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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimosegundo

Cómo era un Edicto del Santo Oficio


Por la calle de Ixtapalapa y fuera ya de la traza, en los suburbios de la ciudad, había una pequeña y aislada casa, en la que nadie habitaba hacía ya mucho tiempo, de manera que aquella casa se iba destruyendo rápidamente.

Una mañana los vecinos advirtieron gran cantidad de trabajadores, que casi en un solo día, la pusieron en estado de servir. Durante la noche, se observaron criados y esclavos que, alumbrados por hachones, traían muebles, que a lo que con aquella escasa luz podía mirarse, eran de mucho lujo.

A la mañana siguiente, todo movimiento había cesado y nadie entraba ni salía de la casa.

Dicen algunos que el animal más curioso de la creación es la mujer. Yo opino que el vecino es más curioso que la mujer, y los vecinos de aquellos rumbos observaron (lo que prueba que estaban en acecho) que a las diez de la noche del siguiente día, se iluminó la casa por dentro.

La curiosidad creció y comenzaron a formarse mil comentarios, y a fastidiarse porque transcurrían dos horas y no se veía más que la luz.

A las doce y media se oyó a lo lejos el ruido de una carroza que se aproximaba y que vino a pararse frente a la puerta de la casa.

Quién salió de aquella carroza nadie lo supo, pero ella permaneció allí hasta que comenzó a salir la luz, y entonces se retiró. Como había modo ya de percibir quién la ocupaba, todos se empeñaron en descubrirlo creyendo encontrar, lo menos, al diablo; pero sólo pudieron alcanzar a ver una mano negra que se apoyaba en una de las portezuelas.

La curiosidad del caritativo vecindario, no satisfecha, se contentó con decir:

— Estas son cosas del enemigo malo. Dios nos saque con bien —y luego satiguarse.

Vamos nosotros a retroceder un poco, para que el lector sepa lo que contenía aquel misterio.

Don César, como había dicho muy bien el Ahuizote a Luisa, tenía ya dispuesta su casa y debía trasladar a ella a Blanca. Teodoro, instruido por ésta, era su auxiliar y su protector.

Pero a una mujer como Blanca le hubiera sido imposible ser la querida de un hombre, y aunque a trueque de un sacrificio, ella quería sacrificar, si esto era posible, su unión con don César de Villaclara.

Doña Blanca creía que su deshonra y su castigo sería menor si al descubrirse todo se publicaba que, teniendo voto de castidad, había contraído matrimonio, que si se hubiera referido en público pura y sencillamente que era la manceba de don César de Villaclara. El orgullo de su sangre y sus ideas religiosas se sublevaban contra esta idea y pensaba que el sacramento del matrimonio atenuaba su falta.

Por otra parte, con el breve del Pontífice que autorizaba al Arzobispo para relajar sus vínculos, se creía enteramente libre, y tanto en aquello había llegado a pensar, que no tenía ni el menor remordimiento de que alguna vez pudieran llegar a decir de ella que era monja y casada.

Los argumentos que favorecen nuestros planes toman tales visos de certidumbre y se visten por la conciencia de tales apariencias de verdad y de justicia, que llegan a parecernos sólidos y exactos, y el hombre que se empeña en convencerse a sí mismo de que una cosa es buena, llega más tarde o más temprano a conseguirlo.

La mejor prueba de esto es el suicidio. No hay quizá una cosa que repugne tanto a la naturaleza como la idea del no ser.

La muerte vista de cerca y a la luz del día, aterra aun a los más fuertes y, sin embargo, seres débiles y almas tímidas llegan a persuadirse a sí mismas de que el suicidio, la muerte, el no ser, son medios para dejar de padecer, y se quitan la existencia esos mismos seres, que en otro caso temblarían ante el menor peligro.

Don César comprendió lo que pasaba en el alma de Blanca y se persuadió también. No hay argumento sin fuerza cuando viene de boca de una persona a quien se ama con pasión.

Don César comenzó a dar los pasos necesarios, y dando a Blanca un nombre y una parentela supuestas, y valiéndose de su influjo y de su dinero, logró sacar una dispensa de publicatas o amonestaciones y el permiso para casarse en el domicilio de su futura doña Carolina de Sandoval, que fue el nombre con que se presentó Blanca.

La toma del dicho se hizo en la casa de Teodoro por notarios ignorantes, que a no ser tan torpes lo hubieran parecido con las dádivas de don César. Y todo quedó dispuesto para la celebración del matrimonio, fijado para el día siguiente de la traslación de Blanca a la casa que tomó y mandó comprar don César por el rumbo de la calle de Ixtapalapa y que ya conocen nuestros lectores.

Se preparó todo en aquella casa, se tomaron criados y esclavos para servicio de doña Carolina, y la noche que los vecinos vieron por primera vez luz en el interior, don César y Teodoro condujeron a Blanca y la instalaron en su nueva habitación.

Blanca estaba verdaderamente loca por el placer y no pensaba en nada, en nada más sino en que iba a ser ya del hombre a quien amaba tanto.

Teodoro y don César acompañaron a Blanca hasta el amanecer, y a esa hora, como hemos visto, se retiraron.

El arzobispo debía haber arreglado las cosas a su modo con el inquisidor, porque al día siguiente en todos los templos, a la hora de la misa mayor, se leía un edicto de la Inquisición.

Perdónennos nuestros lectores si a riesgo de fastidiarlos les insertamos un edicto del Santo Oficio, para que tengan una idea exacta de cómo eran ésos, y las curiosas prescripciones que contenían.

Nos los inquisidores apostólicos, contra la herética pravedad y apostasía, en esta ciudad de México, Estados y Provincias de la Nueva España, Guatemala, Nicaragua, Filipinas y su Distrito y cercanía, etc. Por Autoridad Apostólica

Hacemos saber a Vos los Vicarios, Curas, Capellanes y Sacristanes de las Iglesias de todas las Ciudades, Villas y Lugares de este dicho nuestro distrito; y especialmente a los de esta Ciudad, y a cada uno, y cualquier de vos, que esta nuestra Carta dada a pedimento del Señor Promotor Fiscal de este Santo Oficio, que sea ley dada y publicada en esta dicha Iglesia;

Son exhortadas y amonestadas todas, y cualesquier persona de cualquier estado, grado, condición y preeminencia que fuesen, que hubiesen visto u oído decir, que alguna o algunas personas, vivos, presentes, ausentes o difuntos hubiesen prestado auxilio, ocultado, protegido o en cualquier manera ayudado y dado amparo a la llamada doña Blanca de Mejía en el siglo o Sor Blanca del Corazón de Jesús, profesa en el convento de Santa Teresa de la Orden de Carmelitas descalzas, de donde con gran escándalo y perturbación ha huido, y viviendo en relajada vida pretende contraer o ha contraído ya sacrilego matrimonio, así como algo de lo relativo a la dicha Sor Blanca, su pretendido esposo y demás que le acompañen a él y a ella;

Y les mandamos en virtud de Santa obediencia, y so pena de Excomunión, Trina Canónica monilione praemissa, que dentro de seis días primeros siguientes, después que la dicha nuestra Carta sea leída y publicada, los cuales les damos y asignamos, por tres plazos y términos perentorios, vengan y parezcan ante Nos, personalmente en la Sala de nuestra Audiencia, a decir y manifestar lo que supiesen hubiesen hecho, visto hacer u oído decir cerca de las cosas, en esta nuestra Carta dichas y declaradas, y otras cualesquiera que fuesen contra nuestra Santa Fe Católica o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio;

Y si lo que Dios nuestro Señor no quiera ni permita, por los seis días siguientes, las dichas personas, que así han hecho o dicho, saben u oyeron decir, quien haya hecho o dicho alguna cosa, o cosas de las contenidas en la dicha nuestra Carta primera u otras cosas contra nuestra santa Fe Católica o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio de la Inquisición, o de sus Ministros persistiendo en su contumacia y rebelión, y no lo vinieren a decir y manifestar ante Nos, por la presente los descomulgamos, anatematizamos, maldecimos y apartamos del gremio y unión de la Santa Madre Iglesia Católica, participación y comunión de los Fieles y Católicos Cristianos, como a miembros poseídos del demonio. Y mandamos a los Vicarios, Curas, Capellanes y Sacristanes, y a otras cualesquiera personas Eclesiásticas Seglares y Religiosos, que los hayan y tengan a todos los susodichos (que así fueren rebeldes y contumaces) por tales públicos descomulgados, maldecidos y anatematizados, y vengan sobre ellos, a cada uno de ellos, la ira y maldición de Dios todopoderoso y de la Gloriosa Virgen Santa MARÍA su Madre, y de los Bienaventurados Apóstoles S. Pedro, y S. Pablo, y de todos los Santos del Cielo. Y vengan sobre ellos todas las plagas de Egipto y las maldiciones que vinieron sobre el Rey Faraón y sus gentes porque no obedecieron y cumplieron los Mandamientos divinales; y sobre aquellas cinco Ciudades de Sodoma y Gomorra, y sobre Datan y Abirón, que vivos los tragó la tierra por el pecado de la inobediencia que contra Dios nuestro Señor cometieron; y sean malditos en su comer y beber, y en su velar y dormir; en su levantar y andar; en su vivir y morir; y siempre estén endurecidos en su pecado: el diablo esté a su mano derecha; cuando fueren en juicio siempre sean condenados; sus días sean pocos y malos; sus bienes y hacienda sean traspasados en los extraños; sus hijos sean huérfanos y siempre estén en necesidad; y sean lanzados de sus casas y moradas, las cuales sean abrasadas, todo el mundo las aborrezca: no hallen quien haya piedad de ellos ni de sus cosas, su maldad esté siempre en memoria delante del Acatamiento divinal, y maldito sea el pan y el vino, la carne y el pescado, y todo lo que comieren y bebieren, y las vestiduras que vistieren y la cama en que durmieren, y sean malditos con todas las maldiciones del Viejo y Nuevo Testamento; malditos sean con Lucifer y Judas, y con todos los demonios del Infierno, los cuales sean sus señores y su compañía. Amen.

Y mandamos que entre tanto que estas nuestras censuras se leen y publican, los Clérigos hagan tener dos cirios de cera encendidos, cubierta la Cruz con velo negro en señal de luto que la Santa Madre Iglesia muestra con los tales malditos y descomulgados, encubridores y favorecedores de Herejes. Y acabadas de leer las censuras, mandamos a los dichos Curas, Clérigos y Sacristanes, y a cada uno de ellos, que maten los dichos cirios ardiendo, en el agua bendita, diciendo: Así como mueren estos cirios en esta agua, mueran sus ánimas, de los tales rebeldes y contumaces, y sean sepultados en los Infiernos; y hagan repicar y tañer las campanas; y luego canten en tono el Salmo que comienza: Deus laudem meam no tacueris. Y el Responso que dice: Revelabunt coeli iniquitcuem ludae. Y no ceséis de lo así hacer y cumplir hasta que los tales rebeldes vengan a obediencia de la Santa Madre Iglesia, y digan y declaren lo que saben, han visto y oído decir, como dicho es, y sean absueltos de las dichas censuras, en que así han incurrido. En testimonio de lo cual mandamos dar, y dimos la presente firmada de nuestros nombres y sellada con el sello de este Santo Oficio, y refrendada del Secretario infrascrito.
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