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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo décimo

De lo que pasó con Don Carlos de Arellano, y cómo volvió a ver a Luisa


Don Carlos de Arellano, a quien hemos dejado en el momento en que un criado que venía a caballo preguntaba por él, recibió con ese criado dos cartas de México.

La una era del virrey y la otra de don Pedro de Mejía.

Con el virrey cultivaba corta amistad, a pesar de ser uno de sus grandes partidarios, y con don Pedro de Mejía, a resultas de todo lo acontecido con Luisa, no tenía relaciones de ninguna especie.

Don Carlos se admiró de recibir aquellas dos cartas, y sobre todo, la de Mejía: en ambas lo solicitaban para que fuese a la capital.

Arellano, antes de resolverse, quiso consultar con Chema, que era su maestro y a quien había llegado a tener en alta estimación.

— Don José, don José —dijo Arellano despertando al viejo, que había quedado durmiendo.

— ¿Qué hay?

— Dos cartas que tengo aquí de México, sobre las que quisiera saber vuestra opinión.

— ¿Y qué dicen?

— Me invitan a ir para allá, y ambas por razones bien distintas; oíd, la una es del virrey.

Don Carlos leyó la primera carta:

Para el mejor servicio de su Majestad (Q.D.G.) deseara que vinieseis a México a tener vista conmigo, para tratar de algunos negocios importantes del reino y de la provincia de que sois Alcalde Mayor; esto es de la mayor urgencia. Dios os guarde muchos años.

EL MARQUÉS DE GELVES

— ¿Y bien? —preguntó don José— ¿qué habéis pensado hacer?

— Quería consultaros, si, supuesto el estado en que se hallan las cosas, debiera yo de ir.

— Creo que sería una imprudencia, cuando no una locura, el iros a meter así en el fuego, estando aquí tan libre. El que busca el peligro en él perece.

— Tenéis razón, no iré.

— ¿Y la otra carta?

— Es un negocio particular que tengo ya casi olvidado y que no sería por sí solo capaz de obligarme a emprender un viaje. Escuchad, es de un caballero rico de la ciudad llamado don Pedro de Mejía.

Señor don Carlos de Arellano.

Muy respetado amigo y señor. Hace ya algunos años que dejé de cultivar vuestra amistad por motivos que espero hayáis echado en olvido, pero que son los mismos que ahora me obligan a dirigiros ésta.

Es el caso que entonces, por razones que alguna vez os diré, tuve de contraer matrimonio con Luisa, la viuda de don Manuel de la Sosa, ignorando que había estado en vuestra casa, de donde se fugó, y que era una esclava antigua de un don José de Abalabide. Súpelo después de la boda y la arrojé de mi casa.

Hoy ha vuelto esta mujer pasando por esposa legítima del corregidor de México, don Melchor Pérez de Varáis, enemigo encarnizado del virrey y uno de los más ardientes trastornadores de la paz pública.

Os ruego que vengáis para ayudarme a confundir a esa mujer que es el agente más poderoso y más activo del corregidor.

Dios os guarde por muchos años, como se lo pide vuestro amigo y servidor.

DON PEDRO DE MEJÍA

Chema había escuchado esta carta con un interés y un excitación creciente, su semblante se había puesto encendido, sus ojos brillaban y su respiración era desigual y fatigosa.

— ¿Qué pensáis? —dijo don Carlos—. A la verdad que para castigar a esa mujer basta su marido, que si buena y juiciosa le hubiera salido a don Pedro, nada me hubiera tocado a mí, como ahora que es mala e inquieta me viene a querer perturbar.

— Os engañáis —dijo Chema con voz ronca— es preciso que vayáis o, mejor dicho, que vayamos para confundir a esa víbora. Yo os acompañaré.

— ¡Vos! ¿La conocéis acaso?

— Ojalá no la hubiera conocido, ella ha sido la causa de todas mis desgracias, porque yo soy don José de Abalabide.

— ¡Vos don José de Abalabide! ¿El rico comerciante que desapareció una noche arrebatado por el Santo Oficio y de quien se cuentan tantos padecimientos?

— El mismo, don Carlos, el mismo, y en el camino os instruiré de todo y os convenceré de que es un deber nuestro castigar a esa mujer. Disponed, os ruego, vuestro viaje, y salgamos mañana mismo de esta casa.

— Saldremos —dijo don Carlos.

A la siguiente mañan a una pesada carroza de camino se dirigía a la capital de la Nueva España. Ocho poderosas mulas tiraban de ella y en el interior se veía a don Carlos de Arellano y a don José de Abalabide, que hablaban con mucho calor: era que el viejo refería su historia.

A las dos de la tarde los viajeros habían llegado a México y se alojaban en una casa que don Carlos había conservado amueblada y dispuesta en la ciudad, porque solía antiguamente pasar allí algunas temporadas.

Don José fue bajado de la carroza en los brazos de los lacayos.

En aquellos momentos la ciudad estaba en alarma; grupos de gentes de todas clases cruzaban por las calles, bulliciosos los unos, graves y taciturnos los otros; allí se preparaba algo: para el menos inteligente eran aquellos presagios de una tempestad.

Don Carlos se dirigió inmediatamente a palacio para averiguar qué era aquello, y encontró allí la misma confusión que en las calles; pero allí ya comprendió todo.

Don Melchor Pérez de Varáis, retraído en el convento de Santo Domingo, no pretendía hacer fuga como decían sus enemigos, pero sí, auxiliado del Arzobispo que lo visitaba diaria y secretamente, atizaba el fuego de la sedición y provocaba un alzamiento. Sus jueces, como hemos visto, mandaron ponerle guardias en el convento.

Don Melchor se quejó de esto al arzobispado diciendo que se violaba la inmunidad del asilo, y el prelado, que no esperaba sino una oportunidad para dar un escándalo, miró esta como venida del cielo.

Con el juicio de censuras se dio principio a este escándalo, y el Arzobispo, por medio de su provisor, procedió contra los guardias y contra los jueces hasta declararlos excomulgados.

El provisor comprendía y secundaba perfectamente las ideas del Arzobispo, y las notificaciones a los excomulgados se hacían con el mayor escándalo posible a todas horas, sin distinguir las del día de las de la noche.

El clérigo que hacía de notario iba de una a otra casa y de uno a otro tribunal, y atravesando las calles, seguido de un concurso numerosísimo, ocasionaba por toda la ciudad alarma y tumulto.

La Audiencia absolvió a los excomulgados, y el Arzobispo entonces se volvió contra la Audiencia.

Don Carlos de Arellano llegó a palacio a la sazón que entraba también a él un clérigo notario del Arzobispo, que, seguido de una multitud inmensa entre la cual se veían muchos clérigos, iba a notificar al secretario de dicha Audiencia entregada de los autos de este ruidosísimo negocio.

El virrey estaba en la Audiencia con los oidores, y el notario del arzobispado llegó con su acompañamiento hasta la puerta de dicha Audiencia, en donde había quedado esperando también don Carlos.

— ¿Qué ruido es ése? —preguntó adentro el virrey.

— Señor —contestó pálido el oficial mayor— el notario del provisorato me notifica que se entreguen los autos sobre absolución de las censuras de los jueces y guardias de don Melchor Pérez de Varáis, bajo pena de excomunión y publicación en las tablillas de las iglesias.

— Vive Dios, y perdonadme señores mi violencia —dijo el virrey—, que mucha es la audacia y desacato de ese notario. Decid, señor oficial mayor, a ese notario, que aguarde hasta que termine la audiencia.

El oficial mayor salió inmediatamente a llevar el recado de S. E.

Apenas el notario oyó el recado, cuando sin respeto de ninguna clase y atropellando al oficial mayor, se dirigió a la puerta de la Audiencia. Los alguaciles trataron de impedírselo y entonces allí mismo se trabó la lucha.

Como por encanto salieron a lucir multitud de armas, que llevaban ocultas los clérigos que acompañaban al notario, y comenzaron a caer heridos algunos de los dos bandos.

Don Carlos tiró de su espada y se puso del lado de la justicia.

En medio de aquel tumulto, un joven elegantemente vestido, con un sombrero hudido hasta el entrecejo y adornado con hermosas plumas blancas, animaba y exaltaba a los partidarios del arzobispado, y con el estoque en la mano procuraba herir al oficial mayor.

Arellano se arrojó sobre este joven en el momento en que un movimiento de la multitud hacía caer su sombrero, dejando completamente descubierta su cabeza. Dos exclamaciones se escucharon en aquel acto, la una era de don Carlos de Arellano que gritó:

— ¡Luisa!

La otra partió de la boca de don César, que llegaba al lugar del escándalo y que también la reconoció.

En este instante se abrió la puerta de la Audiencia y la figura severa del marqués de Gelves apareció calmando la tempestad.

Los alborotadores huyeron espantados, y sólo quedaron allí don César, Arellano y los alguaciles, unos buenos y otros heridos. Don Carlos levantó el sombrero que Luisa había abandonado en su fuga.

El virrey, con los brazos cruzados, contempló a la turba que huía, y luego, con una calma inconcebible en su carácter violento y altivo, dijo a don César y a don Carlos de Arellano:

— Pasad, señores.

Los dos caballeros, siguiendo al marqués, entraron a la sala de la audiencia. Los oidores estaban pálidos, pero serenos; la audiencia se había dado por terminada y se hablaba ya en confianza.

— Admiróme, señor —dijo don César— como S. E. ha podido contener su natural fogoso ante semejantes desacatos.

— Creed, don César, que he necesitado hacer un grande esfuerzo, porque los gobernantes muchas veces tenemos necesidad de disimular nuestros naturales instintos e inclinaciones.

— Tiene V. E. mucha razón —dijo don César.

— Pero ya la justicia tendrá su lugar alguna vez, que ahora conozco que sólo de precipitarme se trata, para dar motivo a culparme de cualquier desgracia, y no lo conseguirán.

— Quizá no ignore V. E. —dijo don Carlos de Arellano— la cabeza y el brazo que dirigen estos disturbios.

— ¿Y quién los desconoce? Sólo vos, don Carlos, que venís tan pocas veces a México y os pasáis la vida encerrado en vuestra casa de la Estrella, y sin embargo, ved cómo os favorece la fortuna, acabáis de llegar y ya tenéis en vuestras manos un trofeo.

— Es verdad, S. E. —contestó Arellano, levantando por lo alto el sombrero de Luisa que llevaba en la mano— este trofeo tiene la doble recomendación de pertenecer a una dama.

— ¿A una dama?

— Que venía entre la multitud vestida de hombre y que se daba también su modo de acuchillar a los alguaciles.

— ¿Y quién era esa mi hermosa enemiga?

— Hermosa verdaderamente y que, según entiendo, es la que pasa por esposa de don Melchor Pérez de Varáis.

— He oído hablar de ella. ¿Pero por qué decís que pasa por su esposa? ¿Acaso no lo es realmente?

— Ni puede serlo; bien pronto conocerá V. E. lo que es esa mujer por las pruebas que tendré el honor de presentarle. Entre tanto permítame V. E. que no le diga más.

— Como gustéis.

Don César no dio para nada a entender que conocía a Luisa, y el virrey y los oidores siguieron comentando a su manera los acontecimientos que habían tenido lugar.

Aquella misma noche el Arzobispo entraba al aposento que ocupaba en Santo Domingo don Melchor Pérez de Varáis.

Luisa, con su traje de hombre, acompañaba a don Melchor. El prelado debía ya conocer quién era, porque la saludó como a señora.

Luisa besó respetuosamente el pastoral del Arzobispo.

— En esta tarde —dijo don Melchor —creí que el marqués hubiera hecho una de las suyas acuchillando al pueblo, lo que hubiera precipitado ventajosamente para nosotros el lance.

— Así debió de suceder —contestó el Arzobispo— y no comprendo qué pudo detenerle.

— Mi esposa, que estuvo presente, me ha contado que el virrey no hizo siquiera impulso de arrojarse a la pelea.

— ¿Será cobarde? —dijo el prelado.

— No lo pienso, Su Ilustrísima, pero está muy prevenido.

— ¿Conque vos anduvisteis, señora —dijo el Arzobispo— en medio del peligro?

— Cuando se trata de la causa de Dios y de la Iglesia —contestó hipócritamente Luisa— la criatura más débil es fuerte.

— Sois digna imitadora —dijo el Arzobispo— de Judit, de Esther y de Dévora.

— Señor Ilustrísimo ... —exclamó Luisa fingiendo ruborizarse.

— Y no crea Su Ilustrísima —agregó don Melchor con cierto orgullo— no cesa de trabajar; esta noche me ha dado parte de que se ha encontrado a un antiguo criado suyo de gran influencia entre el pueblo, y muy útil, a quien llaman por mal nombre el Ahuizote.

— ¡El Ahuizote! ¡El Ahuizote! —yo recuerdo ese nombre.

— Tal vez le haya conocido en otro tiempo Su Señoría.

— Puede. ¿Conque es muy útil?

— Para todo.

— Pues va ya a necesitarse pronto porque el virrey me exige que le envíe al notario que en esta tarde fue a notificar al secretario de la Audiencia.

— ¿Y qué hará Su Señoría Ilustrísima?

— ¿Qué puedo hacer? Entregarle, pero esto dará el motivo que se necesita para poner el entredicho y excomulgar al virrey.

— ¡Excomulgarlo! —exclamaron a un tiempo Luisa y don Melchor.

— Sí, ya veréis qué naturalmente van para allá las cosas, y muy pronto.

— Y nosotros entre tanto ¿qué haremos?

— Seguir excitando y preparando al pueblo para la hora del combate.

— Estamos dispuestos —dijo don Melchor—. ¿Nos avisará Su Ilustrísima?

— Sí, si es posible; si no hay tiempo, las campanas que toquen el entredicho serán la señal.

Pocos momentos después Luisa se despidió en la puerta por donde ocultamente entraba y donde la aguardaba ya el Ahuizote. Luisa subió en su carroza y el Ahuizote trepó a la zaga.
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