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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo décimoprimero

En que se sabe cosa que es increíble, pero muy verdadera


Luisa fue sacada de la sala del tormento en el momento en que esperaba que iba a comenzar su martirio, y conducida ante el inquisidor oyó con verdadera sorpresa que aquella misma noche saldría de la Inquisición.

Haberse salvado así milagrosamente del tormento y luego recibir la noticia de que esa noche saldría libre, eran para Luisa más de lo que podía esperar; de manera que volvió a su calabozo verdaderamente feliz.

Al llegar allí encontró a Sor Blanca que había vuelto en sí y que sentada en su lecho esperaba que alguien llegara por su calabozo para pedirle agua.

Los carceleros trataban a Luisa ya con algunas más consideraciones, porque el cambio operado con el inquisidor venía también a efectuarse en ellos. Luisa consiguió que trajesen agua a Sor Blanca; la pobre joven estaba menos mala, la fiebre era menos intensa y podía hablar y conocía.

— Señora —dijo Luisa, presentándola el agua— aquí está el agua que hace tanto tiempo deseáis.

— Dios os lo premie —contestó Blanca tomando el agua, y después— señora, ¿qué os han traído nuevamente aquí u os han cambiado sólo de calabozo?

— No, señora, hace poco que me han traído porque voy a salir.

— ¡Dichosa sois, quién estuviera en vuestro lugar!

— ¿Quién? Vos estaréis si os decidís —dijo Luisa herida por una idea repentina— vos.

— ¿Cómo?

— Sí, Sor Blanca, vos no podéis conocerme en este momento; pero yo estoy en obligación de hacer por vos cuanto me sea posible. Yo os salvaré, o lo intentaré al menos: si queréis seguir mi consejo esta noche saldréis.

— Salir. ¡Dios mío! Salir. Sólo el pensarlo me da la vida.

— Pues oídme, que me ha ocurrido un medio; pero es preciso que os arméis de resolución.

— Decidlo.

— Esta noche debo ser puesta en libertad; pues bien, vos tomaréis mi lugar y saldréis.

— ¡Imposible!

— ¡Imposible! ¿Por qué? Mirad, somos casi de la misma estatura y teniendo cuidado de cubriros es muy fácil; además, si se descubre quedáis como ahora y nada habéis perdido.

— Pero dejar así que una persona se pierda por salvarme, y cuando a esa persona apenas la conozco ¡oh, imposible! ¿Qué sería de vos?

— Mirad, doña Blanca, no me pierdo, porque sé que hago una buena acción y que Dios no me abandonará; además, aunque vos apenas me conocéis yo sí os conozco ¡ay! demasiado para los remordimientos de mi alma. Aceptad, aceptad, y vamos a probar fortuna, os lo ruego por vida de don César.

— ¡Ah, don César! ¿Vos conocéis a don César? ¿Sabéis que le amo? ¿Quién sois, decidme, decidme?

— Dejad por ahora eso, que lo que importa es que os decidáis a partir; más adelante si Dios nos hace volvernos a encontrar en este mundo, os contaré mi historia que es bien triste. Por ahora preparaos, vamos.

Luisa hizo levantar a Blanca de su lecho y procedió a hacerla andar un poco dentro del calabozo. La sola esperanza de libertad había vuelto de tal manera a la vida a aquella pobre joven, que le parecía que no sentía los dolores de su cuerpo.

Luisa cambió de traje con ella, le cubrió la cabeza con un pañuelo y la envolvió en una de las sábanas de la cama, para que no pudiesen descubrir que no era negra.

Entonces se pusieron a esperar. Luisa, con aquella alegría propia del que por primera vez hace una acción noble en su vida; Blanca, con el temor consiguiente al paso que iba a dar.

Pasaron en espera mucho tiempo. Debía ser ya muy noche, cuando se oyeron pasos en el pasillo de la prisión. Luisa y Blanca se abrazaron. Luisa se acostó precipitadamente en el lugar que ocupaba Blanca, y ésta quedó en medio del cuarto cubriéndose el rostro.

Los carceleros entraron y sin más ceremonia, creyendo que era Luisa, dijeron a Blanca:

— Vamos.

Blanca sin hablar echó a caminar tras ellos con la cabeza inclinada. Luego que hubo salido, el segundo carcelero cerró la puerta del calabozo.

Luisa se estremeció, su sacrificio estaba consumado, se levantó entonces temblando y con las lágrimas en los ojos se puso de rodillas en el suelo.

— ¡Dios mío! —exclamó—. Recibe este sacrificio en descargo de mis culpas.

Cuando el corazón siente el arrepentimiento es capaz de todo lo bueno, como lo ha sido de todo lo malo, porque de la pecadora Magdalena a la santa, no hay más que el paso de la noche a la aurora.

Blanca, siguiendo a los carceleros, llegó a la puerta de la calle. Allí creyó que la pondrían libre, pero se encontró con algunos embozados que traían una silla de manos.

— Aquí está —dijo uno de los que llevaban a Blanca.

— Acercad la silla —contestó uno de los que aguardaban.

Acercaron la silla, y el que había hablado al último le dijo :

— Entrad.

Blanca, sin replicar, entró en la silla y se puso en marcha aquella comitiva.

Blanca no comprendía a dónde podrían llevarla, pero en todo caso a cualquier parte era mejor con sólo salir de la Inquisición.

De repente se detuvieron y penetraron en un edificio grande y sombrío: Blanca creyó que era la misma Inquisición.

Subieron una escalera, y llegando a un aposento, oyó que sus conductores hablaban con otras personas, luego se dirigieron a ella:

— Bajad —dijo un hombre— y seguidme.

Blanca obedeció, la condujeron por un corredor largo, se detuvieron frente a una pequeña puerta, la abrieron, Blanca entró y la puerta volvió a cerrarse. Blanca se encontró en otro calabozo y en otra cárcel, pero en fin, siquiera ella comprendía que no estaba ya en la Inquisición.

Luisa permaneció despierta gran parte de la noche, y temiendo a cada momento escuchar el ruido de la puerta y ver entrar a Blanca, descubierto todo el engaño. Ya cerca de la madrugada la venció el sueño y se durmió.

Muy avanzada la mañana despertó, cuando entraba a su calabozo el carcelero, trayendo el alimento y el agua que se llevaba allí todos los días para Blanca.

Luisa se cubrió la cabeza mientras estuvo el hombre allí, para que no advirtiese nada; cuando salió y volvió a cerrar, Luisa se levantó y comió con apetito.

Desde la víspera sentía ella tan variado su corazón, tan diversos sus sentimientos, que se creía feliz en medio de todas sus desgracias; hasta entonces no comprendió ni lo que se sufre con un remordimiento, ni lo que se goza con una buena acción.

Según sus cálculos, si Blanca no era descubierta, el carcelero no debía volver al calabozo hasta el día siguíente por la mañana, y en este intermedio Blanca podría salvarse, y Luisa, a la hora en que el inquisidor saliese del error, diría sencillamente que los familiares habían sacado a Blanca y dejádola a ella en el calabozo, en lo cual no tenía culpa.

Pensando en esto y saboreando, por decirlo así, el orgullo de su acción, Luisa permaneció todo el día, hasta que en la tarde, y contra todo lo que ella esperaba, escuchó el rumor de los cerrojos y de las llaves del calabozo.

Temerosa que todo se hubiera descubierto, se acostó violentamente y se cubrió la cabeza.

Penetraron en el calabozo, un escribano y tres o cuatro familiares, y el escribano dirigió la palabra a Luisa llamándola Sor Blanca.

Luisa comprendió que aún seguía el engaño, se obstinó en cubrirse la cabeza y contestó débilmente:

— Mande su señoría.

— ¿Me escucha? —dijo el escribano.

— Sí, señor.

— Pues atienda con recogimiento, que va a escuchar su sentencia.

Luisa tembló, aquello se iba poniendo serio.

El escribano se caló unas enormes gafas, sacó unos autos y comenzó a leer la sentencia a la luz de un farolillo que acercó uno de los testigos.

El santo Tribunal condenaba a Sor Blanca, por los enormes delitos de herejía y pacto explícito con el demonio, según su espontánea confesión, a ser quemada en la hoguera; pero en atención a ser confesa y que había abjurado en sus errores, esta sentencia se ejecutaría después de haberse dado garrote a Sor Blanca, y en su cadáver, además, para probar la benevolencia y misericordia de aquel santo Tribunal, se dispensaba a Sor Blanca de salir en el solemme auto de fe que se preparaba, y la sentencia se ejecutaría aquella misma noche en las cárceles del Santo Oficio.

Luisa sintió helarse de pavor su sangre al escuchar aquella sentencia; pero era por Sor Blanca, porque no creía jamás que en ella se ejecutara.

Sin embargo, había llegado el momento y era preciso hacer entender al Santo Oficio que ella no era Blanca.

Al terminar la lectura de la sentencia, Luisa se incorporó en el lecho y dijo al escribano:

— Creo que hay en esto una equivocación que ni yo soy Sor Blanca, ni mi conciencia me remuerde de cosas como las que V. S. ha dicho.

El escribano se volvió a mirar al carcelero que, asombrado, comenzaba ya a comprender lo que había acontecido.

— ¿No me dijisteis —dijo el escribano— que aquí estaba Sor Blanca y ésta era?

El carcelero vaciló, su pérdida total era aquello, y pensó que un rasgo de audacia podía salvarle.

— Sí, señor —contestó— he dicho que aquí está Sor Blanca, y aquí la tenéis presente.

— Pero ella niega que lo es ¿no lo habéis oído?

— Señor, si venís a creer lo que os digan todos los reos, encontraréis en estas cárceles puros inocentes.

— Pero sin embargo, esta mujer sostiene que no es ella la acusada.

— Y yo sostengo que es ella y tengo fe en virtud de mi oficio, y vos no tenéis sino notificar la sentencia; ahora, si otra cosa hacéis, esto será bajo vuestra responsabilidad, que yo daré parte.

— Tenéis razón.

— No, señor, por Dios, que no tiene —dijo Luisa, levantándose—. Mirad, yo no soy Sor Blanca, yo soy Luisa la esposa de don Melchor Pérez de Varáis.

— El carcelero tiene razón, y estáis notificada. Preparaos a sufrir vuestra pena.

— Pero, señor, por Dios, que es una gran injusticia. Si no soy yo doña Blanca ¿tengo yo que sufrir la muerte por ella?

— ¿Qué decís? —preguntó al carcelero el escribano.

— Señor, si vais a escuchar sus tonteras no saldremos de aquí jamás.

— Vaya, bien dicho, vámonos.

— Señor, señor, por vuestra vida —decía Luisa asiéndose al escribano— no consintáis semejante injusticia.

— Ea, dejadme.

— No os dejaré, no por Dios ...

— Apartad a esta mujer.

El carcelero y un ayudante apartaron a Luisa y la retuvieron mientras salió el escribano.

— Señor, señor —gritaba con desesperación la infeliz— me asesinan, me asesinan injustamente, señor, señor, señor.

Pero el escribano había salido ya.

— Sí creo que de veras no es ésta —dijo el ayudante.

— ¿Y qué nos importa? Tenemos que ejecutar una esta noche, si la otra se fue por culpa nuestra, es preciso cubrir el expediente, si no, lo menos nos cuesta el destino.

Luisa seguía gritando y forcejeando.

— Vamos —dijo el carcelero—, al fin esto no tiene ya remedio, conformidad y encomiéndate a Dios.

— Pero esto es una infamia.

— Infamia o no, no tiene remedio, y lo peor es que si no te sosiegas te pongo esposas y grillos, conque ya te digo, resignación y encomiéndate a Dios.

Luisa vio que nada conseguiría sino que le pusieran esposas, y se tranquilizó. Repentinamente pensaba que no era posible que aconteciera semejante cosa. Esperaba que Dios hiciese un milagro con ella, porque olvidaba la cadena de crímenes de su vida y le parecía imposible que la hiciesen morir a manos de un verdugo.

Los carceleros salieron dejándola tranquila.

— Ahora —dijo el carcelero al ayudante— lo que importa para nosotros es que nadie pueda ya hablarla, y que esta noche sólo el verdugo y sus ayudantes entren ...

— Y si quiere confesarse, y por el confesor se sabe todo ...

— Diremos que se rehusa a recibir al padre, y es mejor.

— ¿Pero si se condena?

— Qué más condenada ha de estar una hechicera como lo es esta negra, si no por esto por otra cosa merece el garrote.

— Ya lo debería.
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