? Yo he pronunciado esos votos de consagrarme a Dios en el claustro por fuerza, contra toda mi voluntad, y Dios no puede haberme aceptado ese sacrificio, porque El estaba leyendo en mi pecho y en mi pensamiento; porque El sabia que aquellas palabras que, al salir de mi boca quemaban mis labios, no eran la verdad, no eran lo que sentía el corazón; que yo le amaba sobre todas las cosas de la tierra, pero no estaba dispuesta, no era mi voluntad, no quería pertenecer al claustro. Si yo he abandonado el convento, era porque me sentía libre, porque, como ya he declarado, el Pontífice disolvía los vínculos que me ligaron; por eso pude entregar mi mano a don César, por eso pude darle mi corazón, él es mi esposo verdadero ante Dios y ante los hombres, y aunque el mundo crea lo contrario, y aunque juzgue indisolubles los lazos que antes me ataban, yo sé, porque Dios me lo dice en mi conciencia, que don César es mi esposo y que no he ofendido a la Divinidad con haberme unido a él.

Blanca habla dicbo todo esto como presa de una fiebre, como delirando.

— Inútil será proseguir la diligencia —dijo el inquisidor—. Asentad, señor escribano, que esta mujer ni reconoce sus crímenes, ni abjura de sus errores, e insiste en negar su confesión, y que en consecuencia se le sujete por su contumacia a la cuestión de tormento ordinario y extraordinario hasta obtener su confesión.

— ¡Piedad, señor! —exclamó Blanca, cayendo de rodillas—. ¡Piedad!

La energia que habia sostenido a la mujer amante, desapareció ante la idea del tormento.

Las relaciones de los dolorosos sufrimientos que servían al Santo Oficio como el medio infalible para arrancar de la boca de sus victimas una confesión, las más veces falsa, circulaban por todas partes.

La palabra tormento no sonaba entonces como ahora, vaga y sin despertar en el alma un verdadero sentimiento de terror: en aquella época el hombre más enérgico y más dispuesto a arrostrar la muerte, sentía helarse de espanto su corazón a la sola idea de verse en la cuestión del tormento; y muchos desgraciados se confesaron culpables de crímenes que jamás habian cometido, prefiriendo morir en el garrote o en la hoguera, a pasar por aquella sucesión de dolorosas y sangrientas pruebas.

Blanca sintió todo el horror de su situación, y su energía la abandonó. El escribano tocó la campanilla y volvieron a aparecer los dos carceleros.

— De orden del señor inquisidor esta mujer a la sala del tormento.

— Por Dios, señor inquisidor ¡piedad! Yo diré —decía Blanca, queriéndose arrodillar a los pies del inquisidor— dejadme, dejadme rogarle. Y hacia esfuerzos por desprenderse de los carceleros o por conmoverlos; pero aquellos hombres, acostumbrados a ver esta clase de escenas, no se inmutaron siquiera.

Y tomando a Blanca entre los dos, a pesar de sus ruegos y de sus lágrimas y de su desesperación, la condujeron hasta la puertecilla que tenia encima escrita la prohibición de entrada para los que no fuesen del secreto.

Abrieron violentamente, y metiendo por ella a Blanca volvieron a cerrarla después. El inquisidor y el escribano, como si nada estuviera pasando alli, seguian tratando de otros negocios.
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