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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo décimo Salvarse en una tabla
Luisa quedó casi desmayada junto a la puerta del calabozo. Con el silencio que allí reinaba podía escucharse su débil respirar, y la respiración agitada y penosa de
doña Blanca.
Así permanecieron largo tiempo las dos, hasta que el ruido de la llave que entraba en la cerradura hizo volver en sí a Luisa, que se levantó precipitadamente. Los carceleros le causaban horror, hubiera preferido morir a
sentirse tocada por ellos.
Se abrió la puerta y dos familiares cubiertos con sus
capuchas, penetraron en el calabozo.
— La llamada Luisa —dijo uno de ellos.
— Señor —contestó Luisa temblando.
— Síganos.
— ¿A dónde?
— No le importa; obedezca.
Luisa siguió sin replicar más a sus guardianes, no sin volver el rostro tristemente hacia el rincón en que estaba
la pobre Sor Blanca: quizá no volvería a verla.
En aquel momento recordó que la pobre no tenía agua y que por razón de la fiebre que la devoraba debía de tener una sed intensa; olvidó por un instante el pavor que le causaban los carceleros y se detuvo antes de
salir del calabozo.
— ¿Qué sucede? —preguntó uno de los hombres.
— Que esta pobre señora no tiene agua y se muere de
sed.
— Que se muera, a ella le importa sólo: deje de cuidar vidas ajenas.
— Pero mirad que está muy enferma.
— Vamos —contestó bruscamente uno de los hombres.
— Agua, agua —murmuró débilmente Blanca.
— ¿Lo oís? —dijo Luisa— dadle agua, está enferma.
Sin contestarle volvieron los carceleros a cerrar la puerta del calabozo, y llevaron a Luisa al través de largos y oscuros callejones hasta la sala de audiencia, en que esperaban el inquisidor y el escribano.
Luisa estaba más espantada ante el aparato de aquella sala que en el interior de su negro calabozo; algo de terriblemente siniestro veía en aquellos rostros fríos y severos; aquellos eran para ella algo más que hombres: comprendía instintivamente que en aquellos corazones se embotaría la súplica y el llanto, que no tenía esperanza sino en Dios.
Como siempre, el nombre de Dios y la señal de la cruz fueron el principio del interrogatorio.
Luisa pensó que si el tormento era para arrancar la confesión, ella debía confesarlo todo para huir del tormento, aunque tuviese segura la muerte; que la misma muerte le parecía dulce después de haber visto el estado que guardaba Sor Blanca.
Sin vacilar, sin turbarse, Luisa refirió toda su historia
al inquisidor, no omitiendo ni el menor detalle ni la más pequeña circunstancia; pero cuando llegó al cambio de su color, a los acontecimientos que precedieron inmediatamente a ese cambio, no pudo explicar nada, porque
ella misma no los comprendía.
El inquisidor escuchó atentamente la relación de aquella
vida tan extrañamente tejida entre los crímenes y los placeres, y con su natural desconfianza y suspicacia, no quiso creer ni por un momento en que Luisa no tenía parte en su transformación.
— Supuesto que habéis confesado —la dijo— todos vuestros crímenes ¿por qué os detenéis? ¿Cómo no decís también el diabólico artificio de que os habéis valido para cambiar el color de vuestra piel, con objeto sin duda, de engañar al mundo y libertaros de la justicia o tener más facilidad de seguir en el camino de vuestras maldades?
— Señor, juro a su señoría, por Dios y por su Santísima Madre, que ignoro cómo ha pasado esto, que ha sido obra sin duda de mis enemigos, o castigo de su Divina Majestad.
— No pretenda engañar con falsos juramentos, declare la verdad, y mire que ello le importa más de lo que cree.
— Señor, cuanto tengo dicho es la verdad, nada sé; si he declarado cosas que puedan costarme la vida ¿por qué había de ocultar eso que no sería por cierto el peor delito de los que yo hubiera cometido?
— ¿Insiste en no decir la verdad?
— La verdad he dicho, señor.
— Entonces, a vuestra obstinación culpad si se os sujeta
por este santo Tribunal a cuestión de tormento.
— ¡Oh, no señor! —dijo Luisa cayendo de rodillas—. No, por Dios, no me atormentéis, no. yo sé lo que es el tormento ¿pero qué puedo deciros allí, señor, por más que me hagáis pedazos mi cuerpo, si nada más sé, y lo más que conseguiréis será que os diga una mentira?
— ¡Una mentira! —exclamó furioso el inquisidor—. Esta mujer se burla del Santo Oficio; a ver, llevadla a la sala del tormento.
Al sonido de la campanilla, dos carceleros se presentaron y se apoderaron de Luisa.
— ¡Perdón! Señor, no quise decir lo que vos entendisteis, perdón ...
Pero sin escuchar sus quejas la arrastraron fuera de la sala de la Audiencia, por la puerta que daba entrada a la sala del tormento.
En el momento en que desapareció Luisa, el inquisidor quedó tan sereno como si nada hubiera pasado y el escribano, con la misma impasibilidad, siguió dando cuenta con otra causa.
Llamaron a la puerta suavemente y luego un portero se presentó anunciando que su Excelencia el señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria deseaba hablar con el señor inquisidor general.
— Que pase Su Excelencia —dijo el inquisidor.
— ¿Me retiro? —preguntó el escribano.
— No, que ser debe algún negocio de los que median entre la Audiencia y el marqués de Gelves, que no pueden tener el carácter de secretos.
Don Pedro de Vergara entró y el inquisidor le hizo sentar a su lado.
— Si el negocio de que quiere V. E. que hablemos es secreto, puede retirarse el señor escribano —dijo el inquisidor.
— No —contestó don Pedro— que de autos debe constar el asunto que traigo, y que sin duda va a pareceres muy extraño.
— Dígame V. E.
— ¿Recuerda su señoría, la negrita de que venimos a hablarle don Melchor Pérez de Varáis y yo, y que fue remitida por mí a este Santo Tribunal?
— La tengo tan presente que en este momento acabo de recibir su declaración.
— ¿Y dijo algo respecto al cambio de su color?
— Permitiéndome V. E. que no le refiera pormenorizadamente su declaración, sólo le diré que respecto a ese punto permanece en el más obstinado silencio.
— ¿Pero cómo lo explica?
— Nada dice, protesta su ignorancia, y ni reflexiones ni amenazas pueden nada con ella; y dice a todo que nada sabe, que será obra tal vez de sus enemigos.
— Puede que tenga razón.
— Cómo ¿sabe algo V. E.?
— Un indicio que para otro cualquiera que no tuviese la práctica que yo en los negocios, sería insignificante, a mí me ha impresionado de tal modo que vengo a comunicároslo a vos que sois el juez y podéis tener antecedentes del caso.
— ¿Pues qué ha sabido V. E.?
— Escuche su señoría. En la mañana de hoy celebróse junta para consultar los anónimos de las principales personas y corporaciones de esta ciudad, y para conocer su disposición respecto a la vuelta del marqués de
Gelves al gobierno, a cuya junta tuve el honor de invitar a su señoría ...
— Mis graves ocupaciones me privaron de asistir ...
— Está bien, pero en esa junta, ocasión tuve de hablar con don Pedro de Mejía, persona de gran caudal y amigo íntimo y favorito del de Gelves.
— Le conozco —dijo el inquisidor comenzando a interesarse
en el relato del licenciado por lo que Luisa le acababa de referir.
— Pues como os iba diciendo, hablé a este don Pedro, y le advertí sobre una de las cejas, no sé si sobre la izquierda o la derecha, tres manchas o lunares negros que no le había yo visto nunca; tuve la indiscreción de preguntarle qué cosa era aquello, y me contestó sencillamente que era una pintura. Como estaba yo preocupado con la historia de la negrilla, no sé por qué, pero cruzó por mi alma la sospecha de que aquellas manchas tenían algo que ver con esta historia, y variando de conversación repentinamente, preguntóle si sabía de Luisa la esposa de don Melchor Pérez de Varáis. Tal
fue la turbación que noté entonces en su semblante, que mis sospechas se convirtieron en certidumbre, y no lo dudéis, esa señora ha sido víctima de un crimen. Si esas manchas no han podido borrarse de la frente de ese hombre, la tinta que las produjo debe ser muy firme, capaz de cambiar el color de una persona en donde quiera que se la aplique, y Luisa puede haber sido de alguna manera privada del sentido y desfigurada de ese modo; y don Pedro, si no ejecutó la operación debe, por lo menos, haberla presenciado. ¿No parecen
racionales a su señoría estas inducciones?
— Verdaderamente V. E. me da en qué pensar, porque yo tengo mis razones para pensar que don Pedro de Mejía esperaba un momento para vengarse de esa mujer.
— Como que fue esta señora una de las personas que más activa parte ha tomado contra el de Gelves, amigo y protector de Mejía como sabéis.
El inquisidor no contestó, estaba pensativo; por fin, después de un rato de silencio dijo al licenciado Vergara.
— ¿Sabe V. E. que la ocasión de salir de nuestras dudas no puede tardar?
— ¿Por qué?
— Don Pedro de Mejía está citado para venir aquí a tratar de negocios relativos a su hermana Blanca que está presa en las cárceles del Santo Oficio.
— ¿Y a qué hora?
— No tardará, si es que aún no viene, y le haremos entrar, y entonces no creo muy difícil que deje de arrancársele el secreto, si existe verdaderamente. Veremos.
El inquisidor agitó la campanilla.
— Que si ha llegado don Pedro de Mejía pase a esta sala —dijo a un portero que se presentó—. Y vos, señor escribano, salid, pero no os alejéis que podemos necesitaros.
Don Pedro de Mejía entró a pocos momentos y el escribano se retiró.
Mejía fue recibido con mucho agrado.
— Os he hecho venir —dijo el inquisidor— que hablaros necesito acerca de la causa de vuestra hermana, presa en las cárceles de este Tribunal.
— Y aquí me tiene su señoría.
— Supongo que sabréis que esa señora está convicta y confesa del delito de sacrilego matrimonio, de herejía y de pacto explícito con el diablo.
— Su señoría me lo dice.
— Que como es natural, tenga que sufrir la última pena.
— El santo Tribunal de la Fe sabe lo que hace, y mi hermana (que por desgracia lo es), culparse debe a sí de lo que le acontezca, que yo ponerla he procurado siempre en el buen camino.
— Es verdad, pero en obsequio vuestro he querido llamaros, porque siempre en una familia, grave cosa es y dura para la descendencia, tener una persona que haya sido ajusticiada públicamente por un delito.
— Pena es ésa que no me ha dejado descansar hace muchos días y que diera algo por quitármela de encima.
— Doña Blanca vuestra hermana podría muy bien ser ejecutada dentro de las mismas cárceles, excusándose el bochorno de verla salir en el auto general de fe; pero esto demandaría costas y gastos que deseaba yo saber si vos abonaríais, porque el Santo Oficio no puede hacerlos hoy.
— Su señoría dispone de mi hacienda, y no tiene sino que decirme el monto total, que satisfaré luego y antes que ver el nombre de mi familia con semejante mancha.
— Muy bien, y ahora que decís mancha, permitidme que os pregunte ¿esas que tenéis sobre la ceja, son naturales?
Tentado estuvo don Pedro de contestar que si, pero estaba allí el licenciado Vergara que le había preguntado lo mismo y no quiso caer en contradicción.
— No, señor —dijo — es una tinta.
— Muy firme debe ser supuesto que no os las habéis podido quitar, siendo como me habéis dicho, que las tenéis hace varios días.
— En efecto, es muy firme tinta —dijo contrariado don Pedro del giro que tomaba la conversación.
— Conozco esa tinta —dijo el inquisidor— y también el remedio con que se quita y vuelve el natural color.
— ¿Conoce su señoría el remedio?
— Sí, y es muy sencillo y probado; con él volví a su natural figura y color a doña Luisa la mujer de don Melchor Pérez de Varáis que estaba manchada asi como vos, con la misma tinta.
Mejía se demudó y comenzó a moverse como indicando que estaba para retirarse.
— ¿Y sabéis quién pintó a doña Luisa? —preguntó con torvo ceño el licenciado Vergara.
Mejía más y más turbado, contestó:
— No, señor, lo ignoro.
— Pues ella asegura que fuisteis vos, en venganza de antiguos agravios —agregó con dureza el inquisidor.
Mejía perdió el aplomo.
— Señor, no la creáis.
— Dice haberlo visto todo —dijo el licenciado Vergara.
— Imposible, si estaba privada —contestó imprudentemente
Mejía.
— Señor don Pedro —dijo el licenciado Vergara—, en vano negáis; vuestra conciencia os denuncia, vuestro delito os vende.
— Yo aseguro a V.E. ...
— Estáis preso de orden del Santo Oficio —dijo con
severidad el inquisidor.
Don Pedro dejó caer el sombrero que tenía en las manos y se cubrió la cara.
El inquisidor sonó la campanilla y se presentó el portero.
— Don Pedro de Mejía queda preso de orden de
Santo Oficio, entregadle en las cárceles —dijo el inquisidor.
El portero Rizo seña a don Pedro que le siguiera, y él, completamente anonadado, le siguió, sin recoger siquiera su sombrero y como maquinalmente.
— Tenía razón Su Excelencia —dijo el inquisidor— esa mujer ha sido víctima de una venganza.
— Supongo que saldrá en libertad.
— Tiene algunos pecadillos, pero corresponde su castigo al brazo secular; mande por ella V. E. esta noche a una ronda, yo la entregaré y V. E. dispondrá de ella.
— Muy bien.
El licenciado se retiró radiante de placer, salvaba una amiga y perdía a un enemigo.
El inquisidor decía sentenciosamente al escribano.
—Son inescrutables los designios de la Providencia.
Presentación de Omar Cortés Capítulo noveno Capítulo decimoprimero Biblioteca Virtual Antorcha