Presentación de Omar CortésCapítulo terceroCapítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo cuarto

En que el lector volverá a ver algunos antiguos conocidos y tendrá qué conocer algo de los antiguos mágicos


Hemos llegado otra vez a la casa de la Estrella, en Xochimilco, a donde aún vive nuestro antiguo conocido don Carlos de Arellano; pero no le volvemos a ver joven, disipado, elegante. Ahora, los ocho años que han pasado sobre su cabeza, le han dado ya el aspecto, no de un hombre de la edad viril, sino casi la apariencia de un viejo.

Don Carlos no tiene aquel bigote fino y atusado; larga y espesa, su barba cae sobre su pecho, blanqueada como el escaso pelo de su cabeza por la nieve de los años, y profundas arrugas surcan su frente.

La casa de la Estrella se resiente de esta variación, los jardines están incultos, la maleza los ha convertido en una especie de bosque, los salones están abandonados; los murciélagos, las palomas y las golondrinas, hacen allí sus nidos, y por las rotas y desencajadas puertas entran la lluvia y el viento, cubriéndose de musgo los pisos.

En los patios, dos o tres viejos criados se ven entrar algunas veces, y han desaparecido ya los escuderos, los palafreneros y los esclavos, que, como un enjambre de abejas, entraban y salían todo el día en las cuadras y en las habitaciones interiores.

Referiremos brevemente la causa de aquella variación.

El día siguiente al de la fuga de Luisa con el jardinero Presentación, don Carlos de Arellano comenzó a buscarla por todas partes, encontró la horadación en las tapias del jardín, faltaba el jardinero, y Arellano supo que le habían visto una vez ir a la casa del brujo ñor Chema.

Quizá Chema podría dar una luz sobre aquella desaparición. Arellano ni creía bien a bien en los nahuales, ni les tenía miedo; en fin, estaba colérico y no reparaba en lo que el vulgo podría decir al mirarle entrar en la casa de un hechicero.

Don Carlos se dirigió sin temor ni vacilación a la casa del nahual, y al llegar ya muy cerca, le descubrió sentado a la puerta con los pies al sol, leyendo un grueso libro forrado en pergamino.

La presencia de aquel hombre, de quien se contaban tantas consejas, y la soledad en que se encontraba, no dejaron de preocupar al alcalde mayor, pero ya había emprendido aquello y era fuerza llevarlo adelante. Don Carlos era tenaz en sus empresas, aun en las más insignificantes.

— Buenas tardes —dijo don Carlos al viejo.

- Que así las dé Dios al caballerito —contestó el viejo.

— Vos, a lo que parece, no me conocéis.

— Sólo ahora, y para serviros.

— Soy don Carlos de Arellano, alcalde mayor de esta ciudad de Xochimilco.

— Por muchos años —dijo el anciano levantándose y saludando.

— Sentaos, que vengo sólo a preguntaros de un negocio que me interesa.

— Mande su señoría.

— El vulgo dice que sois hechicero.

— Sabe muy bien su señoría que el vulgo es vulgo, y siempre se engaña.

— Sin embargo —dijo don Carlos, tratando de lucir su erudición— vox populi, vox Dei.

— Es cierto, señor alcalde; pero el vulgo no es el pueblo; el vulgo no es más que el vulgo.

—Bien, dejemos eso, tengan o no razón. Lo que es cierto es que a consultaros vienen cuando traen alguna empresa entre manos.

— Y crea su señoría que se van lo mismo que han venido.

— Lo que no quita que vos conozcáis sus intentos.

— Cierto es eso.

— ¿Hace poco os ha venido a ver un natural y a consultaros sobre un proyecto de fuga con una dama principal?

— Yo, en verdad, que el último que vino trajo por objeto solicitar un remedio para ser querido de las mujeres.

— ¿Y se lo disteis?

— Eso equivaldría a ejercer yo la magia. Preguntóme si el chupamirto serviría para su objeto, y quitémele de encima diciéndole que hiciera lo que quisiese.

— ¿Y creéis que lo usaría y que le serviría de algo?

— En cuanto a que ha de haber usado del pajarito, lo creo indudable, que el mozo parecía decidido.

— ¿Y en cuanto al provecho que de ello le resultaría?

— ¿Preguntaisme eso como el señor alcalde?

— No, sino como caballero particular.

— Pues entonces contestaré a su señoría, que si bien es cierto que virtudes raras y maravillosas tiene el chupamirto, como otras muchas aves, y esto por la naturaleza, preciso es el auxilio de la ciencia cabalística para que esas virtudes y propiedades se desarrollen.

— ¿Conocéis vos esa ciencia? —preguntó con curiosidad don Carlos, y olvidando, en presencia de lo maravilloso que creía descubrir, la causa de su visita al viejo.

Ñor Chema vaciló, y por fin no contestó nada.

— Respondedme con franqueza —dijo don Carlos— que yo no soy capaz de denunciaros y, por el contrarío, tanto empeño he tenido desde niño en conocerla y estudiarla, que a ser vos adepto, labraríais a mi lado vuestra suerte.

— Conozco esa ciencia. La desgracia de haber estado preso muchos años en las cárceles secretas del Santo Oficio, me ha dado la fortuna de poseer libros y manuscritos preciosos. Un desgraciado que murió en las mismas cárceles, me confió el secreto del lugar en que él había ocultado sus libros; llegué a verme libre, y de opulento que entré a la Inquisición, salí miserable, viejo y desconocido. Fui a buscar aquella herencia de la desgracia, la encontré, y hace algunos años que paso mi vida estudiando las ciencias ocultas, aunque no las practico, y vivo con el poco dinero que encontré junto con los libros.

— ¿Y creéis vos en los secretos y en las maravillas de la ciencia cabalística, de la magia y de la alquimia?

— ¿Y cómo no creer en lo que han palpado los hombres, en lo que ha sido ya el fruto de largos siglos de experiencia y de inmensos tesoros consumidos, para arrancar un secreto a lo desconocido, para tener la gran clavícula de Salomón, que hace obedecer a los espíritus malignos? ¿Habrán escrito y meditado en vano Alberto de Saninguen, llamado Alberto Magno, y Raimundo Lulio? ¿Ignoráis las inmensas riquezas atesoradas, merced a esta ciencia, por Nicolás? ¿Los discípulos de Paracelso no han esparcido y predicado en el occidente estas ideas y estas luces? ¡Oh! la trasmutación de los metales, en virtud de la alquimia, el descubrimiento de los tesoros ocultos por medio de la ciencia cabalística, la adivinación del porvenir por la nigromancia, por la astrología, por la quiromancia, por la catoptronomancia, por la teurgía y por otros mil medios, es una cosa indudable para los que, como yo, han logrado conocer libros tan sabios como el Dragón rojo. El sabio doctor Joaquín Tancke ha propuesto ya a las universidades establecer cátedras para comentar y explicar públicamente las obras de Cebes y Raimundo Lulio . ¿Tanceby, Kir keby y Ragy no recibieron del rey Enrique VI de Inglaterra en 1440 permiso para fabricar el oro y el elixir de larga vida? ¿No se concedió lo mismo en 1444 a Juan Coblet y a Tomás Traffard y a Tomás Ashton, y después a Roberto Bolton y a Juan Metsle, agregando en la concesión que era porque ellos habían encontrado el modo de cambiar indistintamente todos los metales en oro? ¿Y así queréis que dude de la ciencia? Poco hace hemos sabido que el gran Rodolfo II , educado en la corte de Su Majestad don Felipe II, y elevado después a emperador de Alemania, se ha desprendido de los negocios públicos para dedicarse a las ciencias ocultas, encerrado en su castillo de Praga, con sus maestros Tycho Brahe y Kepler; el doctor Decque le abrió el mundo de los espíritus, Miguel Mayer, Martín Ruland y Tadeo de Hayec, que dieron a su sabio emperador el renombre del Hermoso de Alemania. ¿Y queréis que aún dude? No: la ciencia es cierta, existe, y en mis preciosos libros y manuscritos puede beberse como en una fuente purísima, como la he bebido yo por tantos años.

El viejo había hablado como inspirado, y don Carlos lo había escuchado con religioso silencio.

— ¿Queréis venir a vivir a mi casa y conmigo? —le dijo Arellano—. Nada os faltará y estudiaremos.

— A pesar de que nada me dicen contra vos ni la ciencia ni el corazón, dejadme pensarlo y mañana os resolveré.

— Bien, mañana en la noche vendré, y entraréis a mi casa sin que nadie os vea, y todo estará ya dispuesto.

— Hasta mañana.

— Hasta mañana.

Don Carlos se retiró tan preocupado, que en toda la noche no pensó ya en Luisa; dueño de los secretos de la alquimia las reinas buscarían su amor. Aquella noche soñó que tornaba en oro el Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl.

Tres días después el viejo Chema desapareció y su casa se quedó abandonada. Unos dijeron que el maligno se lo había llevado una noche, porque había expirado el plazo del pacto que con él tenía; otros, que la tierra se lo habia tragado por castigo de Dios, y otros que el Santo Oficio lo había arrebatado secretamente para no remover el escándalo: la verdad era que se habia trasladado a la casa de don Carlos de Arellano.

Desde aquel día se observó un cambio notable en la casa de don Carlos y en la vida de éste; apenas salía a la calle, no montaba ya a caballo, y en las horas más avanzadas de la noche se observaba luz por las ventanas de su habitación.

Es que don Carlos se había entregado con furor al estudio de la magia, y sin embargo, el vulgo decia que Dios le había tocado el corazón y que se había metido a santa vida. Y cuando veían la luz en las noches, las viejas exclamaban: Estará rezando. Dios le haga un santo.

Todo esto había acontecido en la casa de la Estrella durante el tiempo que hemos dejado de ver a don Carlos. En el momento en que volvemos a encontrarle, su habitación presenta un cuadro curioso.

Arellano, sentado en un sitial delante de una gran mesa cargada de libros, de frascos y de retortas, escribía en un gran pergamino, y a su lado como dormitando, en otro gran sitial, estaba el viejo Chema con todas las señales de la decrepitud marcadas en su rostro, en su cuerpo, en sus movimientos y hasta en su voz.

Don Carlos acabó de escribir, dejó la pluma y levantando el pergamino para poder leerlo mejor y acercándolo a una bujía, dijo :

— Don José.

— Em —contestó el viejo como despertando.

— He terminado ya.

— ¿Qué cosa?

— Las fórmulas para llamar a los espíritus consignadas en los antiguos códices de la ciencia.

— ¿A ver?

— ¿Queréis que os las lea?

— Si, será bueno.

Don Carlos comenzó su lectura.

Nuestros lectores perdonarán que les copiemos aquí algunas de las antiguas fórmulas que servían para entrar en contratos con el diablo, porque además de ser documentos curiosos, prueban hasta dónde llegaba la ignorancia y la preocupación en aquellos tiempos.

Ante todo, no podemos resistir el deseo de dar a conocer las grandes potestades infernales y ministros de Lucifer que reconocían los mágicos y los hechiceros, y eran según ellos:

Lusifuge Rosocale, dueño y dispensador de riquezas y tesoros.

Satanachia, poderoso para someter y disponer de todas las mujeres de la tierra.

Agaliarept, poseedor de todos los secretos y misterios.

Flourety, capaz de construir o arrasar cuarquier cosa, durante una noche.

Sayatanás, con el poder de transportar y volver invisible a un hombre, y con las llaves de todas las cerraduras.

Y Neviros, sabio en todas las ciencias naturales.

A toda esta corte ocurrían en aquellos tiempos los hechiceros y encantadores, y pagaban estas imaginarias amistades muriendo en una hoguera y en medio de los tormentos más espantosos.

Don Carlos comenzó a leer:

LLAMAMIENTO A LUCIFER

Emperador Lucifer, príncipe y amo de los espíritus rebeldes, yo te ruego que abandones tu morada en cualquier parte del mundo que estés para venir a hablarme: te mando y conjuro de parte del Dios vivo. Padre, Hijo y Espíritu Santo, que vengas sin causar ningún mal olor, y me respondas en alta e inteligible voz artículo por artículo, cuanto yo te preguntare; y de no hacerlo así serás obligado por el poder del grande Adonay, Eloim, Ariel, Jehová, Tagla, Mathon, y todos los otros espíritus superiores a ti, y que te castigarán.

Venite, venite.

— ¿Qué os parece? —dijo don Carlos acabando de leer.

— Muy bien; pero no es ese el pacto sacado de la gran clavícula del sabio rey Salomón.

— No, que aquí le tengo aparte.

— Leédmele.

Arellano tomó otro pergamino y comenzó a leer:

Emperador Lucifer.

Amo de todos los espíritus rebeldes, yo te ruego que me seas favorable en el llamamiento que os hago a tu gran ministro Lucifuge Róscale, con quien deseo hacer pacto, y te ruego, príncipe Belcebú, que me protejas en mi empresa. ¡Oh conde Astarot! séme propicio y haz que en esta noche el gran Lucifuge se me aparezca en forma humana sin ningún mal olor, y me conceda por medio del pacto que le ofrezco todas las riquezas que necesito.

Gran Lucifuge, abandona, te ruego, tu morada en cualquier parte adonde estés, si no yo te obligaré por la fuerza del Dios vivo, de su querido Hijo y del Espíritu Santo; obedece pronto o serás atormentado por la fuerza de las poderosas palabras de la gran clavícula de Salomón, de la cual se servía él para obligar a los espíritus rebeldes a recibir sus órdenes.

Aparece inmediatamente o yo voy a atormentarte con la fuerza poderosa de estas palabras de la clavícula: Agion tetagran vaycheon slimidamaton y espures retra grammatan oryaram iriau esytian, existian eryana añera brassim mayna mesria sater Emanuel Sabaot, Adonay, te adora et invoca.

— Perfectamente —dijo Chema, y volvió a entrar en su estado de somnolencia.

Don Carlos se puso a estudiar sus invocaciones.

Ni una sílaha hemos querido borrar de las fórmulas, ni de la intrincada clavícula de Salomón, para dar una completa idea de los conjuros y de los pactos.

Arellano permaneció mucho tiempo entregado a sus estudios, cuando unos golpes terribles aplicados en el zaguán de la casa, le hicieron volver a la vida real.

Se abrió la puerta y Arellano oyó en las baldosas del patio el ruido de un caballo herrado y la voz de un hombre que preguntaba:

— ¿Aún dormirá su señoría, don Carlos de Arellano?
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