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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo décimoquinto De dónde se había refugiado Doña Blanca y de lo que aconteció con Teodoro la misma noche del 10 de enero
Teodoro, al sentir que comenzaba el combate entre don César y los familiares, llegó hasta las tapias de la casa que daban al campo y, valido de su hercúlea fuerza, pasó
primero a Blanca y luego a Servia, y huyó con ellas hacia el centro de la ciudad.
Blanca estaba tan débil que podía apenas caminar, y había ratos en que Teodoro tenía que llevarla a cuestas como un niño.
Tardaron por esto mucho para llegar hasta cerca de la Alameda, porque Teodoro había pensado llevar a Blanca a que se refugiase en su casa.
Caminaban así lentamente y sin llamar la atención, porque en medio del gran tumulto que había en las calles a consecuencia del toque de entredicho, las gentes no paraban la atención unas en las otras.
Cerca del puente de San Francisco. Teodoro sintió que le tocaban un hombro, volvió el rostro y reconoció a Garatuza.
— Don Martín —le dijo deteniéndose.
— Teodoro —contestó Martín — ¿qué andáis haciendo así, sin sombrero, a estas horas y con esas dos damas?
— Me ha pasado —contestó Teodoro, no queriendo decir la verdad— un lance desagradable con una cuadrilla de amigos del virrey, que encontré por esas calles a donde salí por la novedad del entredicho: perdido mi sombrero me dirigía para mi casa, y esto es cuanto ha sucedido.
— Pues oídme —dijo Martín hablando muy bajo—, sería prudente que no fueseis allá.
— ¿Por qué? —preguntó Teodoro.
— La justicia —contestó Garatuza — ha allanado vuestra casa, os busca.
Teodoro quedó pensativo.
— Si queréis seguir un consejo, esperemos un poco, o vamos a dejar a estas damas, que será lo mejor, a mi casa y luego vendremos los dos solos a rondar por la vuestra a inquirir lo que ha sucedido.
— ¿Y vivís lejos?
— No, muy cerca de aquí, y a un lado del monasterio de San Francisco.
— Vamos.
Teodoro refirió a Blanca y a Servia lo que le había contado Garatuza, y todos se dirigieron a la casa de éste, a donde llegaron a pocos momentos. En la casa de Garatuza no estaba más que la muda
María, todavía joven; pero más bella y más graciosa que antes, y un niño, hijo de ella y de Martín, hermoso como un ángel y que podía tener unos cinco años.
¿Cómo había vuelto a unirse María con Martín? La cosa es muy fácil de comprender.
Martín, al salir de la casa de la Sarmiento, en donde estuvo oculto por la muerte del oidor Quesada, estaba ya convencido de que él y el oidor, y doña Beatriz y María, habían sido víctimas de una infernal comedia preparada por la Sarmiento. Buscó a María y cuando ésta salió en libertad, por no habérsele podido probar culpabilidad alguna en la muerte de don Fernando, la volvió a llevar a su lado y la trató en lo de adelante con más cariño que antes.
Teodoro y Garatuza permanecieron como media hora en la casa de éste, y luego, dejando allí a Servia y a Blanca, se dirigieron a ver lo que había pasado con la justicia en la casa de Teodoro.
Desde una esquina, ocultos en la sombra, estuvieron observando, y cuando ellos llegaron allí, el alcalde, la ronda, el virrey y don César habían salido, y sólo quedaban dentro el comisario y los alguaciles del Santo Oficio que a poco rato salieron de la casa y pasaron casi
rozándose con Teodoro y con Garatuza.
El comisario decía a uno de los familiares:
— Si roban la casa por haber quedado abierta, culpa erá de los del virrey ...
Y no pudo escucharse más, porque se alejaban.
— Esta no es la justicia ordinaria —dijo Teodoro.
— No —contestó Martín—. La Inquisición, que también ha tomado parte, según parece. Vamos a ver.
— No, esperemos un poco más.
Y después de estar en acecho cerca de una hora, y mirando que nadie se movía, se decidieron, uno en pos de otro, a entrar a la casa.
Por más que Teodoro procuró buscar a don César no le fue posible encontrarle. Teodoro no podía salir libremente a la calle, por temor
de ser conocido y aprehendido.
Don César, en aquellos días de alarma, no podía separarse
del virrey: la amistad le obligaba a no abandonarle ni un momento. Allí supo que el virrey había encargado la prisión de Teodoro, del cual, además de lo
muy conocido que era en México, se dieron a los alcaldes señas muy especiales. Teodoro era reputado como el jefe de toda la gente de color, adicto y comprometido en la causa del Arzobispo y muy a propósito para causar una sedición.
Una de las noches en que el virrey salía a rondar y que era precisamente la del 10 de enero, Teodoro salió también en busca de don César.
La casualidad o la desgracia hizo que el virrey descubriese a Teodoro en una de las calles, y que a pocos pasos encontrase una ronda.
El virrey no hubiera descendido hasta prender personalmente a un hombre, pero era muy natural que, viéndole tan cerca y teniendo a mano la ronda, hubiera dado la orden para prenderle, y así sucedió. Y Teodoro, que iba completamente desprevenido, se encontró a pocos momentos rodeado de alguaciles y conducido a las cárceles de palacio.
Garatuza y todas las mujeres de la casa pasaron la noche más inquieta esperando a Teodoro.
Martín salió varias veces con objeto de averiguar su
paradero, y lució por fin la mañana sin que nada hubiera podido saber.
En esa misma mañana don César supo en el palacio que en la noche anterior había sido conducido a las cárceles el pobre Teodoro, y que el virrey estaba dispuesto a hacer con aquel hombre uno de los castigos ejemplares que acostumbraba, mandándole ahorcar en medio de la plaza.
Don César conocía el carácter inflexible del marqués de Gelves y no concebía ni la más remota esperanza de salvarle, porque todo el mundo le señalaba como al hombre más peligroso entre los negros y la gente de color, y en aquellos tiempos una sublevación de la gente de color o de los indios hacía estremecer a todo el mundo.
— ¿No cree V. E . —dijo don César al virrey afectando la mayor naturalidad— que el preso de anoche pueda hacer algunas revelaciones importantes?
— Lo dudo —contestó el virrey—, pocas veces se consigue
saber nada en los juicios.
— Pero quizá el temor de la muerte.
— No lo creáis, porque todos convienen en que este preso es hombre de una resolución indomable y de una energía verdaderamente salvaje.
— Quizá con buen modo podría sacársele algo.
— ¿Pero quién va a probarlo?
— Yo, si V. E. me lo permite.
— ¿Y por qué no? ¿Tenéis alguna esperanza?
— Sí tengo, que le conocí siendo yo muy joven y puede muy bien suceder que alcance yo algo de él.
— Bien, id a probar, aquí tenéis una orden.
Y el virrey con su misma mano puso su sello en un papel, y escribió con su puño y letra la orden para que se permitiese a don César hablar con Teodoro, que estaba rigurosamente incomunicado.
Don César guardó la orden bajo de su ropilla y se dirigió a la cárcel en busca de Teodoro.
Don Pedro de Mejia y don Alonso de Rivera conversaban en la casa del primero en la noche en que acontecía la prisión de Teodoro.
— En verdad —decía don Pedro— que mi situación no puede ser más espantosa y no me queda más recurso que realizar aquí todos mis intereses, aunque sea con gran pérdida, y marcharme a España.
— No calculo yo que sea la cosa tan urgente y tan mala, como la queréis suponer.
— Sí, don Alonso, el edicto de los inquisidores contra mi hermana doña Blanca por su fuga del convento y por su matrimonio, me deshonran, y esas voces esparcidas por todas partes y que me hacen aparecer como causa de la miseria pública por mi codicia, me han causado tal número de enemistades que, y a lo veis, no me atrevo ni a salir a la calle, sin contar con que el virrey, sabiendo lo que se dice de mí, y que a él se le culpa también de protegerme, con su genial franqueza me ha ordenado que no vuelva a poner los pies en palacio. En todo esto descubro las manos de mis enemigos, de Luisa, de esa mujer infernal a quien es preciso castigar de una manera
terrible.
— ¿Y ha llegado a veros don Carlos de Arellano, a quien enviasteis a llamar?
— Sí, y él me ha propuesto un medio de venganza, que aun cuando a mí no me parece tan terrible como yo deseara, sin embargo, él me asegura que lo será.
— ¿Y cuál es?
— Permitidme que no os lo diga, prometiéndoos solamente
que asistiréis a la ejecución.
— Y hablando de otra cosa ¿sospecháis quien pueda ser el hombre que se atrevió a casarse con doña Blanca?
— No, pero para mayor deshonra nuestra, creo que será algún villano, quizá un mulato de esos que no tienen temor ni a Dios ni al diablo.
— Pues mirad lo que son las cosas, que yo heme fijado
sin saber por qué, en don César de Villaclara.
— Si fuera así, necesitaríase castigar a don César terriblemente; pero me figuro que más os habéis fijado en eso a causa del rencorcillo que le guardáis, por aquella estocada de marras.
— De ninguna manera, que al volver de su destierro, nos hemos encontrado, y a pesar de que ni él ni yo hemos olvidado el lance, os juro que hablamos como si nunca de antes nos hubiéramos conocido.
— De manera ¿que le perdonáis aquella mala pasada?
— Tanto así no podré aseguraros, que me la pagará tan luego como pueda; pero lo que sí os respondo es que en nada me ha preocupado aquel recuerdo para sospechar que él es el marido de vuestra hermana. Quizá
muy pronto llegue a averiguarlo, y entonces veréis como el corazón no me ha engañado: entre tanto no os descuidéis vos con las asechanzas de Luisa, que ciertamente es el más poderoso de vuestros enemigos.
— Perded cuidado, que muy pronto la veréis castigada.
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