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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo décimocuarto De lo que combinaron el Corregidor Don Melchor Pérez de Varais y el Arzobispo Don Juan Pérez de la Cerna
El Arzobispo de México usaba las armas de la Iglesia contra sus enemigos, excomulgando a los jueces y a los guardas de su protegido el corregidor de México don Melchor Pérez de Varáis, objeto o, más bien dicho, pretexto de todas aquellas grandes discusiones. Pero sus enemigos encontraron, también en la misma Iglesia, armas
que volver contra el pecho del Arzobispo, turnando golpe por golpe, censura por censura y anatema contra anatema.
El Papa Gregorio XIII, por bula especial, había nombrado para casos semejantes, en los que alguno se sintiere agraviado por la autoridad del Arzobispo, juez apostólico delegado al obispo de la Puebla de los Angeles.
A él acudieron los quejosos.
El arzobispo se rebeló contra su autoridad, y el delegado confirió por delegación todo su poder a un religioso de Santo Domingo.
El subdelegado apostólico se armó de energía y escudado con su nombramiento, seguido por los religiosos de su Orden y apoyado por el virrey, y por la Audiencia y por sus partidarios, comenzó a luchar contra el
Arzobispo.
Las censuras se cruzaban de un pulpito al otro, y cada
iglesia se convertía en un palenque en que desde lo alto de la cátedra del Evangelio, se anatematizaban los contendientes, se alzaban o se imponían excomuniones a los jueces, y se predicaban doctrinas en pro y en contra de la
potestad de las jurisdicciones, de lo cierto y falso de las proposiciones que cada parte defendía.
Los fieles estaban aterrados y cada uno seguía el bando
a que le inclinaban sus pasiones, más bien que los razonamientos, que sin comprender escuchaba en los pulpitos.
El Arzobispo predicó su entredicho en la misa mayor después del Evangelio, haciendo salir una procesión con muchos clérigos, revestidos, llevando una cruz alta, cubierta con un velo negro, y, al decir de un cronista de aquellos tiempos, haciendo otras ceremonias nunca vistas, destilando en el corazón de todos un horror inquieto, lleno de confusión y desconsuelo, provocándolos con esto a una general indignación contra quienes les daban a entender eran causa de ello.
El toque de entredicho continuaba todos los días y todas las noches, y el Arzobispo, a pesar de su desavenencia con los religiosos de Santo Domingo, insistía todas las noches en sus visitas a don Melchor, retraído en aquel mismo convento.
Luisa, con su disfraz de mancebo, no faltaba jamás allí.
La noche del miércoles 10 de enero estaban reunidos, en el aposento que ocupaba don Melchor, éste, el Arzobispo, el oidor don Pedro de Vergara Caviria y Luisa, que por la costumbre de acudir alli y por su decisión en la causa, se la atendía en todas las deliberaciones.
— Los días se pasan —decía don Pedro de Vergara— sin que hayamos hasta ahora logrado encontrar oportuna coyuntura para levantar el pueblo.
- Coyuntura no ha faltado —decía Su Ilustrisima— que más favorable nunca pudo haberse presentado; pero o vuestros agentes no cumplen o este pueblo necesita, como Santo Tomás, ver para creer.
— Perdóneme V. S. Ilustrisima —contestó Luisa interrumpiendo
al Arzobispo—, que nuestros agentes han cumplido lealmente, porque yo, que en todos los grupos me he mezclado y que estoy al tanto de todas sus operaciones,
asegurar puedo a Su Ilustrisima que todo está dispuesto y que se espera sólo una señal para comenzar el tumulto.
— Con demasiada prudencia camina el de Gelves —dijo don Melchor— y si Su Señoría Ilustrisima no le compromete a dar un paso que le desconcierte, pasos llevamos de seguirnos entendiendo perpetuamente con jueces
y con notarios.
— Tal es mi opinión —agregó don Pedro de Vergara
Gaviria— y si Su Ilustrisima quisiera, en momentos estamos de poder llegar al fin.
— ¿Y cómo? —preguntó el Arzobispo.
— El subdelegado ha levantado las censuras, ha mandado cesar el toque de entredicho y Su Ilustrisima ha mandado que en lo sucesivo no se dé ningún toque, ni aun el de oraciones ¿es verdad?
— Sí —contestó el Arzobispo.
— Este silencio profundo de las campanas —continuó Gaviria— aterra y alarma más a los fieles que el mismo toque de entredicho. Si mañana Su Ilustrisima sale de su palacio aparentando ir en secreto, pero caminando en
realidad de manera que todo el mundo le conozca, y se dirige a la Audiencia a pedir públicamente justicia sin separarse de la sala hasta que la obtenga, cosa que no llegará nunca a suceder, el pueblo, la Audiencia y el virrey se verán precisados a dar un paso, y nuestros agentes aprovecharán la oportunidad. ¿Parece bien a Su Ilustrisima?
— Perfectamente. Lo haré mañana tal como lo decís.
— Y yo —agregó Luisa — respondo de que todo se hará como está prevenido.
Separáronse aquella noche, quedando todo dispuesto y arreglado para el escándalo que se esperaba al día siguiente.
La noche estaba pavorosa, el profundo silencio de las campanas, como había dicho muy bien don Pedro de Vergara Gaviria, producía efectos más terribles en la ciudad que el clamoreo del entredicho, y así como antes la gente se precipitaba en las calles en busca del objeto que causaba la novedad, al cesar el tañido, todo mundo se recogió en su casa y apenas se miraba una que otra persona que atravesaba temblando por la plaza principal.
Luisa caminaba a pie acompañada del Ahuizote.
—Mañana —decía Luisa — es necesario que estés dispuesto, y no vayamos a dar el golpe tan en vago como la noche que trataron de aprehender a doña Blanca.
— Por culpa mía no fue —contestó el Ahuizote— que yo como denunciante de la casa fui entre los familiares y sólo sentí no haber llevado una espada, porque puede que entonces no se hubiera resistido tanto el tal don César, que con aquellos pobres cuervos de familiares se puso a sus anchas. Figuraos que muchos de ellos no han en su vida tentado más arma que el rosario.
— Bien ¿pero ahora qué hacemos?
— Ni el mismo don César sabe hasta ahora en donde está doña Blanca, porque yo le he hecho seguir por todas partes, y por más que ronda no encuentra lo que busca.
— Si tú no abandonas el hilo, darán con el ovillo.
— Tan no lo abandono, que por ser don César el que me debe guiar en este laberinto, porque a él le mandará avisar más tarde o más temprano su habitación doña Blanca, y de esta manera yo también la sabré, no os he vengado ya de él, que buenas oportunidades se me han presentado.
— Apruebo tu conducta, y sigue como hasta aquí.
Y los dos entraron a la casa de Luisa.
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