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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo séptimo En que se ve lo que trataba el marqués de Gelves con sus amigos, y otras cosas que verá el lector
En una de las estancias del palacio virreinal, ricamente amueblada, el audaz marqués de Gelves hacía su despacho con su secretario, y le hacían compañía don Alonso
de Rivera y don Pedro de Mejía.
En un gran sitial y debajo de un gran dosel de damasco
encarnado, en cuyo centro, recamados de oro y plata, se ostentaban los blasones de la monarquía española, y enfrente de una mesa cubierta de expedientes, libros y pergaminos, el virrey dictaba sus autos y sus
acuerdos.
Del otro lado de la mesa su secretario escribía, y al lado de él estaban don Pedro y don Alonso. El marqués de Gelves hablaba el lenguaje violento y apasionado propio de los hombres de su carácter, y más en aquellos momentos en que la audiencia de los oidores, amigos del Arzobispo, le habían hecho exaltarse.
— Necesario será probarles —decía el marqués de Gelves— que en toda la Nueva España no deben imperar sino la voluntad de nuestro augusto soberano y las leyes. Si quieren romperlas, sea en buena hora, que eso no me arredrará ¡vive Dios! Que a corregir las costumbres y a cortar los abusos me ha enviado Su Majestad, y no será ese puñado de villanos, por más que porten la mitra o la golilla, lo que me haga faltar a mis deberes. ¿No es verdad, don Pedro?
- Cierto, Excmo. señor. Pero es necesario que V. E. una a la energía y justificación, las precauciones necesarias para un caso extremo porque, según he sabido, no estarán satisfechos hasta provocar una sedición y un gran tumulto.
— ¿Lo creéis asi?
— De creerlo tengo, cuando sus agentes día y noche caminan y trabajan; y lo que más prueba su audacia, es el lance en que don Melchor Pérez de Varáis ha hecho armas contra la justicia del rey nuestro señor, que muchos
años goce, atropellando por todos respetos hasta tomar asilo en Santo Domingo.
— Villano ha sido el comportamiento. Que poco valor muestra, y pocas señales de tener noble sangre, quien arremete con espada en mano contra pobres corchetes y alguaciles; que si armas llevaban serían unas malas espadas o unas varas de justicia.
— Y lo que notan algunos —dijo don Alonso— es que la justicia pudo ver en los corredores de la casa de don Melchor, cuando él escapaba, al oidor licenciado don Pedro Vergara Gaviria.
— También es el tal oidor —dijo el virrey— uno de los más ardientes conspiradores desde que le hice prender pos sus desacatos; que nombrado por mí asesor quiso ser el virrey, y Su Majestad (que Dios guarde muchos años) tuvo por tan justa mi determinación que le condenó a pagar una multa de dos mil ducados. Pero a fe de marqués de Gelves que no jugarán mucho tiempo conmigo. ¿Qué leéis, señor secretario?
— El acusador del alcalde de Metepec, don Melchor
Pérez de Varáis, ha presentado queja a los jueces del negocio, diciendo: que desde el convento en que está retraído el dicho alcalde, prepara su fuga y viaje a España por haber sabido que se le ha sentenciado a pagar sesenta mil ducados, y ofrecen prueba.
— ¿Y dice lo que hayan proveído los jueces?
— Hanse mandado poner guardias en el Convento para evitar la fuga del reo.
— Y no se irá. ¿Qué horas tenéis?
— Van a ser las siete —dijo el secretario.
— Bien, dejad por ahora el despacho, que quisiera salir esta noche, y venid temprano mañana.
El secretario hizo una reverencia y salió.
Don Pedro y don Alonso se despidieron también y se retiraron.
Al salir don Pedro, en uno de los aposentos del mismo palacio, recibió un pliego que comenzó a leer, y lanzó un grito de furor.
— ¿Qué es eso? —preguntó don Alonso.
— Mirad, esto es inaudito, doña Blanca se ha fugado del
convento.
— ¡Fugado! ¿Pero cómo?
— ¿Qué voy a saber? Nada me dicen porque también lo ignoran en el convento, pero yo lo averiguaré; pondré cuanto pueda de mi parte, moveré medio mundo, a la justicia, a la Inquisición.
— Don Pedro, no digáis eso, con eso no se juega. ¿Sabéis lo que seria de doña Blanca si la Inquisición llegara a tomar cartas en el asunto?
— Y qué me importa lo que suceda. Esa mujer me ha burlado, me ha deshonrado: mi nombre va a ser el objeto de todas las conversaciones. Apenas se ha logrado, después de tantos años, desvanecer el escándalo que provocó aquella Luisa, y ahora esto viene a despertar todos esos recuerdos. ¡Maldita sea mi suerte!
— Reportaos, don Pedro, reportaos, y cuidemos de buscar a doña Blanca, que no debe de estar muy lejos.
— ¡Oh! si yo llegara a encontrarla la mataría ...
— Y haríais muy mal; dejad ese furor y vamos a vuestra casa a meditar lo que en este caso debe de hacerse. Ved que hay quien nos observe y nuestros enemigos se reirian de nosotros.
— Tenéis razón, vamos, pero no me abandonéis porque necesito de un amigo. Esta noticia me ha afectado más de lo que os podéis figurar.
— Vamos.
Y los dos se encaminaron a la casa de don Pedro.
Había cerrado la noche y estaba oscura y pavorosa. Pocas gentes andaban por las calles, nada había que pudiera aún hacer desconfiar de que la tranquilidad pública se conservase, pero los pueblos y las ciudades se
alarman como por instinto, como por una especie de espíritu profético, y pocas veces dejan de tener razón.
México estaba en esas noches triste y sus calles casi
desiertas.
Por una de las puertas de palacio salió un hombre embozado en una capa oscura, con el sombrero calado hasta el entrecejo y enteramente solo.
Caminaba resuelto por las calles con el aire de un hombre que a nada teme, pero con la precaución del que quiere observarlo todo.
Al mirarle venir los muy pocos transeúntes que de casualidad encontraba, se hacían a un lado para dejarle pasar, respetando aquel continente marcial y la larga espada que se descubría bajo su capa cuando atravesaba frente a la luz que salía de una tienda o de la lámpara de alguna imagen de esas que tan comunes eran en las calles.
Algunos alcanzaban a verle brillar algo en el rostro, eran unos anteojos, y entonces decían entre sí:
— ¡El Virrey!
El marqués de Gelves, como todos los gobernantes de genio y de corazón, gustaba de salir solo por las noches a rondar la ciudad y estudiar por sí mismo las necesidades del pueblo, sin encastillarse dentro de los muros de su palacio.
El marqués aborrecía a los fuertes que humillaban a los débiles, a los ricos que oprimían a los pobres y a los sabios que explotaban (aunque entonces no se usaba la palabra) a los ignorantes.
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