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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimotercero

De cómo Doña Blanca se casó y de lo que sucedió entonces


El clérigo oidor que había notificado la excomunión al secretario Osorio, en la Audiencia, había sido, como indicamos, remitido a Veracruz para embarcarse para España.

En vano le reclamó el Arzobispo y en vano amenazó a la Audiencia; la parte de ésta que era fiel al virrey permaneció inflexible, y el prelado determinó dar un grande escándalo para precipitar definitivamente las cosas.

La ciudad estaba en grandísima alarma. El Arzobispo exigía que en las tablillas de las puertas de las iglesias estuviesen los nombres de los que él había excomulgado, a pesar de que era pasado el tiempo que debían permanecer allí y de que, además, estaban ya absueltos por los jueces a quienes habían ocurrido; pero el Arzobispo se empeñaba en que allí subsistiesen, y los comisionados por la justicia para quitarlas luchaban en cada templo para conseguirlo.

Cerraban los curas y los vicarios las puertas de las iglesias e intervino entonces el brazo secular y se hacían abrir por fuerza, y esto con escándalo tan grande que ya nadie atendía a sus negocios ni a sus naturales ocupaciones, sino que andaban todos por todas partes inquiriendo noticias y tomando partido.

Así duraron las cosas todo el día, que lo pasó don César al lado del de Gelves, atendiendo sólo a las disposiciones que se dictaban para evitar un tumulto y prevenir sus resultados en caso de que lo hubiese.

A las oraciones de la noche, don César, Teodoro, su mujer y un anciano sacerdote llegaron a la casa en que vivía doña Blanca.

La dispensa obtenida por don César contenía, como era natural que él lo hubiera procurado, la autorización a un sacerdote particular y que no era el cura de su parroquia, para celebrar el matrimonio de don César de Villaclara y de doña Carolina Sandoval, como se llamó Blanca.

La joven esperaba ya con impaciencia, estaba vestida de blanco y su belleza resaltaba más con aquel traje vaporoso sin adornos y sin alhajas.

En la sala de la casa debía celebrarse la boda, y el sacerdote se revistió en una de las piezas inmediatas. Teodoro y Senda eran los padrinos.

Blanca, trémula y confusa, pronunció sus nuevos votos y la bendición del anciano sacerdote vagó sobre aquellas dos hermosas cabezas.

Blanca era por fin la esposa de don César de Villaclara.

Eran las ocho de la noche y repentinamente se escuchó a lo lejos el clamor triste de las campanas de la Catedral, y luego el de todas las iglesias de la ciudad, que se elevaba en el silencio de la noche como un presagio sombríamente siniestro.

— ¡Jesús nos ampare! —exclamó el anciano religioso cayendo de rodillas.

— ¿Pues qué es eso, señor? —preguntó Blanca más pálida que un cadáver.

— La maldición de Dios sobre esta ciudad desgraciada —contestó el religioso—. Tocan entredicho.

— ¡Entredicho! —repitieron todos espantados.

— ¡Jesús nos valga! —dijo Blanca desmayándose.

El anciano salió precipitadamente de la casa y los demás rodearon a Blanca desmayada.

Las campanas seguían, tocaban pavorosamente a entredicho y el tumulto en las calles era espantoso. Todos salian atraídos por la novedad, y la noticia de que la ciudad estaba en entredicho circulaba por todas partes helando de espanto a aquellos corazones religiosos y tímidos.

— Dios mío —decía Blanca volviendo en si— yo soy quizá la causa de tanta desgracia. ¡Dios mió, perdóname!

Tres golpes sonaron en la puerta de la calle y todos se miraron entre sí como espantados. Blanca se refugió en los brazos de don César.

Un criado abrió la puerta y un comisario del Santo Oficio se presentó en la estancia seguido de sus familiares.

— ¿Quién es aquí —dijo severamente el comisario— doña Blanca de Mejía?

Todos callaron espantados.

— ¿Doña Blanca de Mejía? —volvió a decir el comisario.

El mismo silencio.

— Por última vez y en nombre del Santo Tribunal de la Fe, preséntese doña Blanca de Mejía, si no quiere que pare en su mayor perjuicio.

Doña Blanca dio un paso adelante, el comisario se aproximó para prenderla; pero en este momento don César se arrojó entre los dos.

— No la tocaréis —dijo resueltamente.

— Prended a esa mujer —dijo el comisario del Santo Oficio.

Don César tiró de la espada y los familiares se lanzaron sobre él.

— Pensad a lo que os exponéis resistiendo a la Inquisición —gritó el comisario.

— Aunque me cueste la vida —contestó don César—. Sálvala —dijo a Teodoro.

El negro tomó entre sus robustos brazos a Blanca, que había vuelto a desmayarse, y se entró a los aposentos interiores seguido de Servia.

Los familiares quisieron ir tras él, pero don César cubrió la puerta con su cuerpo y espada en mano comenzó una lucha desigual pero terrible.

Los gritos de ¡Favor a la Inquisición! ¡Favor al Santo Oficio! se escuchaban en la calle entre el pavoroso clamoreo de las campanas que continuaban tocando a entredicho.

Los lacayos habían huido, y en el combate las bujías habían caído y se había incendiado una de las colgaduras del aposento en que don César se resistía tan valientemente.

En un momento el fuego se apoderó del aposento y los dependientes del Santo Tribunal, que no querían tener la suerte de sus víctimas, huyeron por un lado y don César por otro.

Las llamas lo invadian todo con una rapidez asombrosa. Villaclara recorrió toda la casa buscando a Teodoro y a Blanca, pero toda estaba desierta.

Salvó entonces una de las tapias y echó a caminar con rumbo a palacio. La noche estaba sombría; las campanas seguían tocando, las calles y las plazas llenas de gente.

Don César volvió el rostro y miró una inmensa columna de fuego que se levantaba; unas viejas que pasaron a su lado decían:

— Seguramente no quisieron salir los brujos y la Inquisición los ha quemado con todo y casa.

Don César se dirigió inmediatamente a la casa de Teodoro, para donde además de la distancia tenía que atravesar por multitud de grupos que invadían las calles y las plazas, haciéndole más dificultoso el camino. Don César creía que Teodoro, conduciendo a Blanca, se habría dirigido, como era natural suponerlo, para la casa de la calle de San Hipólito. Caminó mucho tiempo y al llegar a la esquina del tianguis de San Hipólito encontró a uno de los negros que más frecuentaba la casa de Teodoro y que, reconociendo a don César o creyendo reconocerle entre la oscuridad de la noche a la luz de algunas antorchas y faroles que traían algunos de los muchos que andaban en la calle, se dirigió hacia él.

— Señor —le dijo.

— ¿Qué se ofrece? —preguntó don César deteniéndose.

— ¿Vais a la casa de Teodoro?

— ¿Por qué me lo preguntas?

— Es porque acaba de ser ocupada por una multitud de gente que todo lo embarga y todo lo registra.

— ¡La Inquisición! —exclamó don César preocupado.

— No, señor, son gentes de justicia que han llegado en nombre del virrey.

— ¿Y Teodoro?

— Nada sé, sino que tienen presos a cuantos han sido encontrados en la casa y aú n están allí.

Desprendióse violentamente don César de aquel hombre y se dirigió a la casa de Teodoro; si no era el Santo Oficio y sí gentes del virrey, don César nada tenía que temer y podría salvar a Blanca y a Teodoro en el caso de que estuviesen allí.

Pensando en esto y apretando el paso, en un momento se encontró en la casa.

En efecto, numerosas rondas dirigidas por un alcalde ocupaban el edificio, y en nombre del virrey practicaban el más escrupuloso registro.

El alcalde conocía a don César, le dio razón de cómo había venido allí de orden de S. E. porque varias denuncias habían corroborado la idea que ya S. E. tenía de antemano, de que se trataba allí de una conspiración de las gentes de color indispuestas con el virrey por las enérgicas disposiciones que contra ellas había dictado.

Teodoro no estaba allí; algunos criados que tenía presos la ronda, nada sabían de él, ni de su mujer, ni por supuesto de doña Blanca.

Mil conjeturas ocurrieron a don César, y se disponía ya a marcharse para continuar en sus pesquisas, cuando en aquellos momentos otro comisario del Santo Oficio se presentó en la casa seguido de un gran número de familiares y en busca también de doña Blanca de Mejía.

El alcalde pretendía que la casa ocupada en nombre del virrey y de la justicia de S. M. el Rey de España, no podía ser atropellada.

El comisario insistía por su parte, y don César miraba con cierto placer aquel conflicto que le daba ocasión de vengarse del Santo Oficio, acuchillando con un pretexto legal a sus familiares.

Como es de suponerse, don César animaba la cuestión, y ya todos enardecidos habían echado mano a los estoques preparándose a acometer al grito tan necesario de todas aquellas circunstancias de Favor al rey. Favor a la Inquisición y Ténganse a la justicia y Ténganse al Santo Oficio, cuando repentinamente todas las espadas se bajaron, todas las lenguas enmudecieron y se descubrieron todas las cabezas.

El marqués de Gelves apareció en medio de aquel improvisado palenque.

A pesar de los gritos de sedición, a pesar del desprecio con que aparentaban tratarle sus enemigos, el marqués de Gelves era la arrogante figura ante la cual se inclinaban las frentes más altivas de los grandes señores de Nueva España, y el Arzobispo mismo no se atrevía en su presencia ni a arrugar siquiera el entrecejo.

Vestía el virrey en aquella noche más bien un traje de combate que de Corte. Bajo su negro ferreruelo se percibía el brillo de la coraza y de la gola y la ancha tasa de la empuñadura de su espada, que no era indudablemente la que llevaba de ordinario en su bordado talabarte.

Cubría su cabeza una especie de capacete de acero, y sus calzas de cuero y sus brillantes espuelas de oro, indicaban que estaba dispuesto a montar a caballo en el momento que lo creyese necesario. El virrey tenía el continente altivo del antiguo batallador.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó el virrey.

Nadie se atrevió a contestarle.

— Ea, responded, señor alcalde.

El alcalde se adelantó temblando.

— Señor —dijo — por orden de V . E. hemos venido a registrar esta casa, y a poner en prisión a sus moradores.

— ¿Y por eso causáis este escándalo?

— Señor —contestó el alcalde— los ministros del Santo Oficio han después venido y querido apoderarse de la casa con desprecio de la justicia de Su Majestad y de las órdenes de V. E.

— ¿Habéis encontrado algo?

— Nada, señor, no hemos encontrado más que algunos sirvientes que ignoran el paradero de sus señores.

— Entonces retiraos, y dejad que el Santo Oficio cumpla con sus deberes, y cuidad que en lo de adelante lleguéis a provocar semejantes escándalos.

El alcalde, humilde y cabizbajo, se retiraba seguido de los alguaciles; pero al llegar a la puerta se volvió preguntando al virrey.

— ¿Y los criados?

— Si vos los aprehendisteis —contestó el virrey— llevadlos, que son los prisioneros de quien los toma.

Ni una palabra se atrevió a decir el comisario del Santo Oficio.

A la salida de los alguaciles el virrey descubrió a don César, que había permanecido oculto tras ellos en uno de los ángulos de la habitación.

— ¿Vos también aquí, don César? —dijo el virrey.

— Sí, señor —contestó don César— advertí el tumulto en esta casa y me llegué a ella, atraído por la curiosidad.

— Hacedme favor de acompañarme.

El virrey salió embozándose en su ferreruelo y se encaminó a palacio acompañado de don César, que rabiaba por separarse de él para volver a emprender su peregrinación en busca de Blanca.

El comisario y los familiares, convencidos de que no encontrarían a la persona que buscaban, porque la casa estaba enteramente desierta, tornaron a dar cuenta de su comisión sin meterse en más averiguaciones, porque la única misión que llevaban allí era procurar la aprehensión de doña Blanca.

La casa de Teodoro quedó enteramente sola y abierta.

Dos horas después un hombre se deslizaba cautelosamente entre las tinieblas hasta llegar a la casa, y a poco llegó también otro que le seguía.

— Señor Martín —dijo el primero que había llegado— a no haber sido por la fortuna que tuve de encontraros, estoy seguro que en este momento me tendría el virrey en las cárceles de palacio.

— Si, Teodoro —contestó el otro, que como podrá suponerse era Garatuza—, desde las ocho de la noche tenía yo la noticia de que debía venir aquí la justicia, y casi estoy seguro de quién es el que nos ha denunciado.

— ¿Y de quién sospecháis? —preguntó Teodoro.

— De un caballero muy principal que he visto rondar por estas calles algunas noches, grande amigo del virrey, y que se llama don César de Villaclara.

— Os engañáis, don Martín —replicó Teodoro— más seguro estoy yo de ese don César que de mí mismo.

— Lo mismo da; ya veremos más adelante. Por ahora lo que importa es que no volváis a presentaros por esta casa y que permanezcáis oculto por algunos días, que supongo que serán muy pocos, porque esta tragedia poco ha de tardar en desenlazarse. Cerrad vuestras puertas y retirémonos, que así lo aconseja la prudencia.

Teodoro cerró cuidadosamente todas las puertas de la casa, y acompañado de Martín, se perdió entre la muchedumbre, que aún no se retiraba de las calles.

Las campanas de todas las iglesias no habían cesado en su pavoroso clamoreo.
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