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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimoctavo

Cómo siguió el gran tumulto de México


Don Pedro de Vergara Gavina subió las escaleras de palacio en busca del virrey, más bien con el deseo de observar el número y el ánimo de los defensores, que con el de procurar el remedio del tumulto.

Con poca gente contaba el marqués de Gelves para la resistencia. Sin prevención alguna para un lance de aquella naturaleza, el parque para los arcabuces era escasísimo, y en lo que se llamaba armería no existían más que algunas alabardas y picas rotas, y algunas ballestas y arcabuces completamente inútiles, de tal manera que el virrey no había podido ni armar a la servidumbre de palacio.

El oidor Vergara penetró hasta el aposento del virrey.

El marqués de Gelves se paseaba pálido y sombrío en el salón de su despacho, sin hablar una palabra a nadie, y apretando de cuando en cuando los puños convulsivamente.

La situación del marqués de Gelves no podía ser más violenta ni más comprometida. Satisfecho de la justicia de su causa, seguro de las torcidas intenciones de sus enemigos, dotado de un valor indomable y de una resolución a toda prueba, se encontraba reducido a una cruel extremidad, que lo ponía en la disyuntiva de hacer una capitulación vergonzosa con sus enemigos o sucumbir abrumado por las fuerzas de sus contrarios.

Consideraba el pequeño número de los defensores de palacio, y luego, asomándose tras de una cortina, contemplaba la inmensa muchedumbre que, semejante a un mar irritado, se agitaba llenando la plaza y todas las calles de los alrededores hasta donde alcanzaba la vista.

De cuando en cuando, de aquella multitud, se levantaban gritos y rugidos atronadores como el estampido de un rayo, y en las ondulaciones de aquella inmensa masa humana, el brillo de las armas venía a penetrar por las ventanas de palacio.

El marqués de Gelves sentía entonces no el desaliento del cobarde que tiembla del peligro, sino la desesperación del hombre de valor que se convence de su impotencia.

El oidor Vergara se dirigió al virrey casi temblando. Aquel hombre imponía a sus enemigos respeto aun en medio de su desgracia.

— ¿Qué anda haciendo en medio de esta tempestad, el señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria? —dijo el virrey tendiéndole la mano.

—Venía con el objeto de hablar con Su Excelencia para procurar un medio de calmar esta tempestad —contestó el oidor; y luego dijo dirigiéndose a don César de Villaclara y al secretario Cristóbal de Osorio, que conversaban en la misma pieza en el alféizar de una ventana— Dios guarde a vuestras mercedes.

Osorio y Villaclara le contestaron con una ligera inclinación de cabeza.

— ¿Qué me decía el señor oidor? —preguntó el virrey, ofreciendo un asiento a don Pedro, y sentándose él a su lado.

— Señor —dijo el oidor, sin saber verdaderamente por donde comenzar aquella conferencia—, venía a ofrecerle a S. E. mis servicios para calmar esta sedición.

— ¿Creéis vos poder calmarla?

— Estoy casi seguro de conseguirlo.

— En tal caso, mal habéis hecho en no haberlo ya verificado; que ofensa es a Dios y a Su Majestad el permitir desacatos como los que ahora se cometen, pudiendo impedirlos, y tan culpable será quién los promueva como el que, pudiendo, no los evite.

— Señor —tartamudeó el oidor.

— Si vuestro ánimo es a lo que decís evitar ese escándalo, creo que debierais apresuraros, que no será a mí a quien tal servicio prestéis sino a Su Majestad (que Dios guarde) con la calma y pacificación de sus reinos.

— Entonces, si me dais permiso, saldré a procurar que todo el mundo se retire a su casa.

— Id, señor oidor, que hace tiempo que esto mismo debierais haber hecho.

El oidor se levantó y salió de la sala, haciendo mil reverencias al virrey.

— ¡Villanos! —exclamó el de Gelves, cuando le vio desaparecer— tiemblan como unos criminales a la presencia de su juez, porque su conciencia está turbada y con hipócrita falsedad quieren hacerme creer en su lealtad y en sus buenas intenciones. ¡Ahí si yo pudiera contar aquí siquiera con cien jinetes ...

El virrey lanzó un suspiro y volvió a continuar en sus paseos. Entre tanto el oidor Vergara había llegado a la plaza, agitando su pañuelo blanco como en señal de paz.

Todos los que estaban en las ventanas y con los ojos fijos en las puertas de palacio vieron las señas de don Pedro, y en todas partes comenzaron a escucharse los gritos de paz, paz.

La gente se abría para dejar pasar a don Pedro de Vergara y a otros oidores que con él se habían reunido, formándoles una ancha calle, y ellos, en vez de continuar aquietando el tumulto, se entraron a las casas consistoriales.

El pueblo comprendió que los oidores tomaban partido contra el virrey; desde aquel momento la sedición se creyó amparada por la ley.

La flámula arrancada de las ventanas de palacio fue quitada de Catedral y ofrecida a los oidores como pendón real.

Los sediciosos habían hecho un empuje y comenzaban a arder las puertas de palacio. En estos momentos, por una de las calles, desembocó en la plaza una soberbia cabalgata, a la cabeza de la cual iba el poderoso marqués del Valle, descendiente por línea recta del conquistador de México don Hernando de Cortés.

El influjo de la familia del conquistador había sido y era muy grande en toda la Nueva España, pero principalmente en la capital.

El marqués del Valle atravesó seguido de su comitiva y habló al pueblo.

Los sediciosos se calmaron, se apagaron las puertas del palacio y el marqués entró en el interior de él, dejando a su comitiva como de guardia en dichas puertas.

El virrey y el marqués del Valle conferenciaron largo tiempo, y el del Valle consiguió por fin una orden del virrey para que el Arzobispo volviese a México.

Con esta orden se creyó calmar al pueblo y sosegar el tumulto. El marqués envió una carroza y unos criados en busca del Arzobispo despachándole la orden para su regreso, y salió él mismo a su encuentro seguido de su comitiva.

La noticia de estas novedades circuló en el pueblo, pero ni un solo individuo se separó de la plaza, a pesar de que vieron atravesar al marqués del Valle, al marqués Montemayor y al inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores, que iban al encuentro del Arzobispo.

Los frailes de San Francisco quisieron ayudar al virrey y entraron en la plaza gritando: Paz y levantando como bandera un hábito de San Francisco.

Los clérigos se arrojaron sobre ellos, y los franciscanos volvieron a su convento llevándose sin embargo a una gran cantidad de indios que les seguían.

Todo el día permaneció la gente en la plaza, y ya en la tarde parecía comenzar a calmarse, cuando circuló la noticia de que la Audiencia había mandado intimar prisión al virrey.

Por una de las ventanas de la casa del cabildo asomó don Pedro de Vergara Gaviria e hizo seña de que quería hablar.

Todos quedaron en profundo silencio.

Don Pedro dijo al pueblo que el virrey estaba destituido por la Audiencia, que él había sido nombrado Capitán General de la Nueva España, y con esa investidura ordenaba a todos que se reuniesen con sus armas en la plaza principal de la ciudad.

Los que no tenian armas corrían inmediatamente por ellas, y los que las tenían, mostrándolas, alzaban una inmensa vocería, que se escuchó en todos los ángulos de la ciudad.

La campana mayor de la iglesia Catedral tocaba a rebato. El virrey contemplaba tristemente aquella escena, oculto tras una de las cortinas de las ventanas de palacio.

Una hora después, el nuevo Capitán General don Pedro de Vergara Gaviria, llevando en la mano el bastón de general, se dirigía para el rumbo del convento de San Francisco a la cabeza de una gran columna de hombres armados, que, según el decir de algunos cronistas de aquellos tiempos, ascendería en su número a doce mil.

A la cabeza de esa columna iban los hermanos de la tercera Orden de San Francisco, llevando en lo alto un Cristo cubierto con un velo negro y gritando a grandes voces: Muera el hereje.

Pero no toda la gente que estaba en la plaza siguió al nuevo Capitán General; mucha quedó allí, y apenas vieron desprenderse la columna, se lanzaron sobre palacio llevando el pendón de la ciudad y gritando:

— Guerra, guerra, cierra, cierra. Viva el rey y muera el mal gobierno.

Entonces comenzó verdaderamente el combate. Ardieron las puertas de palacio, el fuego se comunicó a la cárcel, los presos tomaron parte en la sedición y, rompiendo sus prisiones, se mezclaron con los asaltantes.

Entre los gritos del combate, se escuchaban las detonaciones de los arcabuces.

La multitud invadía ya a palacio.

El Ahuizote caminaba por delante matando a cuantos encontraba dentro.

El virrey pensó entonces en su salvación y embozándose en una capa negra y seguido de don César, salía por una de las puertas en el momento en que el Ahuizote iba a entrar.

— Aquí está ... —gritó el Ahuizote conociéndole.

— ¡Silencio, miserable! —contestó don César atravesándole la garganta de una estocada.

El Ahuizote cayó en tierra y expiró entre los pies de la multitud, que no se detuvo al verle allí.

El virrey se confundió entre los grupos, y aprovechándose de la oscuridad de la noche atravesó la plaza y fue a tomar asilo al convento de San Francisco.

Teodoro, condenado a muerte por el virrey y que debía haber sido ejecutado aquel mismo día, salía libre entre los brazos de Martín que había roto los cerrojos de su prisión.

El palacio de los virreyes fue completamente saqueado, sin que el nuevo Capitán General hubiese hecho nada, ni procurado siquiera sofocar el incendio que había consumido casi la mitad del edificio.

Desde una de las torres de la Catedral, Luisa y don Melchor contemplaban alegremente los efectos de su venganza.

A las nueve de la noche, en medio de los repiques y de multitud de cohetes que poblaban el aire, hacía solemnemente su entrada en México el Ilustrísimo señor Arzobispo don Juan Pérez de la Cerna.
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