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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo decimoséptimo

De cómo llegó a México en busca de su Luisa Don Melchor Pérez de Varáis, y de lo que le pasó


El propio, enviado por el licenciado Vergara Gaviria, llegó a Metepec y entregó las cartas que llevaba a don Melchor, que estaba entregado a la más profunda melancolía.

Don Melchor había tenido por Luisa una verdadera pasión, y quizá le hubiera afectado menos que ella le hubiera abandonado, que la aventura que no había podido explicarse y de la que él o Luisa habían sido víctimas.

La llegada del correo le puso como fuera de sí de placer, inmediateimente comenzó a disponerlo todo para regresar a México e hizo volverse en el acto al correo con una carta en que avisaba al licenciado Vergara que pronto se ponía en marcha para la capital, y que tratase a Luisa con cuantas consideraciones pudiese no escaseando gastos de ninguna especie: la carta debia llegar a México tres días antes que don Melchor. El licenciado Vergara recibió esta carta y sin pérdida de tiempo se dirigió en busca del inquisidor.

Don Juan Gutiérrez Flores estaba frenético. Hacía muchos años que no se oía decir de una fuga en las cárceles del Santo Oficio, y en aquellos días, sin que pudiese culparse a nadie, se habían fugado don César, María y Servia, y doña Blanca había sido arrebatada en esa mañana misma a los alguaciles.

Su señoría estaba temible en aquellos momentos. La visita de don Pedro de Vergara con las noticias que traía no podía ser más inoportuna.

El inquisidor fingió una amabilidad tan repugnante, como sería la sonrisa de un tigre, y don Pedro nada conoció.

— Acabo de recibir —dijo— noticias de Metepec.

— ¿Y qué sabe S. E. de nuevo? —contestó el inquisidor.

— Nada más sino que don Melchor Pérez de Varáis me anuncia su próxima llegada a esta capital.

— Paréceme eso de poca importancia.

— Creo al contrario de su señoría, que es de mucha y muy grave.

— Permítame V. E. que no comprenda ...

— Don Melchor viene en pos de Luisa. ¿Y qué podrá decírsele?

— Yo sé qué derechos pueda alegar para interesarse por ella supuesto que sabemos que no era su esposa, sino de don Pedro de Mejía.

— Con derechos o sin ellos, lo cierto es que como creía yo que me había sido remitida, le escribí lo acontecido y puede ahora interesarse por ella.

— No tiene derecho alguno, y así se le puede contestar.

— Lo cual no nos salvará de un gran escándalo, que a mi juicio tanto cede en mengua mía como de la justicia del Santo Tribunal, que ejecuta un reo por otro.

— En efecto, dice bien Su Excelencia.

— Pues es necesario dar un paso, si a su señoría le parece.

— Piense V. E. si será mejor detener a don Melchor en su camino o esperar a que llegue para hacerle aquí desistir de su empresa, y que deje todo por olvidado. ¿Cuándo cree S. E. que llegará don Melchor?

— Según su exaltación mañana debe estar aquí.

— En ese caso lo mejor sería detenerle en el camino, mientras disponemos algo que evite el natural escándalo y menosprecio que causaría la muerte de Luisa y los extraños acontecimientos que a ella dieron lugar.

— ¿Cuál es pues, el plan de su señoría?

— Aún no me fijo perfectamente, pero en primer lugar, es fuerza detener a don Melchor, y después vacilo en decidirme, si le presentamos un cadáver de negra, diciéndole que es Luisa, que murió de enfermedad natural, o una negra viva que le hagamos también creer que es ella.

— ¿Y será posible que lo crea?

— Todo está en la clase de mujer que se le presente.

— Cuidaremos entonces de buscar una muy inteligente.

— Por el contrario, la má s estúpida que podáis encontrar, con tal de que sea joven y tenga una estatura semejante a la de Luisa, porque diremos a don Melchor que su situación hizo perder el juicio a la pobre muchacha, y de esa manera, cualquier cosa que oiga lo atribuirá a la locura. Con esto no quedará por tierra el honor de la Santa Inquisición y nadie podrá descubrir lo que ha pasado en este negocio.

— Me parece un buen plan.

— Si se le presentara un cadáver, don Melchor sería muy capaz de querer hacerle honras tan suntuosas que llamarían la atención, y darían origen al escándalo que tratamos de evitar.

— En efecto.

— Bien, pero es necesario que disponga V. E. las cosas de manera de detener siquiera el día de mañana a don Melchor.

— Eso corre de mi cuenta.

— ¿Y cómo?

— Mañana enviaré al camino que debe traer algunos enmascarados que le detengan y le lleven prisionero, por unos días, a una quinta de los alrededores, y luego le soltarán.

— Pero pudieran acontecer muchas desgracias, si él se resiste.

— No se resistirá, que enviaré tal cantidad de gente que conocerá que toda resistencia es inútil.

— Así creo que está todo bien combinado. ¿Y V. E. se encarga de que le lleven la esclava que debe presentársele a don Melchor?

— Si su señoría no tiene de quién echar mano ...

— No tengo por ahora, pero mañana cuando venga V. E. para que hablemos, y que llegue la noticia de haber sido detenido don Melchor, le diré si por mi parte he encontrado lo que necesitamos.

— Bueno, voime a preparar las cosas para mañana, y estaré aquí mañana al medio día.

El licenciado se despidió del inquisidor y cada uno fue a dar por su parte las órdenes respectivas.

Los caminos estaban plagados de malhechores, y en aquellos días era una cosa muy expuesta viajar sin el acompañamiento de una muy fuerte escolta, pero tal había sido la precipitación con que don Melchor había salido de Metepec, que apenas se había hecho acompañar por dos criados.

En aquellos tiempos, Toluca era una población inferior a Metepec y a Ixtlahuaca; no había ese comercio, ni esa ancha vía de comunicación que atraviesa por medio del Monte de las Cruces: angostas y escabrosas veredas de herradura daban paso a los que a pie o a caballo pasaban de uno a otro de los pueblos, o a México.

Por lo que se ha dicho se conocerá con qué desconfianza caminaban todos, procurando reunirse en caravanas para ponerse más a cubierto de los asaltos de los ladrones.

Don Melchor atravesó sin novedad alguna el monte, y luego el valle de México sin haber encontrado ni ladrones ni viajeros.

Estaba ya cerca de la ciudad cuando notó que delante de él caminaba un grupo de gentes a caballo custodiando un carro de dos ruedas: los hombres tenían traza de gente de justicia y en el carro no podía distinguirse lo que llevaban porque iba cubierto con un toldo de petates.

Don Melchor quizo aprovechar aquella compañía, porque aun en las mismas puertas de la ciudad solían acontecer robos y muertes.

Don Melchor saludó a los que iban a caballo, y ellos le reconocieron luego como que había sido por algunos meses corregidor de México.

— ¿Y qué lleváis en ese carro? —preguntó don Melchor.

— Señor —contestó uno de ellos— nosotros salimos en persecución de un negro y una mujer que atacaron a la justicia y se fugaron, y nos hicieron correr mucho, pero el negro cayó del caballo hasta el fondo de una barranca, y la mujer hubiera seguido la misma suerte, pero se atoró de la falda en una rama y la recogimos; al negro ni modo siquiera de buscarle.

— ¿Y cuándo fue eso?

— Ayer, señor, pero nuestros animales estaban cansados y esta mujer no podía andar, tuvimos que pedir posada, y conseguir un carro para traerla y ahí va.

— Bien, nos iremos acompañados.

— Como mande su señoría.

Don Melchor caminaba por delante y paso a paso para que pudiera seguirle el carro; habían avanzado ya algo cuando de repente, de una arboleda se desprendieron una porción de enmascarados que estaban ocultos allí y rodearon a don Melchor y a los que le acompañaban.

Ninguno pensó en defenderse, y los enmascarados comenzaron a hacer bajar a todos de los caballos.
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