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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo décimotercero

De lo que arregló Teodoro y de lo que hizo Martín


Como Martín y Teodoro se convencieron de que nada había de hacer por ellos el Arzobispo, determinaron por sí mismos y a toda costa libertar a sus mujeres.

Teodoro pensó en Santiago, su viejo conocido, el que lo había introducido en las cárceles para ver a don José de Abalabide, y se dirigió en su busca.

Santiago vivía aun y seguía siendo uno de los miembros del secreto. Teodoro comenzó a conversar con él, indicándole su objeto y ofreciéndole cuanto quisiese.

— Quizá se descubra ¿y qué me sucederá?

— Pero si yo os prometo que vos no os mezclaréis para nada sino sólo para aconsejarnos.

— Bien, pero si os pillan y os dan tormento, cantáis de seguro.

— ¿Y si os damos lo suficiente para huir muy lejos de aqui?

— Aun cuando lograra escapar, siempre la conciencia ...

— Tanto dinero os daríamos que podríais emprender viaje hasta Roma, para pedir el perdón del mismo Papa.

— No, siempre yo no os he de decir nada de que podáis echarme la culpa; mirad, yo que estoy en un riesgo y con el Jesús en la boca por falta de seguridad en las prisiones. ¡Dios quiera que pronto se arregle el edificio como debe estar! Figuraos que hay una gran atarjea que sale debajo del convento de Santo Domingo hasta la calle, y que por allí puede meterse un hombre y salirse cualquier preso.

— ¿Y mi mujer en dónde está encerrada?

— Precisamente está con la mudita, encima de esa atarjea, en el calabozo que queda encima, no más que no es en el primer piso sino en el segundo.

— Y en el calabozo del primer piso ¿quién está?

— Un caballerito que se llama don César.

— Y a ese don César podría yo hablarle o escribirle.

— En cuanto a eso si no me parecería difícil.

— ¿Cuándo me lleváis?

— Esta noche.

— ¿Como la otra ocasión?

— Asi.

En la noche Teodoro estuvo puntual. Al pasar por la espalda de la cárcel del Santo Oficio, Santiago dijo a Teodoro:

— Mirad, del otro lado de esta acequia está la atarjea que os dije, y detrás de ese muro, sin estar dividido de la calle más que por el mismo muro, están arriba los calabozos de tu mujer y de la muda, y abajo el de don César.

Teodoro marcó perfectamente el lugar; conoció que lo que Santiago quería era enseñarle todo aquello indirectamente y que él pudiese, sin comprometerse, salvar a su mujer.

Entraron sin dificultad hasta la prisión de don César, y Santiago dejó a Teodoro solo con él.

— Don César —dijo Teodoro.

— Teodoro ¿vos aqui?

— Si, pero silencio. Vengo a libertaros y a libertar a mi esposa.

— ¿Cómo?

— Mirad, la noche de mañana si sentis golpes aqui en el pavimento, procurad rascar también por encima vos; y nada más, adiós.

— Pero ...

— Nada más. Adiós.

Teodoro volvió a salir y ya desde ese momento don César no pudo estar tranquilo ni un instante. Le parecía eterno el día, y hubiera comenzado a horadar si no hubiera sido una imprudencia.

Si procuró encontrar con qué ayudarse, y sólo encontró un hueso; pero un hueso en sus manos podía servir de mucho.

Pasó por fin el día, y luego la noche.

Entonces si que ya no pudo contenerse y determinó comenzar su tarea. Pero ¿por dónde? ¿Sabia él por qué lado llegarían sus libertadores?

Si vienen tarde no alcanzará el tiempo —pensaba don César— ¿qué hacer?

De repente se estremeció. Habia sonado en el piso un golpecito subterráneo, y luego otro.

Don César se arrojó contra el suelo y comenzó a rascar con desesperación con el hueso, con las manos; en un instante consiguió apartar la tierra hasta llegar a unas grandes losas que servían de bóveda a la atarjea por donde se habia introducido Teodoro.

Don César le quitó cuanta tierra y escombros tenia encima y procuraba levantarla cuando la vio moverse y alzarse. Teodoro, con sus robustas espaldas, la hacia salir de su centro y dejar una ancha entrada.

Don César le ayudó a separar la losa y salieron de aquel agujero, Teodoro y Garatuza, casi desnudos y llenos de lodo.

— ¡Vámonos! —dijo don César.

— Aún falta que hacer otra cosa —contestó Teodoro.

Entre Martin y Teodoro, echaron a la puerta del calabozo para impedir la entrada, cuantos escombros había en el cuarto; y luego, como los techos eran muy bajos, Teodoro se subió sobre la mesa que habia en el calabozo, y con una pequeña barra de acero comenzó a horadar el techo.

La operación era difícil, pero Teodoro era muy fuerte y trabajaba con entusiasmo, el sudor bañaba ya su frente y por la parte de arriba se percibía que también le ayudaban. Pasó una hora en esta fatiga, y por último la horadación se comunicó de un calabozo al otro por el techo.

— Servia —dijo Teodoro por el agujero.

— Aqui estoy —contestó Servia.

Continuó el trabajo con más actividad y media hora después ya Servia y María habían bajado por allí al calabozo de don César.

Se había hecho todo procurando el mayor silencio.

— Ahora sí vámonos —dijo Teodoro—. Yo guiaré.

Teodoro entró por delante en la atarjea que salía para la calle y todos le siguieron.

Aquella atarjea era un conducto subterráneo, por donde apenas podía comunicarse un hombre casi arrastrándose. Estaba húmeda y fría, y en algunas partes se habían formado depósitos de arena y agua corrompida.

Al salir de allí estaba la acequia que pasaba por la espalda de la Inquisición y era a donde salía a desaguar aquella atarjea.

Era preciso atravesar aquella acequia con el agua más arriba de la cintura.

Teodoro salió el primero y tomó a María, que le seguía inmediatamente, sobre sus espaldas; luego Martin, que hizo lo mismo con Servia, y en seguida apareció don César.

La noche estaba tan oscura que estando todos tan inmediatos, apenas se distinguían unos a los otros.

Atravesaron la acequia y salieron del otro lado. Entonces, sin hablar, Martin echó a caminar por delante y los demás en su seguimiento; y por calles solitarias y extraviadas lograron salir basta fuera de la traza a un gran edificio que tenia el aspecto de una vieja casa de campo.

Alli estaba ya todo dispuesto, había caballos ensillados y hombres a propósito para esa clase de caminatas. Desde que el marqués de Gelves había dejado el gobierno de la Nueva España, los ladrones habían vuelto a sus antiguas costumbres, y habia cesado la seguridad en las ciudades y en los caminos, y toda la clase de gente perdida estaba contentisima y se cantaba por todas partes una canción que comenzaba:

Vivimos en nuestra ley,
que ya se acabó el virrey.

A Martin indudablemente no le podian faltar auxiliares de esta clase, y a ellos debia ocurrir en semejante lance.

Los fugitivos comenzaron a disponer y arreglar sus planes. Martin determinó tomar el camino de Acapulco, llevando en su compañia a don César. Y Teodoro prefirió ocultar a Servia dentro de la ciudad, y permanecer él en ella como si nada hubiera acontecido.

Todo esto se determinó en un momento, y poco tiempo después salian de la casa todos, Martin, María, y don César a caballo para comenzar la peregrinación, y Teodoro y su mujer a pie para buscar un refugio en donde ocultar a esta última.

Serian las tres de la mañana y era seguro que la evasión no se advertiria en las cárceles del Santo Oficio hasta las siete, que era la hora en que se acostumbraba entrar a los calabozos para llevar a los presos el alimento y agua para todo el dia, y hacer el registro de costumbre.

Los fugitivos contaban con cuatro horas cuando menos de tranquilidad, y en cuatro horas se puede hacer mucho.

Santiago habia ayudado y favorecido, como hemos dicho, la fuga de don César y de las dos mujeres, y habia recibido una fuerte suma de mano de Teodoro, pero, conciencia de carcelero y de hermano de la cofradia del glorioso San Pedro Mártir, no estaba enteramente tranquilo y a medida que avanzaba la noche y que se figuraba que ya llegaba el momento de la evasión, comenzaban a ser más y más fuertes sus remordimientos y sentir miedo por los resultados.

Santiago no podia sosegar, no se acostaba, ni podia estar un momento tranquilo; a cada instante se acercaba a la puerta de su casa esperando algo nuevo, temiendo que lo mandasen llamar del Santo Oficio, que todo se hubiese descubierto alli y, en fin, que los inquisidores conocieran la parte que habia tenido él en todo.

Era ya la media noche y Santiago no pudo resistir, tomó su capa y su sombrero y se dirigió a la Inquisición.

Como alli nunca dejaba de estar en pie una guardia de familiares que de dia y de noche asistian al Tribunal, Santiago tuvo con quien hablar inmediatamente.

El hermano que estaba de guardia vio entrar a Santiago, y en el rostro demudado del antiguo ministril conoció que algo extraordinario le acontecia.

— ¿Qué pasa? —le preguntó.

— Una novedad —contestó Santiago—: acaban de hacerme la denuncia de que unos reos quieren hacer la fuga en esta misma noche.

— ¿Cómo?

— No lo dudéis, que asi será como me lo han referido, que de persona muy veraz tengo la noticia y me he apresurado a traérosla, por lo que pudiera importar.

— ¿Pero en qué parte de la prisión se intenta esa fuga? ¿Por quiénes? ¿Qué pormenores tenéis de eso?

— Nada más os puedo decir, que otra cosa no sé —dijo Santiago, no atreviéndose a dar mayores datos contra sus amigos.

— Entonces ¿qué os parece que hagamos?

— Pues creo que debia comenzarse por pasar ahora mismo una visita a todos los calabozos.

— Seria alborotar la prisión, y si no hay nada ...

— ¿Y si por desgracia hubiere, y vos por negligencia fuerais culpable?

— Os sobra razón. Acompañadme y vamos a practicar la visita.

El hermano comisario de guardia y Santiago tomaron dos faroles, y avisando a los carceleros comenzaron a esa hora un escrupuloso registro general en todos los calabozos.

Todos los reos despertaban espantados. Alli donde se temia la muerte y el tormento a cada instante, un rumor a media noche, una visita inesperada de los carceleros y del comisario, eran para estremecer a cualquiera.

Los reos se incorporaban en sus pobres lechos de paja y con ojos inquietos miraban a esas horas que los ministros del Santo Oficio buscaban por todas partes, removian la paja de las camas, tocaban las paredes y, luego que estaban satisfechos, se retiraban sin hablar una palabra.

Llegaron por fin las pesquisas hasta el calabozo que ocupaba don César.

El carcelero dio vuelta a la llave y Santiago se puso a temblar porque habia llegado el momento supremo, iba o a descubrirse la fuga o a impedirse que tuviera efecto, y Santiago no sabia qué era lo que deseaba que sucediera mejor.

El carcelero dio vuelta a las llaves, corrió los cerrojos y empujó la puerta, pero la puerta no cedió, redobló sus esfuerzos y la puerta permaneció cerrada; indudablemente habia por dentro un fuerte obstáculo que le impedia abrirse.

— ¿Qué sucede? —preguntó el comisario.

— No puede abrirse —contestó el carcelero—. Aqui si hay alguna cosa sospechosa.

— ¿Quién está preso aqui?

— Don César de Villaclara —contestó Santiago.

— Es preciso abrir v pronto —agregó el comisario.

Y todos reunieron sus esfuerzos y empujaron aquella maciza puerta que tenia por el interior nada menos que la losa que le habia puesto Teodoro. Resistió por mucbo tiempo la puerta, pero al fin cedió abriéndose con extraordinaria violencia.

Los familiares penetraron y reconocieron el calabozo.

— ¡Vacio! —dijo uno.

— ¡Vacío! —contestaron todos.

El comisario se puso a examinar el agujero que habia en el suelo.

— Por aqui fue la fuga —exclamó, y luego mirando horadado el techo—: ¡Y los de arriba también, esto es muy sospechoso!

Santiago no podia ni respirar del miedo.
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