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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo decimoctavo En que se cuenta lo que pasó a Don Melchor y a Blanca
Los enmascarados que rodearon a don Melchor terminaron tranquilamente su tarea, ataron los caballos de los que custodiaban a doña Blanca y de los criados de Pérez, y luego a éste lo acomodaron también con Blanca y echaron a caminar llevándose el carro con tanta confianza como si no dejaran amarrados a los agentes de la justicia.
Anduvieron así hasta muy cerca de anochecer, sin que Pérez hubiera comprendido cuáles eran sus intenciones, y a cosa de la oración llegaron a una hacienda y entraron al patio de la casa.
Allí fue donde aquellos hombres apercibieron que había
otra persona más en el interior del carro.
Blanca durante el viaje, ni había hablado una palabra ni se había descubierto el rostro; acostada y casi sin moverse había pasado todo el camino, quejándose sólo algunas veces porque el movimiento la hacía pasar terribles dolores. La fiebre había vuelto a apoderarse de ella, y la agitación de su espíritu y los acontecimientos por los que había tenido que pasar eran superiores ya a sus fuerzas.
— Aquí hay una mujer —dijo un enmascarado, luego que hicieron bajar a don Melchor y le obligaron a entrar en una habitación.
— Será alguna criada o esclava del corregidor —contestó otro.
— A ver, háblale —dijo un tercero.
— Señora, señora, está durmiendo creo.
— Pues muévela que se despierte.
— ¡Señora! Nada, creo que viene enferma.
— Sube al carro y descúbrele la cara.
El hombre subió al carro y descubrió el rostro pálido y desfigurado de Blanca.
— Es una enferma —dijo.
— ¿Pues qué hacemos?
— La hubiéramos visto allá, allá la dejamos.
— Pero ahora ya no es posible.
— Entonces si viene con su señoría, de su familia debe ser. La bajaremos y la acostaremos en una cama en la misma habitación, que las órdenes de Su Excelencia son que se le guarden a él y a los que le acompañan
toda clase de miramientos.
— Por eso los dejaste en el camino amarrados y mirándose
unos a los otros.
— Deja de chanzas, y baja a esa señora.
El que estaba adentro tomó cuidadosamente a doña Blanca entre sus brazos y la llevó hasta una de las piezas del alojamiento destinado a don Melchor.
Doña Blanca se quejaba, pero no decía una sola palabra;
miraba por todas partes con ojos extraviados y dejaba que hicieran con ella cuanto quisiesen.
Don Melchor estaba como soñando; nada le habían dicho, y aquellos enmascarados le trataban más como a su jefe que como a su prisionero.
Les vio entrar conduciendo a Blanca y colocarla en su mismo aposento, y creció su admiración.
Los hombres se retiraron y don Melchor quedó solo con la enferma, meditando en la extraña aventura que le pasaba.
La curiosidad le hizo acercarse al lecho en que gemía
Blanca. La joven le miró fijamente, pero sin dar el menor indicio de admiración ni de disgusto. Pérez acercó su mano a una de las mejillas encendidas de Blanca.
— Terrible calentura tiene esta pobre mujer. ¿Será un tabardillo? Mal estoy entonces aquí, pudiera contagiarme.
Y se retiró precipitadamente.
Blanca comenzó a desvariar y, entre frases cortadas, a pronunciar los nombre de don César, de Teodoro, de Luisa y de don Melchor.
Este al principio paró poco la atención en lo que la joven hablaba.
— Malo —dijo—, desvaría.
Pero Blanca pronunció el nombre de Luisa v de don Melchor, y la cosa le pareció digna de atención.
— Calle —dijo— parece que la presa me conoce bien y a Luisa. ¿Pues quién será?
A pesar de su miedo volvió a acercarse y a examinar su rostro, pero en vano, tanto había variado la pobre Sor Blanca, a quien él conoció en el convento de Santa Teresa, que le hubiera sido imposible recordarla.
— Teodoro —decía Blanca— Teodoro ... nos alcanzan ... ahí vienen ... muy cerca ... La pobre negrita me deja salir en su lugar ... ¡Qué cosa tan horrible es el tormento, cómo tengo los brazos ... ¡Mirad!
Don Melchor vio los brazos que descubría Blanca aún con las terribles huellas del tormento.
— Es mi esposo ... sí, por eso le amo ... No soy monja ... no soy ... no soy ... Don Melchor Pérez de Varáis y su esposa ... hoy me lo han dicho ... vinieron ¡Qué buenos ...! Señora Luisa ¿es verdad que el Papa relaja mis ... mis ... mis ... ¿cómo se llaman ...? Teodoro,
nos alcanzan.
Don Melchor la miraba fijamente, y procuraba encontrar entre sus recuerdos algo que parecía cruzar por su imaginación.
Por fin, dándose una palmada en la frente, exclamó:
— ¡Ah! ya caigo. Esta es ¿pero será posible? la monja, la protegida de Luisa, la hermana de don Pedro de Mejía. ¿Cómo se llamaba? ¿Beatriz? No. ¿Estela? Tampoco. Sor ... Sor ... Blanca, Blanca, eso es Blanca. ¿Pero será ella? Veremos.
Y acercándose a la enferma, le dijo dulcemente.
— Blanca, Sor Blanca, Sor Blanca.
— ¿Quién me habla? Ya no soy Sor Blanca, soy la esposa de don César de Villaclara. ¿Quién es?
— Blanca, Blanca ¿me oís?
— Sí ¿quién sois? No os conozco.
— Yo soy don Melchor Pérez de Varáis.
— Mi protector ¡ah sí! me acuerdo. ¿Dónde está doña Luisa mi protectora? ¿A dónde está?
Los batientes de la puerta sonaron, don Melchor volvió el rostro y vio entrar a varios enmascarados que depositaron sobre una mesa todo lo que podía necesitar para hacer una buena comida.
Se retiraron después y sólo quedó uno allí para servirla.
Don Melchor quiso por él averiguar alguna cosa y comenzó a interrogarle.
— Hombre, supuesto que estamos solos, decirme podiás ¿con qué objeto se me ha traído aquí, qué se pretende conmigo?
— Nada sé, señor.
— ¡Cómo! ¿Pues qué órdenes has recibido?
— Sólo servir a su señoría en cuanto pida y necesite.
— ¿Pero quién te ha dado esas órdenes?
— Eso es lo que no puedo revelar.
— Pero yo te daré por ello lo que me pidas.
— No pida su señoría lo que no me es posible darle.
— ¿Dices que tienes órdenes para darme cuanto yo necesite ?
— Sí, señor.
— ¿Y si yo quisiera una persona que viniese a curar a esta señora enferma?
— Se haría venir inmediatamente.
— Pues por ahora es lo que más necesito, pero que sea muy pronto.
- Tan luego como acabe de servir a su señoría, iré a
buscar esa persona.
— Entonces puedes ir, pues no te ocuparé ya para nada.
El hombre obedeciendo inmediatamente salió y don Melchor volvió a acercarse a la cama de la enferma.
Blanca parecía dormir y estaba menos inquieta.
Había cerrado ya la noche cuando el criado volvió a entrar conduciendo a una mujer anciana.
— Señor —le dijo a don Melchor— por aquí no hay ni físicos ni cirujanos, y ésta es una componedora de huesos y herbolaria que sabe muchas medicinas y por eso la traigo.
— Venga usted por acá, señora —dijo Pérez— vea usted a esta enferma, a ver qué puede hacerle.
La vieja se acercó al lecho de Blanca, comenzó a examinarla, la miró cuidadosamente las contusiones y heridas de los brazos, y luego con grande aplomo dijo:
— Yo la sanaré muy pronto, no se necesita sino quitarle el molimiento. Por eso está ahora hecha un vivo
fuego. Voy a traer unos menjurges. ¿Podré ir para venir después a quedarme aquí con ella toda la noche?
Don Melchor no contestó, pero se quedó mirando al hombre de la máscara, y éste dijo:
— Puede usted.
La vieja salió, se estuvo fuera una hora y volvió después trayendo un hornillo con lumbre, vasijas, yerbas y redomillas.
Don Melchor se encerró en un aposento y la vieja comenzó sus curaciones.
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