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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo décimocuarto

Dios lo ha dispuesto. Concluye


Como nuestros lectores estarán impacientes por saber lo que había acontecido a Luisa, y nos hemos adelantado un día por seguir a Teodoro y a Martín, vamos a volverlos a llevar a la Inquisición.

El extraño cortejo se colocó en derredor del sillón, sin interrumpir su rezo.

Un hombre, con el mismo saco y capucha de los familiares pero con los brazos descubiertos, atravesó el círculo que formaban los de las velas y, acompañado de otros dos que lo seguían, se dirigió al ángulo en que se había refugiado Luisa y se apoderó de ella.

Hasta aquel momento Luisa no se había atrevido ni a pronunciar una palabra, le parecía que soñaba; aquellos hombres entraron y se colocaron sin fijarse al parecer en ella, como si ella fuera extraña a lo que iba a pasar allí.

Cuando Luisa se sintió asir por aquellos tres hombres, lanzó u n grito y quiso desprenderse de ellos, pero fue imposible; quiso resistirse, pero en vano.

— ¿Qué se va a hacer conmigo? Tengo miedo, señores, por Dios ¿qué me van a hacer? —decía procurando resistir.

Nadie le contestaba, y los tres hombres la arrastraban con extraordinaria facilidad hasta el fatal sillón.

— Pero por nuestro Señor Jesucristo ¿qué pretendéis? ¿Es acaso para darme tormento? ¿Queréis matarme? Yo lo diré todo, todo. Contestadme siquiera, señores. A un cristiano no se le niega el habla. ¡Por Dios! siquiera que me respondan.

Los de las velas continuaban rezando en voz alta, y en un tono triste y monótono.

Habían sentado a Luisa y comenzaban a atarla fuertemente contra el aparato los pies, los brazos y la cintura, sin que valieran en nada sus esfuerzos.

— ¡Ay! —decía Luisa— ¡Ay, Dios mío, que me matan! ¡Señores, que vais a cometer una grande injusticia! Señores, por la salvación de vuestras almas, yo no soy la mujer destinada a muerte, yo no soy doña Blanca, yo soy Luisa, soy Luisa ...

— Ponle una mordaza —dijo por lo bajo un carcelero a otro— no vaya a ser la desgracia que se aparezca el inquisidor, o alguno de estos hermanos vaya a creer lo que dice esta loca y vayamos a tener que sentir.

El carcelero sacó violentamente de debajo de su hábito una mordaza de esas que tienen la figura de una pera, y cuando Luisa abrió la boca para gritar, se la introdujo tan perfectamente y con tanta rapidez que podría asegurarse que tenía gran práctica en aquella operación.

Los verdugos nada dijeron, pero la voz de Luisa se apagó repentinamente y sólo por los lados de la mordaza se escapaba una especie de silbido.

Los hermanos de la cofradía de San Pedro Mártir seguían en su rezo como si nada estuviera pasando allí.

Luisa estaba completamente asegurada, y sólo tenía movimiento en los ojos, que volvía suplicantes a todos lados sin encontrar ni un rostro ni una mirada compasiva; al través de los capuchones se adivinaban rostros feroces o sonrisas sarcásticas.

En aquel momento quizá pensó Luisa en la esclava ejecutada en la Plaza Mayor, y de quien ella se había reído.

Los verdugos pasaron una cuerda alrededor del cuello de Luisa y por detrás la aseguraron al centro de las aspas.

Uno de los hermanos hizo una seña y todos se arrodillaron; los verdugos, con una rapidez extraordinaria, comenzaron a voltear las aspas.

Luisa abrió por un instante los ojos espantosamente, su seno se agitó con extraordinaria violencia, gruesas gotas de sudor se desprendieron del nacimiento de sus cabellos, se estremeció convulsivamente, inclinó la cabeza dejando salir de su boca la lengua larga y amoratada, y luego no se movió más.

Estaba muerta.

Los verdugos seguían volteando las aspas y los hermanos rezando, hasta que a una señal del jefe de aquellos hombres todos se pusieron de pie y en silencio.

En este momento se presentó en la puerta el inquisidor mayor, don Juan Gutiérrez Flores.

— ¿Habéis concluido? —preguntó.

— Todo ha pasado —contestó el escribano.

— Dios la haya perdonado —agregó el inquisidor, haciendo un movimiento para retirarse; pero de repente miró la cara de la muerta que le habían ocultado intencíonalmente los hermanos, y lanzando una exclamación se dirigió a ella.

— ¿Qué habéis hecho? ¡Esta no es doña Blanca!

— Señor —contestó el escribano— es la misma a quien he notificado en esta mañana la sentencia.

— Pero esta mujer debía estar libre, o por lo menos en poder de la justicia ordinaria; esta era Luisa.

— Señor, eso decía ella —dijo el escribano.

— Pero ¿por qué no me avisasteis nada?

— No podía yo más que asentar la apelación si interponía el recurso; pero no admitir excepciones, ni dilatorias ni perentorias ...

— ¿Pero cuando esta infeliz os hacía notar vuestro error?

— No hacía fe en juicio su declaración.

— ¿Y a dónde está Sor Blanca, la otra mujer que estaba presa con ésta?

— Recibí orden de su señoría para que fuera entregada a la ronda que debía venir por ella.

— ¿Conque es decir que todo lo habéis trastornado? Mañana mismo es preciso levantar sobre todo esto un proceso, porque no puede quedarse así. ¡Pobre mujer! —agregó mirando a Luisa—. La Providencia te ha castigado: debías estar muy lejos de aquí. En fin. Dios lo ha dispuesto así.

Al día siguiente el inquisidor envió a llamar muy temprano al licenciado Vergara Gaviria, para un negocio muy importante.

Aunque Vergara tenía la investidura de Capitán general, con la Inquisición se andaba muy sumiso, tanto por el poder y la influencia que tenía ese Tribunal, como por lo que los inquisidores podían informar al rey bien o mal del tumulto contra el marqués de Celves.

Don Pedro de Vergara asistió muy puntual al llamado del inquisidor.

— ¿Ha visto V. E. —le dijo éste— a la mujer que le remití?

— No —contestó don Pedro— que tanto me preocupan los negocios del Estado que no he tenido tiempo para ello.

— Pues de saber tiene Su Excelencia que ha pasado aquí un lance, que me ha parecido en extremo desagradable y me obliga a llamaros.

— ¿Qué hay, pues? —dijo espantado Vergara.

— Que los encargados de cumplir las órdenes no enviaron a Luisa, sino que en su lugar dejaron salir a una mujer sentenciada a la pena de garrote vil.

— Pues nada hay perdido, porque la mujer está segura en las prisiones de la ciudad.

— Pero es que en el lugar de ella quedó Luisa y ...

— ¿Y qué?

— Que ha sufrido anoche la última pena.

— ¡Jesús nos ampare! —exclamó pálido como un muerto Vergara—. ¿Y qué hacemos?

— Reflexione V. E. que no se puede hacer aquí otra cosa sino guardar silencio respecto a Luisa, y que me remita V. E. la mujer que le mandé entregar para que sufra la pena a que fue condenada.
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