Presentación de Omar CortésCapítulo décimoquintoCapítulo decimoséptimoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimosexto

Lo que aconteció en México al Arzobispo Don Juan Pérez de la Cerna el jueves 11 de enero de 1624


La cárcel pública en aquellos tiempos estaba en el mismo palacio de los virreyes y ocupaba una gran parte del edificio.

El de Gelves, ardiente perseguidor de los salteadores, ladrones, rufianes y demás canalla, que abundaban entonces en toda la Nueva España, tenía encerrados en las cárceles a multitud de hombres y de mujeres.

Don César atravesó aquella muchedumbre de gente, que estaba como hacinada sin orden y sin cuidado alguno en inmundos patios o en hediondos calabozos, y llegó hasta el pequeño separo en que Teodoro se encontraba preso.

La pesada puertecilla se abrió y don César descubrió a Teodoro, sentado en uno de los rincones y con esa mirada torva y hosca que tienen todos los que han permanecido encerrados en un lugar oscuro, cuando les hiere la luz por primera vez.

Teodoro, deslumbrado por la repentina claridad, no reconoció a don César hasta que éste le habló, y la puerta volvió a cerrarse. Entonces don César era el que no podía ver a Teodoro, y éste, habituado a la oscuridad, le distinguía perfectamente.

— ¿Pero qué ha sido esto Teodoro? —preguntó don César.

— El demonio, que se empeña en perseguirme. Anoche, saliendo a buscaros, me he encontrado con el virrey, a quien conocí, pero de quien ya no pude huir; me echó encima la ronda y me trajeron aquí.

— ¿Y Blanca? —preguntó don César.

— Libre y segura en la casa de Martín, ese a quien le dicen Garatuza, cerca del monasterio de San Francisco; podéis ir a verla y arreglar vuestras cosas, porque según tengo entendido y vos comprenderéis, conociendo el carácter del virrey y como andan las cosas de la tierra, yo no saldré de aquí sino para la horca.

— ¿Quién sabe? No debéis perder la esperanza.

— Si de Dios no viene el remedio, lo que es del virrey no lo espero, que tan me cuelgan como ser hoy de día. Hacedme el favor de avisar la suerte que he corrido a mi mujer, que está con doña Blanca, y no la abandonéis. En cuanto a mí, perded todo cuidado, que lo mismo me da morir en la horca que de un tabardillo.

— Quizá una revelación vuestra, pudiera salvaros.

— Ni soy yo el que ha de cantar, ni el virrey el que ha de atemorizarme con su justicia. Dejad eso y ocupaos de doña Blanca y del favor que os he pedido.

En estos momentos había cesado repentinamente el espantoso rumor que había siempre en los patios de la prisión; los presos habían quedado en un silencio profundo, y por el lado del despacho de la Audiencia se percibía un ruido inmenso, como el de diez mil voces que se levantasen juntas, como de una multitud de gentes que caminasen hablando, disputando, gritando.

- Alguna cosa extraña debe pasar —dijo Teodoro— porque hay un silencio en la prisión, como no le hay ni a la media noche.

— Y a lo lejos —agregó don César— se escucha un rumor como si hubiera en el palacio un gran tumulto.

— Alguna cosa grave pasa en el palacio, en este momento.

— Voy a informarme —dijo don César saliendo precipitadamente—. Volveré a veros, que tengo una orden amplísima del virrey.

Todos los presos estaban en los patios y en los corredores en el mayor silencio, apiñados y procurando escuchar el rumor de las calles que parecía acercarse más y más a cada momento.

El patio, la escalera y la sala de la Audiencia presentaban el espectáculo más extraño.

El Arzobispo en una silla de manos se había hecho conducir a la Audiencia, y aunque no llevaba por delante la cruz, tal era el acompañamiento que le seguía y tal el escándalo con que marchaba, que cuando en la silla llegó a la puerta de la sala de la Audiencia, un inmenso y alborotado concurso invadía ya los patios, las escaleras y los corredores de palacio. Hombres y mujeres de todas clases; beatos, clérigos y seculares, todos mezclados, confundidos, irritados, hablaban y gritaban sin que nadie pudiera entenderse.

Dos personas iban a los lados de la silla del Arzobispo hablando con él, animándole y exaltándole. El uno era nuestro conocido Martín Garatuza, que vestía una sotana y una turca, como gente de iglesia, y la otra una mujer enlutada y cuidadosamente cubierta con un velo negro. Era Luisa, que no abandonaba al prelado en aquellos momentos.

Estaban en Audiencia pública los oidores don Paz de Vallecillos, don Juan de Ibarra y don Diego de Avendaño; los tres al presentarse el Arzobispo en la sala, seguido de aquel numeroso concurso, se levantaron de sus asientos y bajaron de los estrados adelantándose a recibir al Arzobispo.

— ¿Qué manda Su Señoría Ilustrísima? —preguntó cortésmente el oidor Vallecillos.

— Justicia pido —respondió a grandes voces el Arzobispo— justicia pido, y espero obtener de S. M. el rey mi Señor y de vos que sois sus representantes, y hasta obtenerla cumplida no me moveré ni me separaré de aquí, aunque entendiese que me costaba la vida y que vos me mandabais hacer pedazos. Aquí están mis peticiones, recibidlas y proveeréis en justicia.

Los gritos de ¡Viva el Arzobispo! y ¡Justicia! atronaban el palacio. Los tres oidores estaban confundidos; aquello era una verdadera sedición.

— Señor —dijo don Diego de Avendaño— ni la Audiencia ha negado jamás la justicia a quien la tiene, ni es esta la manera en que debíais pedirla, ni sería honroso para la Audiencia recibir así vuestras peticiones. Retíresé Su Ilustrísima y ocurra como debe, con la seguridad de que nadie le negará la justicia.

— No me retiraré —contestó a gritos el Arzobispo sentándose en uno de los sillones que había en la Audiencia— y antes me haréis pedazos que consigáis el que yo me retire, sin que hayáis provisto mis peticiones.

Otro nuevo aplauso de la muchedumbre cubrió las últimas palabras del Arzobispo.

Los oidores mandaron consultar con el virrey.

El de Gelves les contestó que entrasen a tratar con él del negocio, y el Arzobispo quedó dueño de la sala de Audiencia con la multitud que le acompañaba.

— Fieles que me acompañáis en estas persecuciones y tribulación de nuestra santa madre iglesia, os cito por testigos ante Dios y S. M. el rey de que las peticiones que he traído no me son admitidas por la Audiencia, y las deposito bajo el dosel y en la mesa de sus acuerdos.

Y levantándose majestuosamente atravesó el salón, y en medio de los gritos y de los aplausos, depositó bajo el dosel y en la mesa las peticiones que traía.

La puerta que comunicaba con el aposento del despacho del virrey se abrió en este momento y el secretario apareció notificando al Arzobispo, por ruego y encargo de la Audiencia, que se retirase porque se proveería en justicia, y para esto no era allí necesaria su presencia.

— Justicia pido, y no me retiraré de aquí hasta que no se me haga cumplida.

El secretario se retiró y el Arzobispo volvió a su sillón.

— Valor, Ilustrísimo señor —dijo Luisa por lo bajo al Arzobispo—, que las cosas marchan perfectamente y todos los vuestros están aquí para defenderos.

— No temáis —contestó el Arzobispo— que no me faltará.

El secretario volvió a presentarse a notificar al Arzobispo la pena de cuatro mil ducados si no se retiraba, y no obtuvo más que la misma contestación.

El tumulto crecía, y las cosas que entre las gentes se decían anunciaban que la tempestad estaba pronta a estallar.

El secretario volvió a aparecer con el tercer auto de la Audiencia, en que se declaraba que el Arzobispo había incurrido en la pena de los cuatro mil ducados y que cumpliese con retirarse so pena de las temporalidades y de ser habido por extraño a los reinos de Su Majestad, y que sería sacado luego de ellos por inobediente a sus reales mandatos.

El Arzobispo, sin moverse de su silla, contestó lo que a los anteriores, y poco después el cuarto auto de la Audiencia le hizo saber que el virrey quedaba encargado de ejecutar las anteriores prevenciones, si él insistía en no retirarse del salón.

Entonces el Arzobispo comenzó a vacilar y hacía como un impulso para levantarse de su asiento, cuando Luisa, como su ángel malo, se acercó a él.

— ¿Vacilaría Su Señoría Ilustrísima? —le dijo—. ¿En estos momentos supremos, y cuando la suerte de estos reinos está pendiente de sus labios? Vuelva el rostro Su Ilustrísima y contemple el inmenso número de amigos que le rodean y está dispuesto a defenderle.

El Arzobispo contestó entonces con la misma insistencia que antes; pero en esta vez la multitud no aplaudió y quedaron todos en un pavoroso silencio.

Era la una de la tarde. La puerta del despacho del virrey volvió a abrirse, pero no fue el secretario el que apareció en esta vez sino el alcalde de la Audiencia y el alguacil mayor de ella, seguidos de unos cuantos alabarderos.

El Arzobispo, a pesar de su audacia, palideció espantosamente. El alcalde y el alguacil mayor, pálidos también, pero serenos, se acercaron a él.

— En nombre de la justicia de Su Majestad —dijo el alcalde— dése preso Su Ilustrísima y síganos.

Todo el mundo estaba helado de espanto. El silencio era tan completo, que podía escucharse el vuelo de un insecto.

El Arzobispo se levantó y el alguacil le tomó de la mano.

Luisa quiso acercarse, pero uno de los alabarderos, que habían rodeado inmediatamente al Arzobispo, la rechazó bruscamente.

El alcalde y el alguacil mayor conducían al Arzobispo en medio de la muchedumbre, que se abría, silenciosa y espantada, para dejarles paso.

En el patido estaba dispuesta una carroza, se hizo montar en ella al Arzobispo, subieron también algunos de sus guardas, y sin que se dejase escuchar un grito ni una amenaza, salió el coche a la Plaza Principal y tomó el camino del Santuario de Guadalupe.

Dentro del palacio todo el mundo había visto en silencio la prisión del Arzobispo, porque al través de los muros a cada uno le parecía tener fijas en sí las chispeantes miradas del marqués de Gelves, pero ya en la calle los llantos, las quejas y las maldiciones seguían por todas partes al prisionero y a sus guardas.

Detrás de la carroza en que iban el Arzobispo, el alcalde don Lorenzo de Terrones, el alguacil mayor Martín Ruiz de Zavala y el secretario de la Audiencia Cristóbal Osorio, seguían a caballo el sargento mayor don Antonio de Ocampo y algunos alguaciles.

Aquella misma tarde el Arzobispo don Juan Pérez de la Cerna, desde el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, declaraba solemnemente excomulgados al virrey, a los oidores y a los ministros que le sacaron de la ciudad: les mandaba fijar en las tablillas y publicar el entredicho.

La tempestad del día pareció calmarse durante la noche. Los partidarios del Arzobispo parecieron desalentarse o calmarse, y ya cerca de las diez don César creyó oportuno salir en busca de la casa en que Teodoro le había dicho que podía encontrar a doña Blanca.

Las calles estaban desiertas y silenciosas. Don César salió de palacio y se dirigió rumbo al monasterio de San Francisco.

Al llegar a la esquina en la calle en que vivía el oidor Vergara Gaviria, y que la mayor parte del pueblo conocía con el nombre de la calle de Vergara, don César se encontró con un hombre que venía embozado y, como sucede en esos casos, los dos tuvieron que detenerse.

El embozado se inclinó cortésmente y dejó pasar por delante a don César, y éste, preocupado con sus pensamientos, siguió adelante sin parar la atención en él, pero el embozado se puso en el momento y cautelosamente en seguimiento de don César.

Así atravesaron frente al monasterio de San Francisco, sin advertir el de adelante que alguien lo seguía, y sin perder el de atrás ni un paso en la distancia que llevaba del otro en su persecución.

Don César no tardó en encontrar la casa de Martín: no había por allí entonces esa multitud de habitaciones que ahora se miran.

Las tapias del convento ocupaban gran parte de la manzana, y comenzaban a levantarse apenas algunas casas por las cercanías.

Villaclara entró en la casa de Garatuza e inmediatamente reconoció a Blanca que se arrojó en sus brazos. La pobre joven había sufrido mucho. Separada de don César, perseguida por sus enemigos, y con la repentina desaparición de Teodoro, el porvenir se había puesto para ella verdaderamente sombrío.

La casa de Garatuza era una casa en donde se notaba inmediatamente la escasez de los recursos.

Garatuza no tenía ni profesión ni ejercicio lucrativo, ni bienes, y sus amistades, compuestas de la gente perdida, estaban en mala situación merced a las constantes persecuciones del marqués de Gelves.

A Villaclara se le oprimió el corazón al mirar a Blanca en aquella casa y en aquel estado, porque, aun cuando Teodoro podía haberles dado todo lo necesario, estaba preso y sin esperanza de libertad.

Servia recibió la noticia de la prisión de Teodoro con una resignación admirable, y convinieron en que don César buscaría al día siguiente una casa a donde pudiera irse a vivir ella, acompañando a doña Blanca.

Don César permaneció cerca de dos horas en aquella casa.

Garatuza había salido fuera de la ciudad con objeto de procurarse una entrevista con el Arzobispo, asi es que Blanca, María y Servia estaban enteramente solas.

Don César se retiró a la medianoche y entonces pudo observarse que el hombre que le había seguido permanecía en acecho todavía, y que al verlo retirarse tomó precipitadamente el camino de la Inquisición.

Serían las tres de la mañana, cuando un grupo de hombres embozados en negras capas llamaban a las puertas de la casa de Garatuza.

Las mujeres despertaron sobresaltadas.

— ¿Han llamado? —dijo Servía.

— Debe ser Martín —contestó doña Blanca— despertad a María, indicándole por señas lo que ella se figuraba.

Los golpes entre tanto se habían repetido. María se levantó precipitadamente y abrió la puerta, y los embozados, apoderándose de ella inmediatamente, se entraron a la casa, registrándola toda.

Blanca y Servia no se habían levantado, y vieron con espanto a aquellos hombres llegar hasta cerca de su mismo lecho.

Uno de ellos con un farol en la mano les alumbró el rostro, y otro preguntó solemnemente.

— ¿Quién es aquí doña Blanca de Mejía?

— Yo soy —contestó temblando Blanca y comprendiendo que aquellos eran los ministros del Santo Oficio.

— Levantaos y seguidme en nombre de la Inquisición. Y vos también —dijo a Servia.

Blanca vacilaba en comenzar a vestirse. El miedo la dejaba sin movimiento, el pudor le impedía también el levantarse, porque aquellos hombres no se separaban de cerca de ella.

— Ea, despachad pronto —dijo el que había hablado de lo contrario tendremos que llevaros sin vestir.

Aquella amenaza volvió las fuerzas a la pobre joven, y tímida y ruborizada procuró vestirse lo más violentamente que le fue posible.

Todo se hacía en medio del más profundo silencio.

Cuando las tres mujeres estuvieron dispuestas, los ministros de la Inquisición recogieron cuantos objetos les parecieron sospechosos, y cerrando la casa, y poniendo en las puertas los sellos del Santo Oficio, se encaminaron para la Inquisición llevándose presas a María, a Servia y a doña Blanca.

Así llegaron hasta las puertas de la cárcel del Santo Oficio sin haber encontrado en las calles a una sola persona.

Blanca fue encerrada en un estrechísimo calabozo, en donde no había ni una silla, ni un banco, ni nada, ni siquiera un montón de paja.

La pobre joven se sentó en el suelo y comenzó a llorar con desesperación.

Los curas, los vicarios y todos los clérigos de la ciudad de México aplaudieron y publicaron a porfía la excomunión del virrey y de los oidores; volvió a tocarse el entredicho y volvió la alarma y la inquietud en la ciudad.

Con la salida del Arzobispo quedó necesariamente como centro de toda la conspiración don Pedro de Vergara Gaviria, y ya con el pretexto de la excomunión se propagaba más descaradamente el fuego de la rebelión.

Los pasquines y los libelos infamatorios llovían por todas partes; en las esquinas, en las puertas de Catedral, en las de palacio y en las mismas casas de los oidores. Don Pedro de Vergara Gaviria les animaba y les exaltaba.

Pero el último paso que faltaba por dar era dividir a la Audiencia del virrey y hacer que chocasen entre sí, y don Pedro de Vergara comprendió que aquello era muy fácil.

Los oidores que habían decretado las medidas extremas tomadas contra el Arzobispo estaban espantados de su obra. La excomunión y el entredicho hahían hecho en ellos un efecto terrible, y don Pedro de Vergara Gaviria tuvo muy poco trabajo para convencerles y arrancarles la revocación del auto dado contra el Arzobispo y la orden para que éste pudiera volver a la ciudad. Pero el virrey no dormía. Inflexible en sus resoluciones y convencido de que la vuelta del Arzobispo sería para él un golpe terrible, entró a la Audiencia con objeto de impedir la publicación del auto en que se mandaba volver al Arzobispo, pero era ya tarde. Don Pedro de Vergara había hecho extender del auto dos ejemplares originales, uno que se quedó en la Audiencia y otro que tuvo él cuidado de llevarse; y cuando el marqués de Gelves se presentó en la Audiencia ya don Pedro de Vergara Gaviria se había retirado.

El virrey, furioso, declaró que aquel auto y aquella orden en que se mandaba volver al Arzobispo debían de haberse consultado con él, y debían haber sido dados con su acuerdo porque se trataba de un negocio importante a la gobernación del reino, en la que él era el solo competente y de la cual era el solo responsable.

Los oidores se disculparon, pero no quisieron ya volver a revocar la orden en que se mandaba regresar al Arzobispo.

El virrey declaró formalmente presos en palacio a los tres oidores y a dos de los relatores de la Audiencia.
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