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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo quinto

La Compañía del Bachiller Martín Garatuza comienza a tomar cartas en los negocios políticos


Martín salió de la casa del Arzobispo y se dirigió a la de nuestro viejo conocido Teodoro.

Teodoro, libre por la voluntad de doña Beatriz y rico con el dinero de don José de Abalabide, vivía cerca de la traza, pero fuera de ella, por el rumbo de San Hipólito, que era donde desde el principio comenzaron a fundarse algunas casas de campo.

Teodoro vivía completamente tranquilo y tenía y a dos hijos; nada había interrumpido por mucho tiempo su quietud y le consideraban todos los negros libres como su protector y su jefe; allí ocurrían en cualquier desgracia y estaban seguros de ser socorridos.

Pero la gente negra que había libre en la Nueva España era muy inquieta y daba constantemente grandes escándalos, teniendo en alarma las ciudades, y por eso el marqués de Gelves dictó severas providencias contra ellos; desde entonces su disgusto fue cada día en aumento, y todos ocurrían con sus quejas a Teodoro. Martín, que sabía esto, comprendió que la conquista del antiguo esclavo de doña Beatriz era el primero y más importante de los trabajos que tenía que emprender para conseguir aquella sublevación que anhelaban el Arzobispo y la Audiencia.

Cuando Garatuza llegó a la casa, Teodoro, en el jardín y seguido de sus hijitos, regaba y componía unas plantas; su mujer, cosiendo bajo un emparrado, les miraba con un placer indecible, de cuando en cuando.

Era el cuadro de la felicidad doméstica.

— ¡Hola, don Martín! —dijo alegremente Teodoro saliéndole al encuentro y estrechando su mano— ¿Qué fortuna es veros por acá?

— No tanta, que mi ausencia antes y mi presencia ahora son motivadas por causas harto desagradables.

— ¿Pero qué os ha acaecido?

— A mí precisamente, nada; pero los negocios del reino van tan mal ...

— ¿Y creéis que seamos nosotros bastante poderosos a impedir que así sigan?

— ¿Y por qué no?

— Somos muy débiles y muy pequeños.

— Nadie es débil ni pequeño cuando tiene el corazón grande y la resolución firme.

— ¿Y qué se ganará con tener eso?

— Friolera, figuraos en el caso presente, con unos cuantos hombres como vos, yo me comprometería a hacer que se variase el giro de los negocios, y aun más si cuento con vos, me comprometo a hacerlo.

— ¿Y cómo haríais aun cuando contaseis conmigo?

— Escuchadme. Los negocios públicos van mal, y todos están disgustados. ¿Es cierto?

— Verdad.

— Su Majestad Felipe IV pudiera cambiar la suerte de estos reinos con sólo cambiarnos de virrey. ¿Es verdad?

— Cabalmente.

— Pero él no quiere y se empeña en sostener aquí al de Gelves, que Dios confunda.

— Y como nosotros nada podemos contra la voluntad del monarca, resulta que no tenemos más remedio que sufrir.

— Os engañáis, todo el mundo dice lo mismo, y sin embargo nada es menos cierto.

— ¿Pues cuál es el remedio?

— Obliguemos a Su Majestad a cambiar de virrey.

— ¿Y cómo?

— Muy sencillamente, promoviendo una sublevación por cualquier motivo. Todo el mundo nos seguirá y todos estarán con nosotros, desde la Audiencia y el Arzobispo hasta la gente más pobre y más infeliz.

— ¿Y si no nos ayudasen personas de alta categoría?

— Si vos os comprometierais, yo os lo aseguraría.

— Si me lo asegurarais, yo me comprometiera.

— Pero esto es un círculo vicioso en que no hacemos sino perder el tiempo. Mirad ¿no tendríais inconveniente en ayudarme con todo vuestro influjo entre la gente de color para una sublevación contra el de Gelves?

— No, si no hubiera personas de respeto mezcladas en el negocio.

- Las hay. Vengo de hablar con el señor Arzobispo y con la Audiencia, y ellos mismos me han invitado.

— ¿Es verdad eso?

— Por mi fe de cristiano.

— Entonces contad conmigo. ¿Cuál es el plan?

— Preparar a la gente y a los amigos. El Arzobispo y la Audiencia darán el pretexto o el motivo, principiará el alboroto y adelante; las cosas seguirán solas.

— Me parece muy bien pensado, contad con que os ayudaré.

— Y yo os pondré al corriente de lo que ocurra; entre tanto no hay que dormirse porque tal van los acontecimientos, que el lance puede ser mañana mismo.

— Estaré listo, descuidad.

Martín se retiró contentísimo, y Teodoro, en vez de seguir en su trabajo, se puso su sombrero y salió también a la calle.

Martín empleó el resto de la tarde en visitar a sus principales compañeros de aventuras y que estaban como en receso a causa de las terribles persecuciones del virrey a toda la gente perdida. Todos ellos acogieron con entusiasmo la idea de un motín, y cada uno de ellos se convirtió en agente. La rebelión fermentaba sordamente y no se necesitaba más que la chispa que encendiera aquel combustible.

Don Melchor Pérez de Varáis volvió a su casa, y Luisa le esperaba ya con impaciencia.

— ¿Hablasteis al Arzobispo del negocio de Sor Blanca?

— La verdad es, alma mía, que se me olvidó.

— Pasos lleváis de no sacar jamás a esa desgraciada de la cárcel.

— Negocios tan graves tuvimos que tratar que tiempo nos ha faltado, y sin embargo, hay para vos una buena noticia.

— ¿Cuál es?

— Sabéis que entre el virrey y la Audiencia y el Arzobispo median grandes y profundos disgustos; que el Arzobispo y la Audiencia tratan de recrudecer para dar motivo con ello a un tumulto.

- ¿Y bien?

— Que uno de los pretextos será el hacer creer al pueblo que don Pedro de Mejía ha monopolizado las semillas para ganar a costa de la miseria de la clase pobre. Naturalmente la primera víctima será, si hay un motín, don Pedro de Mejía, y para hacer todo más visible, ya al salir del arzobispado me ha dicho su Ilustrísima que se procurará medio de excomulgar a don Pedro fijando su nombre en las iglesias.

— Muy bien.

— Como sabéis, el virrey me persigue por la denuncia que se hizo de mí, imputándome que vendía la justicia en la provincia de Metepec, y luego por esa causa que ha mandado formar para probarle a la Audiencia que no puedo ser corregidor de México y alcalde mayor de Metepec.

— Témome, don Melchor, que si antes de que estalle el motín sois aprisionado, ni se hará nada y vos las pagaréis todas.

— Decidido estoy a todo antes que dejarme prender.

En este momento se presentó el licenciado Vergara, pálido y fatigado.

— Don Melchor —dijo entrando sin saludar a nadie— acaba de proveerse auto en vuestra causa para que seáis arraigado y asegurado.

— ¿Cómo? —exclamó don Melchor demudado.

— Tan cierto es que dentro de un momento estarán aquí para notificaros.

— ¿Qué haremos? —dijo don Melchor.

— Ante todo —contestó el licenciado —importa que no os prendan, porque todo sería perdido.

— Huiré.

— Ya no es tiempo —exclamó el licenciado Vergara— mirad a la justicia que viene.

— Don Melchor —dijo Luisa— oídme. Armaos, que se arme también la servidumbre, entrad en una carroza e idos a refugiar al convento de Santo Domingo que es el más cercano.

— Bien pensado, bien pensado —dijo vivamente Vergara, pero que sea pronto, he visto allá abajo de la puerta una carroza.

— Voy por mis armas —dijo don Melchor, y salió por un lado mientras por el otro desapareció Luisa.

Pocos momentos después don Melchor, con la espada desnuda en una mano y un broquel en la otra y seguido de varios lacayos armados, se precipitó por la escalera que estaba, así como el patio y la calle, invadido por gente de justicia.

Lo menos que esperaban el escribano y los alguaciles era este ataque rudo, de manera que la confusión fue espantosa.

— ¡Favor al rey! ¡Favor a la justicia! —gritaba el escribano tratando de animar a su gente.

— ¡Favor al rey! ¡Ténganse a la justicia! —gritaban los alguaciles, procurando resistir y detener a don Melchor.

— ¡Atrás la canalla! —decía furioso don Melchor—. ¡Muera el hereje! Así llamaban ya al virrey por su choque con el Arzobispo.

Los alguaciles retrocedían y don Melchor llegó así hasta la portezuela de la carroza. El cochero, prevenido de antemano, estaba ya listo para marchar; un lacayo abrió el coche y Pérez de Varáis entró a él con tres criados mientras los demás acuchillaban a los alguaciles.

La carroza partió a todo trote de los caballos, atropellando a cuantos encontró, porque una gran multitud, atraída por el escándalo, había llenado la calle.

Don Melchor, sin soltar la espada, saltó a tierra apellidando asilo al convento de Santo Domingo. La justicia había seguido tras de la carroza, pero sólo consiguió ver la entrada de Pérez de Varáis al convento.

Inmediatamente se ocurrió a dar parte al virrey, sin procurar más que llevarse a los alguaciles que habían quedado mal parados en el combate.

Dos personas habían presenciado todo desde los corredores de la casa: el oidor Vergara y Luisa.

— Señora —dijo el oidor — no os espantéis, que quizá este será principio de grandes hechos y remedio del reino.

— Señor oidor —contestó Luisa con una sonrisa burlona— creo que más susto tiene su señoría que yo. Lo que importa es aprovechar esto para llevar adelante vuestros planes.

— Es verdad, pero ahora es necesaria mucha precaución para hablar al corregidor, y estando en Santo Domingo creo que para vos será casi imposible. ¿Queréis que le envíe algún recado de parte vuestra?

— Os lo agradezco, pero más desearía ver que tomabais con empeño la causa general del reino, que la de mi marido.

— Voy a dar parte de todo a su señoría Ilustrísíma, y veremos lo que se dispone. Estoy a vuestros pies, señora.

— Que Dios lleve al señor oidor.

El licenciado Vergara se dirigió al arzobispado y Luisa quedó pensativa.

Pobre Sor Blanca, esto viene muy mal para su negocio; mañana le avisaré. En cuanto a don Melchor, si sólo los hombres pueden entrar al convento, no creo que me sea muy difícil parecer hombre ... Ya veremos, no será la primera vez.
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