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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo décimosegundo

Dios lo ha dispuesto


Luisa quedó gimiendo en su calabozo. Veamos ahora lo que había acontecido con Blanca y con don Pedro de Mejía.

El licenciado Vergara tan luego como salió de la Inquisición se dirigió a la Audiencia y envió a llamar al alcalde, ordenándole que a la media noche enviase a la Inquisición una ronda que fuese a recoger una mujer que en aquellas cárceles debían entregar, y que esa mujer fuese puesta en un separo y con toda clase de consideraciones. Después de esto escribió a don Melchor Pérez de Varáis todo lo acontecido, preguntándole, supuesto que tenía tanto deseo de servirle, qué quería que se hiciese con su Luisa.

La carta salió inmediatamente con un propio, como se les llamaba a los correos particulares, y don Pedro de Vergara tranquilo ya y teniendo segura a Luisa, según él creía, determinó no perder ya más su tiempo en aquel negocio y dedicarse a los asuntos del gobierno de la Nueva España.

El alcalde cumplió exactamente con el encargo del Capitán general, y aquella misma noche Blanca quedó en uno de los soparos de la cárcel de la ciudad.

Como ninguno de los carceleros ni de los empleados de la prisión tenía antecedentes del negocio, porque el licenciado Vergara nada les había dicho, no hubo objeción ninguna respecto a la persona de Blanca y, conforme a las órdenes recibidas, se comenzó a tratarla con todo género de consideraciones.

El estado de su salud era delicado, pero el cambio de habitación, de alimentos y de trato, produjo en ella resultados tan satisfactorios, que muy pronto se sintió aliviada y comenzó en ella el estado de convalecencia.

Lo único que le preocupaba era el desenlace que podía tener todo aquello, y los resultados que tanto para ella como para la pobre Luisa, que se había mostrado tan generosa, vendrían en el día en que tarde o temprano llegase todo a descubrirse.

Cuando pensaba en esto tenía miedo, pero procuraba olvidarlo y entregarse ciegamente a su destino. El inquisidor había llamado a don Pedro de Mejía, que estaba detenido en la Inquisición.

— En verdad, señor de Mejía —dijo el inquisidor— que estáis envuelto en negocio que puede llegar a tener fatales consecuencias.

— Puedo asegurar a V.S. —contestó don Pedro— que si he de hablar lo que siento, cuando tengáis conocimiento de todo lo que ha ocurrido, su señoría se convencerá de que si algo hay aquí punible, es sin duda el que yo no haya dado parte a la justicia de todo lo que me ocurrió en mi matrimonio.

— Ciertamente, pero ¿cómo podéis explicarme? Porque vos sois sin duda alguna, el autor de todo ese cambio en el color de doña Luisa, que nos ha hecho pensar en que fuera por artes mágicos y reprobados.

— ¡Oh! señor, nada menos que eso. Su señoría debe creer que en esto no hay mas mal que el uso que se hizo de una pintura, compuesta con yerbas y metales y en cuya combinación para nada intervinieron ni las hechicerías ni el demonio, que si algo hay en ella de notable es la firmeza con que se adhiere a la piel.

— ¿Podríais probar eso?

— Tan fácilmente, que bastaríame enviar a V.S. un frasco con esa tinta, que tan útil puede ser para el uso malo, que yo le di, como para escribir.

—Bien ¿y qué tenéis que decir en vuestro abono respecto de lo que hicisteis con Luisa?

— Respecto de eso, señor, Luisa por medio de mil intrigas, hízose mi mujer, y en la misma noche de mi boda descubrí su conducta indigna y sus infamias; arrojóle de mi casa y ella en vez de ir a ocultar su vergüenza, se unió públicamente a don Melchor Pérez de Varáis y procuró tomar venganza contra mí, atizando el fuego de la sedición contra el virrey, y así, queriéndola yo castigar, he tomado la justicia por mi mano, en lo que confieso humildemente a V.S. que hice mal, pero si V.S. estuviese en pormenores, conocería que soy muy disculpable.

— Conozco estos antecedentes y toda esa historia, don Pedro, y creo que, en efecto, mal habéis hecho en quereros, o más bien dicho en haceros justicia por vuestra mano; pero supuestos vuestros antecedentes y pura ascendencia cristiana, os dispenso por lo que a la fe toca, pero os aconsejo que deis alguna limosna digna de ser agradable a los ojos de Dios.

— Señor ¿os parece que funde una o dos capellanías?

— Sí, y si queréis mayor seguridad haced esa fundación dando el patronato de ellas a la Santa Inquisición.

— Haré como decis.

— Y en cuanto a vuestra hermana Blanca, supuesto que en lo humano no hay ya remedio, yo os libertaré del deshonor del escándalo, haciendo que la ejecución se verifique dentro de las mismas cárceles del Santo Oficio.

— Gracias, señor, y yo para demostrar mi gratitud ofrezco para la fábrica de la nueva casa que se va a fabricar al santo Tribunal la suma de diez mil duros.

— Dios os premiará por ello, podéis retiraros.

El inquisidor hizo una reverencia y don Pedro salió contentísimo, porque viviendo Blanca aún era fácil que consiguiera que el Pontífice relajara sus vínculos con la Iglesia y que saliera al mundo, y que le reclamara la parte de su herencia, pero muerta ella toda su fortuna estaba asegurada.

Como el inquisidor ignoraba lo acontecido en el calabozo de Blanca, y el carcelero tuvo muy buen cuidado de no decir una palabra, la sentencia se mandó ejecutar con presencia sólo del escribano y testigos que debían de dar fe de la ejecución.

Siendo el escribano de diligencia distinto del secretario del tribunal que daba cuenta con las causas, de aquí resultaba que si éste conocía a Blanca y a Luisa, aquél no podía guiarse sino por lo que le decían el carcelero y los demás empleados de la prisión.

Luisa esperaba en la tarde que volvieran a verla, que se hubiera dado cuenta de lo ocurrido a los inquisidores, en fin, algo, algo, aun cuando no fuera sino un confesor para arreglar su conciencia. Comenzaba a temblar ante la muerte y a arrepentirse de su ligereza al haber cambiado de papel con doña Blanca.

La tarde pasó entre angustias y esperanzas, entre llanto y desesperación, no sabia si el tiempo corría demasiado lento o con mucha precipitación; hubiera querido salir, presentarse ante el inquisidor, pedir justicia, pero nadie venía.

En vano golpeó la puerta del calabozo y gritó hasta enronquecerse, nadie vino, nadie la hizo caso.

Entonces pegó el oído a la puerta para escuchar algo, para convencerse de si alguien venía.

Algunas veces oía pasos en el corredor, los pasos se iban acercando. El corazón de Luisa palpitaba violentamente, parecía que le iba a ahogar; se escuchaban distintamente las pisadas en el corredor, y hasta parecía detenerse en la puerta una persona. Luisa se retiraba pensando que iban ya a abrir, pero nada, el rumor de los pasos se alejaba y se perdia, y todo volvía a quedar en silencio.

Pasó también así una gran parte de la noche. Serían las doce, cuando Luisa sintió un gran ruido en la puerta, que se abrió y penetró en el calabozo una extraña comitiva.

Varios hombres enmascarados, con cirios encendidos en las manos y conduciendo un aparato, que tenía algo de siniestro: era un sillón que depositaron en el centro del calabozo.

Aquel sillón tenía una forma extraña. Era de madera, toscamente fabricado y pesado en extremo, el respaldo era macizo y alto, y en el centro tenía, a diversas alturas, agujeros por donde pasaba un cable delgado que correspondía a una especie de cruz de aspas iguales que estaban sujetas por detrás al respaldo del sillón.

Toda aquella comitiva murmuraba salmos y oraciones y fue invadiendo el calabozo paulatinamente. Luisa, aterrada de aquello, se refugió en uno de los ángulos del cuarto.
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