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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimoprimero

Cómo los celos hacen adivinar a las mujeres


— ¿Recuerdas —dijo Luisa al Ahuizote al llegar a la casa— a aquel don César de Villaclara?

— ¿Y cómo olvidarlo si tan malos días nos hizo pasar? Pero creo que lo enviaron a Manila y no ha vuelto a aparecer.

— Te engañas, porque hoy le he visto en el palacio.

— Puede, pero al fin que ya no nos importa.

— Sí, sí nos importa. Ha jugado ese hombre conmigo y me ha despreciado por doña Blanca.

— Pero ahora de nada le servirá eso, porque a esa doña Blanca, según me dijeron, la metió monja su hermano don Pedro.

— Es verdad, pero se ha fugado del convento.

— ¡Calle! Y qué picarona —dijo sonriéndose el Ahuizote—. Pero ahora se juntarán los dos y el Santo Oficio dará cuenta final de esos amores.

— Eso es lo que pienso, y lo que trato de evitar.

— ¿Qué? ¿Que los quemen? ¿Pues no los aborrecíais tanto?

— No, lo que quiero es que se vean, que se amen, que sean felices, y estoy segura de que así está sucediendo porque el corazón me lo avisa. Don César es el único hombre a quien verdaderamente he amado, y no será de esa mujer aunque me cueste el dolor de verle entre las llamas. Oyeme, es preciso que mañana mismo averigües en dónde vive don César, que pongan personas que lo vigilen, que vean a dónde va, con quién habla, todo lo que hace en el día y en la noche, porque estoy segura de que visita a doña Blanca, que la ama y ¡ay de ellos! yo me sabré vengar.

— ¿Pero si eso no es más que una suposición vuestra?

— No, estoy segura de que así sucede. Ya oyes lo que te he prevenido, y sabes que pago bien.

— Seréis obedecida de la misma manera.

— Mañana en la noche tendremos razón exacta ¿es verdad?

— Muy pronto es.

— No importa, lo quiero.

— Está bien.

— Por ahora puedes retirarte, pero ya lo sabes: no tienes más comisión que ésa.

— Está muy bien.

— No te me presentes hasta traer las noticias que te pido, pero mañana en la noche estás aquí.

Y sin esperar respuesta, Luisa se entró en su habitación.

El día siguiente se pasó con grande alarma en la ciudad y circuló en la noche la noticia de que el virrey tenía ya preso al clérigo que había ido a notificar la excomunión, a Osorio, el secretario de la Audiencia, y que, privado dicho clérigo de sus temporalidades, iba a ser remitido a San Juan de Ulúa para ser embarcado para España.

El Arzobispo estaba furioso y sus partidarios llenaban de pasquines las puertas de los templos y hasta las de Palacio.

Todo el mundo esperaba un conflicto por momentos, porque todos conocían el carácter impetuoso y enérgico del marqués de Gelves y el genio altivo e indomable del Arzobispo don Juan Pérez de la Gerna.

México entero estaba conmovido. Se había hecho correr el rumor de que el virrey, que había obligado a todos a traer sus semillas a la albóndiga para abastecer al pueblo, se había puesto de acuerdo con don Pedro de Mejía para monopolizar el maíz y venderlo a precios excesivos, y que la causa de los disgustos del virrey con el Arzobispo, era que éste había tomado la defensa de los pobres, amenazando a Mejía y al de Gelves con la excomunión si no abarataban los granos.

Esto se refería públicamente en los mercados, y por consecuencia crecian a la par el prestigio del Arzobispo y el odio al virrey y sus amigos.

Las cosas estaban ya en sazón para hacer un tumulto, pero el de Gelves, a pesar de su carácter arrebatado y de las provocaciones del prelado, caminaba con mucha prudencia.

Luisa esperó toda la tarde que llegara el Ahuizote porque conocía su diligencia y su actividad, y aunque la cita era por la noche creía que el hombre se anticiparía.

En la tarde el Ahuizote no pareció, pero a la oración de la noche estaba ya en la casa de Luisa con el semblante del que viene satisfecho.

— ¿Averiguaste? —le dijo Luisa luego que le vio.

— Todo.

— ¿Y qué hay?

— Lo mismo que vos pensabais. Don César ha encontrado a doña Blanca y se han entendido, de manera que vuestro corazón no os engañó.

— Pues entonces no hay sino denunciarles al Santo Oficio ...

— No me parece prudente, porque aún esos amores no pasan de conversaciones por la reja de doña Blanca, después porque está ella en la casa de Teodoro el esclavo que fue de doña Beatriz.

— Tanto mejor. Teodoro es mi enemigo y puedo perderle también, entregando a los amantes a la Inquisición.

— Entonces no sabéis que Teodoro es una de los partidarios más importantes del señor Arzobispo, porque cuenta con toda la gente de color, de la que es el jefe; de manera que si se hiciese lo que vos pensáis, en primer lugar le quitabais un grande apoyo al Arzobispo y, en segundo lugar, tendría que defender a los amantes defendiendo a Teodoro, y vos tendríais que habéroslas con un enemigo muy poderoso.

— Tienes razón, pero ¿qué debo hacer?

— Mirad, que con que tengáis un poco de paciencia todo se arregla. Don César ha preparado una casita, para llevarse allí a doña Blanca, y entonces es tiempo de caerles, y serán envueltos en el proceso del Santo Oficio, mientras que hoy sólo Blanca sería condenada.

—¿Y cuándo pensará don César mudar a doña Blanca?

— Creo que esta misma noche.

— ¿Luego ya mañana ...?

— Ya mañana podéis hacer la denuncia.

— ¿Dónde está la casa?

— Eso sí no he podido saber, y tal vez más tarde me lo dirán, porque estas noticias las tengo de un criado de don César, íntimo amigo mío. A vos nada os importa saber la casa, dad la denuncia, que los familiares sabrán husmear y no hay cuidado que pierdan la pieza.

— Bueno, tú sin embargo, prosigue en tus averiguaciones.

Luisa pensó que ya había llegado el momento de su venganza, y el Arzobispo le pareció un buen medio. Su Ilustrísima deseaba y aprobaba todo lo que era, no sólo contra el virrey, sino contra sus amigos: él ayudaría a perseguir a la hermana de don Pedro de Mejía y a don César de Villaclara, los dos favoritos del de Gelves.

A las once de la noche, los amigos de don Melchor Pérez de Varáis y su Luisa, estaban con él, en Santo Domingo, combinando sus planes de revolución.

— Si su Señoría Ilustrísima quisiera —dijo Luisa al Arzobispo— manera tengo yo de quitar al virrey a uno o dos de sus principales amigos.

— Por fuerza tengo que querer —contestó el prelado— que más perjudican sus amigos que él mismo. ¿Y de quiénes tratáis?

— De don César de Villaclara y de don Pedro de Mejía.

— ¡Pollos son de cuenta! —exclamó el Arzobispo—. ¿Y cómo pensáis que nos deshagamos de ellos?

— Muy fácilmente. Pero siendo caso de conciencia, espero que su Ilustrísima me escuche como en sigilio de Sacramento.

— Bien, entonces mañana ...

— Urgente es la medida.

— En ese caso ...

— Si su Señoría gusta —dijo don Melchor— puede pasar al inmediato aposento, que está enteramente solo.

— Me parece —contestó el Arzobispo, dirigiéndose al otro aposento seguido de Luisa.

El prelado se colocó en un sitial y Luisa tomó asiento a su lado.

— Comenzad —dijo gravemente el Arzobispo.

— Pues sabrá su Ilustrísima que don Pedro de Mejía tiene o más bien tenía una hermana en el convento de Santa Teresa, que se llama Blanca.

— Sí, eso es. Sor Blanca, la que se fugó días pasados. Ya caigo.

— Aún hay más. Sor Blanca tenía antes de entrar al convento amores con don César de Villaclara.

— ¡Hum! —hizo el prelado, que comenzaba a maliciar de lo que se trataba.

— Sor Blanca fugada del convento, ha encontrado a don César y han vuelto a entablar sus relaciones, y él la tiene ya viviendo como su mujer.

— ¿Pero dónde?

— Eso es lo que le toca averiguar a la justicia.

— Mañana mismo dictaré mis órdenes ...

— Permítame su Ilustrísima que le diga que todo eso vendría mejor de la Inquisición y no tendría el carácter de persecución de partido.

— En efecto, y la cosa tanto más llana es cuanto que el inquisidor mayor es grande amigo mío, y conseguiré que mañana mismo se publiquen los edictos contra la hermana de Mejía y contra el tal don César.

— ¿Parece bien a su Ilustrísima?

— Perfectamente, mañana se publicarán los edictos o, a más tardar, pasado mañana.

— Y si algo sé yo de nuevo, avisaré a su Ilustrísima.

El Arzobispo y Luisa salieron del aposento a cual más alegre.

— Lo dicho señor don Melchor —dijo el prelado— vuestra esposa es una de las mujeres fuertes de la Biblia, y el de Gelves caerá como los filisteos, atacado por todos lados.

— Lo que desearía es que fuese muy pronto —contestó don Melchor— que me enfado ya de estar aquí prisionero.

— Muy pronto caerán al sonido de las trompetas las murallas de la soberbia Jericó.

— Dios lo permita.

— Amén.

La reunión se disolvió. Luisa se fue a soñar con su venganza, y el Arzobispo a preparar con el inquisidor mayor la persecución de doña Blanca.
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