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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo decimoséptimo El gran tumulto de México
El Arzobispo había llegado en su viaje hasta el pueblo de San Juan Teotihuacán, y allí recibió, por conducto de sus amigos, la orden de la Audiencia para que se volviese
a México; pero aquella orden no hubiera sido acatada ni obedecida por el alcalde don Lorenzo de Terrones y por don Diego de Armenteros, encargados de su custodia y conducción, y el prelado creyó más prudente no mostrar aún aquella orden, pero sí conservarla consigo. Don Pedro de Vergara Gaviria hizo llegar a manos del prelado una esquela en que le decía sencillamente:
Procure por cualquier motivo su Señoría Ilustrísima no alejarse.
DON PEDRO DE VERGARA GAVIRIA
El Arzobispo comprendió cuánto esto quería decir, y determinó llevar adelante el consejo.
Durmió en la noche en San Juan Teotihuacán y a la mañana siguiente, a la hora de comenzar su marcha, se metió violentamente a la iglesia y subiendo las gradas del presbiterio tomó en sus manos la custodia que estaba en el altar, y se volvió a sus guardas diciéndoles:
— No me apartaréis ya de este lugar sin tocar con vuestras manos al Divinísimo Señor Sacramentado.
Los guardas vacilaron y se resolvieron al fin a esperar a que, cansado el Arzobispo de estar allí, dejase al Divinísimo en su tabernáculo, porque nadie se atrevía a tocarle.
Era natural suponerse que el prelado no pudiese estar en el altar y con el Divinísimo en las manos por muchas horas, y que no tuviera necesidad de comer, de tomar agua o satisfacer cualquiera otra necesidad; pero
al Arzobispo no le faltaban partidarios en ninguna parte.
Allí mismo le llevaban de comer y de beber, le leían cartas, escuchaban y llevaban recados suyos, y cuando él se cansaba dejaba sobre el altar al Divinísimo y volvía a tomarle en sus manos cuando veía que había entre sus guardias algún movimiento.
Transcurrió así un día entero, y el alcalde de la Audiencia
y don Diego de Armenteros determinaron mandar una consulta al virrey sobre cómo debían salir de aquel paso, que para ellos era sumamente comprometido.
El correo salió y el Arzobispo y sus guardas quedaron
inquietos por saber cuál sería la resolución del violento marqués de Gelves.
Pero estaba de Dios que aquella resolución no había de venir.
Cuando Martín volvió a su casa, encontró las puertas cerradas y selladas, y a su hijito llorando en la calle. Los familiares del Santo Oficio no tenían orden de llevarse al niño, y así es que sólo determinaron y llevaron a efecto la prisión de todas las personas grandes.
Por lo que pudo entender del niño, por lo que le dijeron los vecinos y por lo que pudo inferir de los sellos colocados en las puertas, Martín se convenció de que María, Blanca y Servia estaban presas en el Santo
Oficio. Entonces comprendió cuánta era la falta que le hacía el Arzobispo, con cuyo patrocinio podía haber adelantado algo, y determinó poner cuanto estuviese de su parte para encender el fuego de la rebelión en la ciudad.
Dirigióse a la casa del oidor don Pedro de Vergara Gaviria; éste, por su parte, habló con don Melchor Pérez de Varias y con todos los amigos y demás comprometidos, y se fijó el lunes 15 de enero para dar el golpe.
Las cosas estaban verdaderamente en sazón, y todos los ánimos dispuestos para una gran novedad cuando amaneció el día señalado para el tumulto.
Desde muy temprano una inmensa cantidad de clérigos se repartió por todas las iglesias de la ciudad y entrando en ellás predicaban y publicaban las excomuniones; procurando, para causar mayor escándalo, interrumpir las misas y los oficios que se celebraban consumando el Sacramento, y echando fuera de la iglesia a los fieles con mucho ruido y alboroto, y diciendo a gritos por todas partes que el marqués de Gelves había mandado dar garrote al Arzobispo.
En Catedral publicaron solemnemente el edicto en que se declaraba excomulgado al virrey, y el clérigo que daba lectura exclamó después de haber terminado:
— ¡Hermanos míos! ¿Consentiréis por más tiempo a este hereje luterano, y no le haréis pedazos para ejemplar
castigo de sus culpas?
La multitud, entre la cual estaban mezclados Luisa y Martín, y el Ahuizote y los principales partidarios del
Arzobispo, empezó a gritar:
— ¡Viva la Fe, viva la Iglesia, viva el Rey! ¡Muera el mal gobierno, muera el hereje excomulgado!
Martín atravesó desde la sacristía, llevando en la mano la tablilla de los excomulgados y en la que estaba en grandes letras el nombre del virrey, y la colocó en la puerta de la iglesia.
Entonces eran ya espantosos los gritos de la muchedumbre, y Martín, seguido de un gran número de gente, se lanzó a la plaza.
En aquellos momentos atravesaba por allí en su carroza el secretario Cristóbal de Osorio, que había acompañado al Arzobispo en su destierro de orden de la Audiencia hasta el Santuario de Guadalupe.
Martín conoció a Osorio, y dirigiéndose a uno de los
que iban a su lado:
— Mirad —les dijo— ahí va el secretario del hereje, excomulgado también por el señor Arzobispo.
Inmediatamente la turba se lanzó tirando piedras sobre la carroza de Osorio.
El cochero que la dirigía espantado avivó los caballos y a toda carrera se entraron a palacio. No se detuvo allí el furor de la gente, sino que se arrojaron también sobre los que guardaban la puerta del mismo palacio y habían amparado y favorecido al secretario Osorio.
El tumulto creció. Algunos pocos entraron en auxilio del palacio, y el virrey ordenó que salieran algunos caballeros con alguna de las guardias para despejar la plaza.
No hicieron sino presentarse en la calle y delante de la multitud, cuando ésta se volvió fieramente sobre ellos y les hizo huir, obligándoles otra vez a encerrarse.
Más y más crecía a cada momento el tumulto, y hacían
fuego contra las ventanas y las puertas.
Entonces el virrey mandó que desde una de las azoteas
se tocase el clarín, que era la señal que se acostumbraba para llamar a la caballería a palacio en cualquier acto público. El sonido del clarín sosegó por un momento la sedición; los de afuera, temiendo el auxilio que los de adentro, esperaban con tanta necesidad como impaciencia. Pasó un rato y nadie acudió al llamamiento, y entonces los sediciosos comprendieron que el virrey
en palacio no tenía esperanza alguna de auxilio.
Entonces cobraron nuevo brío, y entre los gritos de
muera el hereje y viva la fe cristiana volvieron a arrojarse sobre palacio.
La bandera es casi una necesidad entre los soldados que combaten, y por eso sin duda uno de los que defendían palacio sacó de la armería una de las flámulas que habían servido en el túmulo de Felipe III en las solemnes honras que se le hicieron en México, y la colocó en una ventana.
Un grito inmenso de los sitiadores acogió la presentación de aquella bandera, pero poco después, rompiendo la multitud, un grupo conduciendo una gran escalera salió de la Catedral y llegó hasta el pie de los muros de palacio.
La escalera se colocó, y en medio de los aplausos y de los gritos de los sediciosos, Martín, cubierto con una rodela y con una espada desnuda, subió hasta arrancar aquella flámula.
En honor de la verdad deberemos confesar que los defensores de palacio no hicieron gran cosa para impedirlo.
Entre gritos de triunfo y llevando en la mano el trofeo de su victoria, Martín fue llevado en brazos de los más entusiastas hasta dentro de la misma Catedral y recibió allí las felicitaciones de todo el clero, que no se atrevía a declararse militante, pero que desde el templo animaba y excitaba la insurrección.
A cada momento llegaban a la plaza nuevos grupos de gente, capitaneados por clérigos a caballo, que llevaban un Crucifijo en una mano y una espada en la otra.
La gente comenzó a pedir a gritos la libertad de los tres oidores presos por la revocación de los autos dictados contra el Arzobispo, y éstos, prometiendo al virrey calmar la sedición, salieron de palacio por la puerta de la Acequia.
En medio de uno de los grandes grupos que había en la plaza, el Ahuizote, subido sobre un poste, hablaba a la multitud. Luisa, a su lado, con su traje de hombre, le indicaba lo que debía de decir.
El Ahuizote vestía como Martín en aquella ocasión,
una especie de traje clerical. El Ahuizote indicó al pueblo que era preciso acudir a la Inquisición en busca del pendón de la fe, porque supuesto que la fe era lo que se defendía, su pendón era de todo punto necesario.
No hay cosa que acoja con más exaltación una muchedumbre
irritada que un absurdo; por eso la idea del Ahuizote pareció soberbia a todos los que llegaron a oírla, y una gran parte de la gente que había en la plaza se dirigió a la Inquisición atravesando por las calles de Santo Domingo.
Las turbulencias públicas preocupaban de tal manera a los inquisidores, que habían abandonado las causas de la fe por estar en espectativa de lo que acontecía entre el virrey y el Arzobispo, sin haber querido aparentemente proteger a ninguno de los dos.
Los sediciosos que venían de la plaza llegaron hasta las puertas de la Inquisición pidiendo a grandes voces que se les entregase el pendón de la fe, para ir contra la casa del hereje.
No era el Santo Oficio un tribunal capaz de dejarse acobardar por una sedición; conocía su fuerza y su poder contra el que apenas se hubieran atrevido a luchar los reyes y los papas, y por toda contestación mandaron los inquisidores que todo el mundo se retirase de allí, bajo la pena de excomunión y de doscientos azotes al que tardase en obedecer.
Todo el mundo calló y comenzaron a retirarse.
— Este es el momento —le dijo Luisa al Ahuizote— de poner en libertad a don Melchor.
El Ahuizote se hizo eco de estas palabras y la gente se dirigió al convento de Santo Domingo. Los religiosos,
espantados, habían cerrado las puertas, pero el pueblo las hizo pedazos y, dirigidos por Luisa y por el Ahuizote, llegaron al aposento de don Melchor Pérez de Varáis. Don Melchor se arrojó en los brazos de Luisa, y todos
los que le seguían, entusiasmados por aquel abrazo, que ellos tomaban por un rasgo de gratitud del corregidor de México hacia sus salvadores, le sentaron en un sillón; y como en triunfo, en medio de gritos y aclamaciones, le
condujeron hasta Catedral.
En el entretanto Garatuza no había descansado tampoco. Conocía que aquel movimiento necesitaba una cabeza, y determinó comprometer a don Pedro Vergara Gaviria a presentarse decididamente en la escena. Con este objeto se dirigió a su casa con otra gran parte de los sediciosos que habían quedado en la plaza.
Garatuza dejó a la gente en la calle y subió hasta los
aposentos del oidor Gaviria que temblaba al escuchar los gritos, temía las consecuencias y se espantaba de su misma obra.
— Que el cielo os guarde, don Martín —dijo Vergara, viendo aparecer a Garatuza— ¿qué venís a hacer por aquí?
— Hácese ya tan necesaria vuestra presencia en la plaza —contestó Garatuza— que de no acudir vos en auxilio nuestro, fácil será que otros acudan en el del virrey, y que la gente que nada alcanza se retire dejando al de Gelves dueño del campo.
— ¿Pero qué pretendéis?
— Que vengáis a poneros a la cabeza de todo el movimiento,
que intiméis al virrey a quedar preso y que, reuniendo a la Audiencia, os encarguéis del gobierno de la Nueva España.
— ¿Pero vos tratáis de perderme? Sí, me perdéis sin duda. El Arzobispo ausente, preso don Melchor Pérez de Varáis, todos los demás oidores tan pocos de ánimo que en nada me querrán auxiliar. ¿Qué suponéis que pueda
yo hacer?
— Señor —contestó Martín —si vos tomáis decididamente un partido, muy pronto don Melchor Pérez de Varáis estará libre y a vuestro lado; muy pronto su Señoría Ilustrísima habrá vuelto a México, y los oidores no vacilarán en hacer con vos causa común, si comprenden que tenéis la energía suficiente para resistir a la tempestad siquiera por seis horas.
— ¡Don Pedro de Vergara! ¡Que salga don Pedro! —gritaba en la calle la impaciente muchedumbre.
— ¿Lo oís, señor? ¿Lo oís? —decía Garatuza—. El pueblo os aclama, la ciudad os pide, ayudadla a salvarse.
— Pero si salimos mal ... Si nada se consigue ...
— ¡Que venga don Pedro! —seguía gritando la turba.
— Vamos, señor, vamos, ya no es posible excusarse. Vos nos habéis traído a este terreno, y vos mismo podéis comprender qué será de la ciudad si las cosas siguen y falta una cabeza que dirija, un brazo que enfrene a esa multitud.
— Pero ...
— Nada de obstáculos, todavía ahora es tiempo, quizá dentro de poco ya no lo será. Vamos.
Y Martín casi a fuerza sacó a don Pedro de Vergara de su casa.
— Me vais a perder, me vais a perder —repetía el oidor en medio de las atronadoras exclamaciones con que fue recibida su presencia.
Don Pedro, vacilante y pálido, llegó hasta la puerta de palacio, allí se adelantó solo, llamó, le abrieron, penetró en el interior y la puerta volvió a cerrarse después pesadamente.
Los sediciosos quedaron en espectativa del resultado que daría aquella conferencia del oidor don Pedro de Vergara Gaviria con el marqués de Gelves.
Se habían suspendido las hostilidades ...
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