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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo sexto

Cómo Luisa dió unas malas noticias a Sor Blanca y lo que ésta determinó hacer


A la mañana siguiente Luisa se presentó en el convento de Santa Teresa para hablar con Sor Blanca, y después de algunas dificultades lo consiguió.

- Sor Blanca —le dijo Luisa— tengo que comunicaros una mala noticia.

Sor Blanca palideció horriblemente. Aquella joven estaba de tal manera afectada, que todo lo que tuviera relación con el negocio de su libertad le hacía un efecto extraordinario.

— ¿Y que noticia es esa? —preguntó, pudiendo hablar apenas.

— Ayer mi esposo don Melchor Pérez de Varais, huyendo de la venganza del virrey que le persigue por ser amigo del Arzobispo, ha tenido que tomar asilo en el convento de Santo Domingo.

— ¿Y entonces?

— Entonces vos, pobre joven, quedáis por culpa del virrey sin protector y sin amparo.

— ¿Pero el señor Arzobispo nada hará?

— Oídme, Sor Blanca, no quiero engañaros. Es preciso que os procuréis personas que hablen al Arzobispo a fin de que pronto despache vuestro asunto. Van corridos ya siete meses del término dentro del cual puede relajar vuestros votos: en estas turbulencias con el virrey es muy fácil que os olvide, y en ese caso ya os podéis suponer lo que será de vos.

Sor Blanca con la cabeza inclinada lloraba.

— Señora —dijo— pero si no tengo más amparo que don Melchor, vuestro esposo. Mi hermano don Pedro de Mejía se opone a que yo salga de aquí; es poderoso, tiene gran influencia con el virrey, y si él llegara a saber que el Arzobispo tiene facultades de Su Majestad y que vuestro esposo me ha protegido, seguramente echaría por tierra todos nuestros planes, apoyándose en su valimiento. Esta es, señora, la razón de por qué no puedo ocurrir a nadie, y por qué temo la publicidad.

— Y tenéis razón ¿qué haremos?

— Es para mí, señora, una sentencia de vida o de muerte. De cualquier modo, yo saldré del convento.

Pronunció estas palabras Sor Blanca con tanta exaltación y demostrando tan terrible fuerza de voluntad, que Luisa misma se admiró y comprendió que la monja tenía ya tomada de tal manera su resolución, que arrostraría por todo antes que permanecer en el convento.

— Haced lo que mejor os parezca, Sor Blanca —dijo— pero en todo caso os ruego que contéis conmigo.

Luisa se volvió a su casa y Sor Blanca, profundamente preocupada, se dirigió a su celda.

— Es necesario —exclamó— es necesario salir de aquí, sí, saldré, y si al fin el Arzobispo relaja estos vínculos, que yo por mi voluntad no he formado, mejor, si no, viviré ignorada, desconocida, pero libre. Yo no tengo ya obligación de estar aquí, el Pontífice ha dicho que si los votos me fueron arrancados por la fuerza y contra mi voluntad, sea yo libre, y nadie mejor que yo sabe cuánto esfuerzo me ha costado tomar el velo. La condición del Papa está cumplida y yo soy libre aunque mil obstáculos se pongan por los hombres: el derecho de salir de aquí me lo da Su Santidad, el verificarlo corre de mi cuenta, y será. Veamos qué tales están mis preparativos.

Sor Blanca cerró por dentro la puerta de su celda, abrió una alacena que estaba embutida en una de las paredes y corrió la última tabla.

Una especie de caja oculta apareció y Sor Blanca comenzó a sacar de allí algunos objetos.

Todo aquello, el secreto, la caja, la tabla con que se cerraba, lo que allí se contenía, todo era obra de la misma Sor Blanca, fruto de su perseverancia y de su firme resolución de escapar del convento.

Sor Blanca tomó de entre los objetos que había sacado del secreto, un espejo. Lo puso encima de su reclinatorio y colocó en frente de él dos bujías de cera.

Se arrodilló enfrente del espejo y comenzó a quitarse la toca. Una maravillosa transformación pareció entonces verificarse. De debajo de la toca de la religiosa una negra y rizada cabellera desprendió sus brillantes anillos de ébano y vino a formar como una cascada que corría por los blancos y torneados hombros de Blanca, por sus espaldas y por su cuello. Aquella no era ya una monja, era una deidad. Mucho tiempo hacía que con un cuidado y una paciencia admirables, Sor Blanca dejaba crecer y cuidaba su hermosa cabellera: era como la esperanza cierta que alimentaba del día de su libertad.

Sor Blanca se despojó después de los sayales y se vistió un soberbio traje de brocado blanco; cubrió sus manos y su cuello de soberbias alhajas; oprimió sus delicados pies en unos borceguies de tafilete rojo bordado de oro, y sus cabellos en una redecilla de seda y oro, y luego, como una niña, comenzó a pasearse gravemente por su celda, procurando mirarse en su pequeño espejo.

Si las otras monjas hubieran logrado verla al través de una cerradura, sin duda que hubieran dicho que un arcángel visitaba por las noches la celda de Sor Blanca.

— Verdaderamente soy hermosa —decía la pobre mirándose en su espejo—. ¡Ay! ¡Qué papel tan brillante podría yo hacer en el mundo! ¡Ha de ser tan bello tener un hombre que nos ame, que siempre se esté mirando en nuestros ojos! ¡Qué grato será oír en su boca palabras dulces, amorosas, así como dice en el Cantar de los cantares, amada mía! Jamás he tenido quien me diga amada mía. Si este santo deseo es pecado ¿por qué Dios permite que no se aparte de mí? Además, yo soy libre, el Papa lo manda, y el Papa representa a Jesucristo sobre la tierra. Qué gusto dará oír las once por ejemplo, a esa hora viene el que nos ama. Dios mío, y lo que deberá sentirse al verle llegar. En las noches las músicas, las serenatas, nuestro galán rondando embozado frente a nuestras ventanas, esperando una flor, un suspiro, una palabra. Con qué placer se le dirá, ¡yo os amo! ¡Ah! yo quiero amar a alguno que me ame, aunque sea un esclavo, aunque sea un mendigo, pero no puedo vivir sin amor; aquí mi corazón me quema, me abrasa, se me figura que me apasiono de cualquiera que veo dos o tres veces en el templo, y quisiera hablarle y que me hablara, y cuando deja de venir estoy triste, y luego amo a otro y me sucede lo mismo. Y esos hermosos ángeles que están en los cuadros del claustro me parece que me miran algunas veces con afición, que se animan, y paso delante de ellos muchas veces para verlos porque de repente me parece que viven. Uno de los cuadros que representa a Gabriel, lo bajaron de la pared y lo pusieron en el suelo, y en mi delirio crei que era providencial, milagroso, que él mismo se había bajado para estar más cerca de mí, y entonces pasé a su lado, nadie me observaba, me acerqué al cuadro y puse mi boca en los labios del arcángel y le besé. Yo no comprendo lo que sentí, me pareció que también él me había besado y me puse encendida, y tuve miedo de pasar por allí otra vez, entre tanto se me figuró que un joven que venía a la iglesia veia al coro y me veia a mi, creo que le amé y olvidé a mi arcángel, pero el joven no volvió más. Dios mío, yo necesito salir de aqui porque siento necesidad de amar y de ser amada, es fuerza, y saldré.

Sor Blanca comenzó a quitarse el traje y sus galas, y a guardar todo en el cofrecito en que las tenía ocultas, cuando se oyeron en la puerta cuatro golpecitos seguidos, pero aplicados con suma precaución. Sor Blanca ocultó apresuradamente todos los objetos, se cubrió con sus tocas y abrió.

— Buenas noches, madrecita —dijo entrando una mujer como de treinta años, que por su traje parecía una criada.

— Buenas noches, Felisa —dijo Sor Blanca, volviendo a cerrar por dentro la celda— ¿qué te pasa?

— Madrecita, que todo está preparado ya, y esta misma noche nos podemos salir del convento.

— Pero ¿cómo? ¿De qué manera?

— Oigame su reverencia. Ya su reverencia sabrá como yo soy hija del tío Nicolás; que el tío Nicolás es cochero del señor Arzobispo, que en el arzobispado vivía yo con mi señor padre, y viniendo días me pretendió uno de los señores colegiales que venían a ver a su Ilustrísima, creo que decía mi señor padre que para que los desanimaran. Y como yo tuve que decirle que sí, y mi señor padre cayó en la cuenta, dispuso su merced meterme aquí de criada, porque me cogió en mi baúl letras del colegial; y cierto y verdad que nos queríamos, pero no pasó de allí. Pues ha de estar su reverencia para saber que me encajó aquí mi señor padre, como su reverencia recordará, hace más de cuatro años, y ni más razón de mi colegial, hasta que hace cosa de ocho días que supo su reverencia que había sacristán primero y nuevo y cátese su reverencia que voy viendo al sacristán nuevo ¡y que ni más ni menos que mi colegial! Me conoció, me hizo señas, nos hablamos cuando me mandaban las madrecitas a llevar algunas cosas a la iglesia, y él me dijo: — ¿Por qué no te sales y nos vamos, al cabo no eres monja— y me convenció, y le dije yo que otra criada también quería salirse conmigo. —¿No será monja —me preguntó— porque eso es de riesgo? — No, —le dije— es criada. — Bueno —me contestó— que salga; pero con la condición que llegando a la calle, cada uno por su lado, y nosotros no paramos hasta las Chiapas, en donde tengo unos tíos. — Ya tenemos todas las llaves desde aquí hasta la calle, y en esta mañana me dijo que esta misma noche a las doce nos esperaba en la Iglesia. Conque alístese su reverencia.

— Tengo miedo.

— Tiene miedo, y hace más de un año que no hace más que platicarme de salirse de aquí y contarme lo bonito del mundo. ¡Vaya esa era buena, que yo me saliera y se quedara su reverencia! Pues si se desperdicia esta ocasión, no hay otra.

— Dices bien —dijo de repente Blanca— van a ser las doce ¿dónde están las llaves?

— Aquí las traigo.

— ¿Las conoces y las has probado?

— No tenga usted cuidado.

— Toma, llévame esta cajita, déjame vestir.

Sor Blanca entregó a Felisa la caja de sus alhajas, y en un instante se vistió una saya y una toca negra de viuda, se cubrió con un velo y ocultó en el secreto de la alacena lo que no pudo llevar.

— Vamos —dijo Sor Blanca.

Felisa caminaba por delante, llevando una linterna yla cajita de las alhajas de la monja, que la seguía temblando.

A cada momento se detenían espantadas y ocultaban la luz. El ruido del viento que movía un cuadro o una puerta, que arrastraba una hoja o un papel, les parecía al eco de unos pasos que las seguían; aplicaban el oído a las cerraduras de las celdas, y nada, todo estaba tranquilo.

Atravesaban con precaución los claustros, abrían y volvían a cerrar con cuidado las puertas, y así llegaron hasta la iglesia.

Santa Teresa no era aún ese templo suntuoso que hoy vemos, era una capilla grande, pero bastante humilde.

Las dos mujeres avanzaron en la nave y de repente un bulto se encaminó hacia ellas.

Sor Blanca estuvo a punto de gritar, pero Felisa le tapó la boca.

— Es él, no tengáis miedo.

— Felisa, Felisa —dijo el hombre que se acercaba.

— Yo soy —contestó la criada.

— ¿Vienen las dos?

— Sí.

— Pues vámonos, dejen el farol.

El sacristán tomó de la mano a Felisa, y ésta a Sor Blanca, y así, casi entre las tinieblas, avanzaron hasta la puerta del templo. El sacristán abrió y Sor Blanca se encontró en la calle y sintió el aire de la libertad en su rostro, alzóse el velo para respirar mejor y lanzó un suspiro que ella misma no sabia si era de pena o de contento.

Mil pensamientos confusos luchaban en su cerebro. ¿Sería este paso el principio de su felicidad o de su desgracia? ¿Había hecho bien o mal? Había momentos en que se arrepentía y momentos en que se sentía más animada.

Caminaron los tres unidos hasta llegar a la esquina de la calle del Hospicio de San Nicolás, llamado de las Atarazanas.

— Aqui cada uno por su lado —dijo el amante de Felisa.

— Adiós —decía la muchacha a Sor Blanca, cuando el sacristán exclamó:

— ¡Una ronda, huyamos!

Y echó a huir seguido de su novia, que sin pensarlo siquiera, se llevaba las alhajas de la monja. Sor Blanca se quedó parada un momento, y luego le faltaron las fuerzas y se sentó en una puerta.

La ronda oyó el ruido que hacían en la fuga Felisa y su amante, y echó a correr tras ellos, gritándoles: Ténganse a la justicia, y pasó cerca de Sor Blanca sin mirarla siquiera.

Sor Blanca permaneció allí mucho tiempo, y luego se levantó y tiritando de frío y temblando de miedo, comenzó a caminar procurando alejarse del centro de la ciudad.

La mañana comenzó a aclarar y la primera persona que vio Blanca fue un muchachito pobre que caminaba descalzo y envuelto en una pequeña manta.

— Oye, niño —le dijo Blanca—, ¿a dónde vas?

— A comprar el desayuno para mi padre.

— Dime ¿qué no conoces ninguna casa por aquí, de señoras solas y que me pudieran recibir?

— Sí —dijo el niño con una viveza encantadora— ¿quieres que te lleve en casa de doña Cleofitas?

— ¿Quién es doña Cleofitas? —preguntó Sor Blanca.

— Una señora pobrecita, muy fea, que vive sólita, aquí adelante.

— ¿Me recibirá?

— Cómo no; vamos, que no quiero que me regañe mi padre.

Sor Blanca siguió al niño y llegaron a una accesoria pobre, pero que estaba ya abierta, a pesar de ser tan temprano.

Una mujer muy vieja, y con el aire de limosnera barría el interior.

— Esta es —dijo el muchacho —y ya me voy. Y sin esperar más, echó a correr.

— ¿Qué se os ofrece? —preguntó la mujer a Sor Blanca.

— Que me amparéis, que me deis un asilo en vuestra casa, un rincón ...

— Soy muy pobre —contestó la vieja.

— Más pobre soy yo, que no tengo ni donde guarecerme del sol, ni de la noche.

— Pero ...

— Por Dios, no me arrojéis así, os lo pido por vuestra salvación.

— Vaya, entrad, que Dios os envía aquí, y El sabe lo que hace.
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