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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo octavo

En donde se verá lo que pasó a Sor Blanca y lo que aconteció al marqués de Gelves en su ronda nocturna


Sor Blanca entró en la casita de la vieja y en aquellos momentos no sabía qué hacer ni qué decir; estaba en una situación verdaderamente embarazosa. El día iba aclarando y la vieja comenzaba a disponer su pobre desayuno.

Era el primer tormento de Blanca: todo lo que ella tenía de valor sobre la tierra, que eran las joyas que había sacado de su casa y ocultado en el convento, se las había llevado la criada Felisa, al ponerse en fuga con su amante. Sor Blanca no tenía nada absolutamente que ofrecer a la pobre anciana que la había dado hospitalidad.

Sor Blanca se sentó en un banquillo, y no teniendo qué hacer se puso a rezar y a llorar.

La vieja la dejaba sin decirle ni una palabra y continuaba preparando su desayuno. Cuando todo estuvo dispuesto se acercó a Blanca, y le dijo con dulzura:

— Venid a desayunaros, hija mía.

Sor Blanca alzó los ojos y lloró de gratitud. Aquella mujer miserable y llena de harapos la había llamado su hija, esto era para ella el colmo de la felicidad.

La rica heredera de la casa de Mejía, la hermana del orgulloso don Pedro, esa joven que era en el mundo la esposa más codiciada, y en el claustro la monja más aristocrática y más respetable, sentía un placer desconocido cuando una infeliz limosnera la llamaba hija mía.

— Venid —volvió a decirle la anciana— estoy segura de que anoche nada habréis comido. ¿Queréis que os traiga vuestro desayuno aquí? Voy, porque estaréis tal vez muy fatigada —y la pobre, acompañando la acción a las palabras, llevó en unos humildes trastos un limpio desayuno.

Blanca sollozaba de ternura.

— ¡Ay hija mía! Ahora estoy muy pobre, pero no siempre he sido lo mismo. En otros tiempos nada faltaba en mi casita, como que hoy me mantengo, no os espantéis, de pedir limosna por las calles, y antes tenía yo muy buenos protectores, como mi señora doña Beatriz de Rivera (que en paz descanse) y mi señora doña Blanca de Mejía.

— ¡Doña Blanca de Mejía! ¿Pues quién sois vos?

— A mí me han conocido siempre por la beata Cleofas.

— ¡Cleofas! —gritó Sor Blanca, dejando caer el pozuelo en que se desayunaba.

— ¿Qué es esto niña? ¿Qué os da? ¿Os desmayáis? Dios mío, Dios mío ¿qué haré?

— No, Cleofas, no os espantéis, nada me sucede, pero miradme bien, miradme, yo soy la desgraciada, yo soy doña Blanca de Mejía.

— ¡Doña Blanca! ¡Sor Blanca! —dijo Cleofas espantándose a su vez—. ¿Vos? ¿Pero cómo? ¿No habíais profesado? ¿No erais ya monja?

— Sí, pero he huido de esa vida que no me era posible soportar ...

— ¿Entonces habéis quebrantado la clausura? ¡Estáis excomulgada! ¡Lo estoy yo también por daros asilo! ¡Por ocultaros! ¡Dios de los cristianos! Miserere mei.

— Calmaos, calmaos.

— ¡Calmarme, y estoy excomulgada por vuestra causa! No, yo necesito dar parte de esto al comisario del Santo Oficio, para descargo de mi conciencia!

— ¿Pero vos queréis perderme, cuando he sido siempre tan buena para vos? —dijo con angustia Sor Blanca.

— Como vos queréis perder mi alma. No; primero mi salvación, primero mi salvación, primero mi salvación.

Y Cleofas repetía esto casi maquinalmente y tomaba su mantón.

— Por Dios —decía Sor Blanca, procurando impedirle que saliera.

— Primero mi salvación, primero mi salvación —repetía la vieja, y salió apresuradamente a la calle.

Sor Blanca la miró alejarse. Era para ella un momento de angustia: quedarse allí sería entregarse en las manos del Santo Oficio; era necesario huir. ¿Pero a dónde? A nadie conocía y tal vez en cualquiera otra parte la denunciarían. Blanca, sin embargo, no vaciló, tomó otra vez su velo, se cubrió con él, tomó de encima de la mesa algunos panes, porque no sabía si llegaría a encontrar algo que comer en el día, y salió resueltamente de la casa comenzando a caminar lo más aprisa que le era posible. Y hacía bien, porque una hora después llegaron los familiares del Santo Oficio conducidos por la beata y registraron todo el barrio.

Era cerca del medio día y Blanca no había dejado de andar, sin saber por dónde, pero ella seguía adelante. Estaba cansada y tenía hambre, se comió dos de los panecillos y bebió agua de una fuente, pero no tenía dónde descansar, porque con el traje que llevaba se hubiera hecho sumamente notable sentándose en una puerta.

Entonces se acordó de la Alameda.

No sabía por qué rumbo estaría, pero buscó con la vista y a su izquierda divisó un grupo de árboles, comenzó a caminar en aquella dirección y a poco reconoció que no se había engañado.

La Alameda estaba desierta. Sor Blanca se sentó a la sombra de un árbol y se alzó el velo para respirar con más libertad. Los recuerdos de su convento se unieron con las penas que la esperaban, y la joven comparó, y sin vacilar miró el porvenir dulce, comparándolo con los sufrimientos que había tenido en el claustro.

Oyó por una de las calles de árboles que estaban cerca de ella, los pasos de un hombre, se cubrió precipitadamente y esperó. Era un negro de los muchos que había en México, que se acercaba, y que, según la dirección que traía, debía pasar a su lado.

Al mirarle de cerca Sor Blanca se estremeció y, sin poderse contener, exclamó:

— ¡Teodoro!

El negro se volvió con viveza y se acercó a ella.

— ¿Quién sois, señora?

— Teodoro —dijo Blanca— ¿has olvidado ya a doña Beatriz de Rivera?

— ¿Seríais acaso? —dijo Teodoro temblando, como si la misma doña Beatriz se le hubiere aparecido.

— A ti no te lo ocultaré porque eres bueno y tienes el corazón grande, y tú sí no me venderás: soy doña Blanca de Mejía.

Y Blanca se apartó el velo.

— ¡Doña Blanca! ¡Doña Blanca! La ahijada de mi ama ¡Pobrecita! La otra víctima de don Pedro y de don Alonso. ¿Pero habéis huido del convento ...?

— Sí. Teodoro, y no tengo un asilo ...

— Cómo que no ¿pues habéis creído que yo vivo en las plazuelas? Mi casita tengo, y para allá nos vamos en este momento ...

— Pero me persiguen, quizá te comprometas por mí.

— ¿Comprometerme? No os encontrarán en mi casa, y además ¿qué me importa, no estáis en la desgracia? Vaya, niña, venid, venid.

— ¿Y la Inquisición ...?

— No tengo yo miedo a nada en el mundo. Vámonos.

Y Teodoro se atrevió a tomar a Blanca de una mano para levantarla del asiento. Blanca comenzó a seguir a Teodoro y muy pronto llegaron a la casa de éste, que era cerca de San Hipólito. La mujer de Teodoro le miraba llegar a la casa con una tapada.

— ¿Qué será esto? —pensaba la negrita.

— Servia —le dijo su marido —esta señora es más que si fuera nuestra ama, es casi la sombra de doña Beatriz, y viene a vivir con nosotros, cuídala y quiérela mucho: que nadie sepa que está aquí.

Sor Blanca entró en la casa de Teodoro, recibida como una persona de la familia que volviera de un largo viaje. Inmediatamente le destinaron una bonita habitación que tenía para la calle una hermosa ventana.

Sor Blanca tenía sueño y debilidad; en toda la noche no había dormido, y apenas había comido los panecillos que sacó de la casa de Cleofas.

El marqués de Gelves comprendía, presentía que se tramaba contra él una terrible conspiración, y conocía quiénes eran los directores, pero ignoraba en lo absoluto sus elementos, sus recursos y quiénes eran sus agentes.

En las noches salía por las calles a rondar la ciudad y a seguir aquella pista, que desgraciadamente perdía a los primeros pasos.

La noche que lo hemos visto desprenderse de don Pedro y de don Alonso en el palacio, y salirse a la calle, era sin duda alguna la noche de uno de los días más agitados de su gobierno: por todas partes había recibido denuncias y anónimos, y la parte de la Audiencia que no estaba de acuerdo con los revoltosos había estado a darle aviso de que se observaba en la ciudad algo que indicaba una próxima tempestad.

El de Gelves anduvo en las calles. Al principio de la noche no encontró nada que llamase su atención; iba ya a retirarse cuando alcanzó a ver por la calle de San Hipólito unos hombres que salían furtivamente de una casa, y que se iban como recatando. El virrey creyó que había encontrado un rastro, se ocultó a cierta distancia y advirtió que a poco otros hombres salían de la misma casa, pasaron cerca de él y pudo notar que eran negros libertos.

Observó el marqués luz en una de las ventanas de aquella casa y pensó acercarse para ver si algo lograba descubrir desde allí que aclarase sus sospechas.

El pequeño postiguillo de una de las ventanas estaba abierto, y aunque era alto, el marqués subió por la reja y miró para adentro.

Dos mujeres hablaban sentadas en dos sitiales frente una de otra. Una de ellas tenía la espalda vuelta a la ventana pero por la forma de la cabeza y por la figura del peinado se conocía que era una negra; la otra, cuyo rostro podía ver perfectamente el virrey, porque lo bañaba completamente la luz de las bujías, era de una hermosura maravillosa.

El virrey no era un joven, y sin embargo se sintió arrebatado, enamorado por aquella belleza, y no pudo apartarse de su observatorio, ni desprender sus ojos de aquella mujer cuyos movimientos todos eran tan encantadores.

Un negro, alto y robusto, vestido con elegancia y sencillez, entró en el aposento, y la mujer que tenía vueltas las espaldas a la ventana se levantó. El de Gelves no se había engañado, era una negrita.

Hablaron entre sí los tres y la negrita se dirigió a la ventana; el marqués se alejó para no ser descubierto y a poco el postigo se cerró.

El virrey permaneció allí, pensativo y preocupado, hasta que la luz del alba y los cantos de los gallos le anunciaron que era necesario retirarse.

Había encontrado en aquella noche dos cosas que no se apartaban de su imaginación y que no podremos decir cuál le afectaba más: una conspiración de negros y, en la casa donde se tramaba ésta, la mujer más hermosa que había visto en la Nueva España.

El marqués de Gelves era hombre que no se quedaba nunca a la mitad de un camino, pensaba averiguar quién era aquella mujer y saber lo que trataba en las reuniones de los negros; pero comprendió que debía comenzar por la mujer, porque si comenzaba con el asunto de los negros, podía desaparecer ella, en caso de que no lograse prenderlos a todos y la familia que ocupaba la casa se espantase.

El hombre de las confianzas del virrey era un joven acaudalado de México, que había vuelto de Filipinas muy rico después de un destierro que se le impuso a causa de un duelo, por el antecesor del marqués de Gelves. Este joven, en quien sin duda conocerán nuestros lectores a don César de Villaclara, se había hecho el amigo de confianza del virrey por su talento, su audacia y su carácter franco y amable.

Jamás faltaba a la hora de almuerzo en Palacio, porque el marqués de Gelves no podía pasarse sin él, y aquella era para el virrey la hora del verdadero descanso, en que olvidaba los negocios del gobierno y de la política y se entregaba a sus alegres conversaciones familiares.

El día a que nos vamos refiriendo, don César encontró al virrey triste y pensativo.

Concluyó el almuerzo sin que hubiera pasado aquella nube, y entonces el virrey condujo a don César a un aposento interior y se encerró con él.
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