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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO SEGUNDO Las dos profesiones Capítulo noveno Otra vez con la Sarmiento
El bachiller Martín de Villavicencio, alias Garatuza, no pensó, después de la muerte del oidor y cuando el Ahuizote le arrancó del lugar del acontecimiento, sino
en buscar un paraje seguro en donde escapar de las garras de los alguaciles y corchetes, en caso de que algo se llegase a descubir. Y ni a él ni al Ahuizote les ocurrió lugar más a propósito que las cuevas de la Sarmiento, y para la casa de ésta se dirigieron.
Verdaderamente el bachiller ni sospechas tenia de quién había sido el hombre muerto por su mano; el Ahuizote no había recibido de la Sarmiento más instrucciones que llevar allí a Martín, y él tampoco podía
sacarle de dudas.
Cuando llegaron los dos a la casa de la bruja ésta también acababa de llegar, también ella había ido a presenciar la escena, y por eso Martín escuchó su carcajada en el momento en que vio abrirse la casa de María.
— ¿Qué andáis haciendo? —preguntó la bruja, haciéndose de las nuevas.
— Señora Sarmiento —contestó Martín— acabo de matar a un hombre por justos motivos, y temóme mucho que la justicia dé sobre mí, si algo sospecha, y vengo a pediros asilo.
— Lo tendréis, que ya esperaba yo que por eso vendríais
de un día al otro.
— ¿Luego vos sabíais ya algo de María?
— Nada.
— ¿Entonces?
— Sencillamente, porque en estos días se han cumplido los cinco meses que os anuncié que pasarían para que un amigo vuestro muriese asesinado por mano de un su amigo. ¿Recordáis?
— ¿Es decir que el hombre que yo he muerto?
— Es el oidor don Fernando de Quesada.
— ¡Maldita sea mi suerte! —exclamó Martín, dándose una palmada en la frente y quedándose luego en una especie de estupor, que por largo tiempo respetaron la bruja y el Ahuizote.
— Voy a denunciarme yo mismo —dijo de repente Martín, dirigiéndose a la puerta.
— Si yo te lo consiento —contestó el Ahuizote, apoyándose de espaldas en la puerta cerrada y tomando a Martín de los brazos.
— ¿Quiere decir —preguntó Martín con una calma
espantosa— que después de que tú me has enseñado la víctima para herir, me impides vengarme de mí mismo, por crimen tan atroz?
— Yo no sabía de quién se trataba.
— Sí, tú lo sabías lo mismo que la Sarmiento, que me ha dicho a quién yo maté, cuando aun yo mismo lo ignoraba.
— Pero tú estás cierto de que ese hombre ha estado en la casa de tu querida en altas horas de la noche, y yo no te llevé sino a desengañarte de lo que tú me negabas.
— Ahuizote —dijo Martín con la misma calma que antes— ¿me dejas salir o no?
— Martín —dijo la bruja— ¿queréis que os dejemos salir, cuando estamos ciertos de que vuestra denuncia nos conduce a mí a la hoguera y al Ahuizote a la horca?
— No soy capaz de denunciar a nadie, y menos a vosotros, a quienes estoy unido por los juramentos de la Compañía negra. Voy a declararme culpable yo solo; a que me juzguen y a que me castiguen a mí solo, porque no puedo ya soportar la vida, tras lo que ha pasado.
— Pero eso es un suicidio, una locura que nosotros no podemos consentir de ninguna manera.
— Por última vez ¿me dejan el paso libre?
— No, no y no —dijo en esta vez con resolución el Ahuizote.
Garatuza se hizo un poco atrás y sacó su daga para lanzarse sobre el Ahuizote; pero en el momento de alzar el brazo sintió que se lo tomaban como entre dos tenazas de hierro. Volvió el rostro y era el sordomudo Anselmo que durante la disputa había venido acercándose
a una señal de la Sarmiento.
El Ahuizote le tomó los pies y la bruja la cabeza, y
en un instante el bachiller quedó completamente sujeto y con una mordaza.
— Bachiller —le dijo la Sarmiento— tenemos que mirar por nosotros mismos; estáis loco, os perdéis y nos vais a perder a todos. Ya os entrará la calma y entonces agradeceréis todo esto que por vos hacemos — y luego agregó, dirigiéndose al Ahuizote y haciendo una señal
al sordo:
— Al subterráneo.
Anselmo y el Ahuizote se acercaron al bachiller y le tomaron entre los dos; la vieja, con un farol guiaba y
descendieron así la escalera del subterráneo, sólo que esta vez no siguieron de frente, como había visto siempre Martín, sino que tomaron a la izquierda, y la bruja abrió una puerta sumamente gruesa y pesada, y penetró a otra bóveda en la que había algunas camas y jergones en desorden.
La Sarmiento puso en el suelo la luz, arregló uno de aquellos lechos y allí colocaron a Martín sus conductores.
La bruja le quitó la mordaza que lo fatigaba, dejó la luz en el suelo y salió seguida del Ahuizote. El sordomudo se sentó sobre un cajón al lado de Martín y a poco comenzó a dormitar ...
El bachiller, a pesar de sus ligaduras y de su desesperación
llegó a dormirse, y durmió mucho, pero a él le pareció un instante, porque al abrir los ojos, el mismo candil ardía puesto en el suelo y Anselmo dormitaba en el mismo lugar; sin embargo, habían pasado seis horas.
Martín estaba completamente calmado y comprendió que le había ido mejor con la agarrotada que le habían dado la bruja y el Ahuizote, que si hubiera ido a denunciarse voluntariamente, y casi, casi comenzó a agradecérselo. Pero ya se sentía muy incómodo y deseaba que llegara la Sarmiento.
Como aunque hubiera gritado mucho, no habría logrado
hacerse oír de Anselmo, determinó esperar con paciencia hasta que él le viese, para poder hacerle aunque fuera con la cabeza, una seña. Anselmo no se hizo esperar, volvió la vista, vio que Martín se movía, se levantó inmediatamente y salió. El bachiller quedó pensando qué iría a hacer el mudo. A poco la puerta volvió a abrirse y se presentó la Sarmiento.
— Buenos días, señor bachiller —le dijo— ¿qué tal os sentís?
— Bien, pero me incomodan mucho, me lastiman estas
ligaduras.
— Os libraré de ellas si estáis ya más calmado y no pensáis en la locura de iros a denunciar.
— De ninguna manera, que con un corto rato que he dormido, estoy completamente variado.
— ¡Eh, si habéis roncado como seis horas! ¿Y llamáis a esto corto rato? —exclamó la vieja comenzando a desatar a Martín.
— Seis horas —decía Martín, extendiendo los brazos con deleite— ¿pues qué horas serán?
— Son como las siete de la mañana.
— ¿Y tan oscuro?
— ¿Olvidáis que este es un subterráneo?
— Es cierto, y ¿podré salir de aquí?
— No, no me parecería prudente hasta no saber lo que se dice en la ciudad respecto a lo pasado anoche; entonces ya podréis libremente pasearos, si la razón es buena, y largaros si es mala.
— Me parece muy bien. ¿Sabéis que tengo hambre?
— Anselmo os traerá pronto el desayuno.
— Pero no vayáis a mezclarle algunos de vuestros infernales menjurjes.
— Si yo tuviera malas intenciones contra vos ¿quién me impedía haberos despachado anoche, que os tenía entre mis manos como un corderito, y que nadie os había visto entrar? No seáis desconfiado, ni insultéis de esa manera a los buenos amigos.
Martín se desayunó con gran apetito.
En la tarde llegó el Ahuizote contando la prisión de
la criada de María, sin decir nada de ésta, y refiriendo las activas pesquisas de la justicia, y se acordó entre los tres que Martín seguiría escondido hasta ver el resultado que tenían aquellas indagaciones.
Así se pasaron muchos días, sin atreverse el bachiller
a salir a la calle, y viviendo en la casa de la Sarmiento.
Una madrugada oyó la bruja golpes repetidos en la puerta y el corazón le dio, como ella decía, una vuelta; levantóse precipitadamente y acudió a abrir.
— Buenos días —dijo entrando bruscamente un joven, casi un niño, hermoso y elegantemente vestido.
— Dios os guarde, niño —contestó la bruja prendada de la gallardía y belleza del mancebo, que sin ceremonia tomaba asiento en uno de los sitiales.
— Señora Sarmiento —dijo el adolescente, bajándose el embozo y acercando su rostro al candil encendido que
tenía la bruja.
— Sólo para serviros —dijo, más y más admirada la
Sarmiento.
— Miradme bien. ¿Qué me advertís?
— Más os miro y no os conozco, y sólo veo —dijo con cierta zalamería la bruja— un niño como un ángel.
— Poned más cuidado. ¿Qué notáis?
v— ¡Ah! ¡Las orejas agujeradas!
— ¿Entonces?
— ¡Una dama!
El muchacho hizo una señal afirmativa con la cabeza. La bruja reflexionó, mirándole con suma atención, como si quisiera tener un recuerdo de aquella fisonomía, a fuerza de mirarla.
— ¡Ah! —volvió a exclamar.
- ¿Qué?
— Ya caigo —dijo acercándose y hablando muy bajo—. La señora doña Luisa.
— La misma —dijo Luisa.
— ¿Pero a esta hora? ¿En ese traje?
— Las circunstancias lo exigían así; por ahora necesito, en primer lugar, que me deis posada esta noche y mañana, durante todo el día.
— Pero si ...
— No hay disculpa, que siempre te he pagado muy bien. En segundo lugar, que para mañana en la noche me tengas preparadas saya y tocas negras de viuda, y, en tercer lugar, que mañana en la noche esté aquí el
Ahuizote. ¿Lo entiendes?
— Sí, doña Luisa.
— Pagaré como de costumbre. Comenzaremos por lo primero, ¿dónde me acuesto, que estoy sumamente cansada?
— Pues si os place en mi mismo aposento, y en la cama que era de María.
— ¿Qué le sucedió a esa muchacha?
— Se huyó de aquí sin saberse con quién.
— Muy bien hizo.
— La trataba yo a cuerpo de rey.
— Pero no querría estar en una casa a donde tan de continuo visita el diablo; vamos, despachad.
La bruja condujo a Luisa a su aposento y le mostró la cama que había sido de María. Luisa se tendió en ella sin desnudarse, y poco después su respiración dulce y tranquila indicaba que dormía.
Durante todo el día siguiente, el bachiller, advertido
por la Sarmiento, no salió de su escondite.
Luisa llamó en la tarde a la bruja.
— Señora Sarmiento —la dijo — quisiera contar contigo para un negocio que traigo entre manos.
— Decidme cuál.
— Soy viuda como tú sabes.
— Demasiado.
— Bien, no te pregunto más. Quiero casarme por segunda vez y he elegido a don Pedro de Mejía para mi esposo.
— Soberbio casamiento, ¿pero él querrá?
— Le obligaremos; pero fuerza es que tú me ayudes, y que, por supuesto, cuentes con una magnífica recompensa.
— Haré de mi parte cuanto pueda.
— Oyeme, tengo en mi poder una promesa formal de matrimonio firmada por den Pedro.
— ¡Oh! entonces sobra.
— No sobra, porque tengo que combatir con que don Pedro está enamorado de doña Beatriz de Rivera, y que tal vez quiera meter pleito para anular esa obligación, y como es hombre tan rico ¿quién sabe?
— Desechad esos temores porque doña Beatriz de Rivera se ha metido a monja desde la muerte del oidor don Fernando de Quesada.
— ¿Muerto el oidor? ¿Monja Beatriz?
— Extráñame que no sepáis nada, cuando tanto ruido han hecho esos acontecimientos en la ciudad.
— Desde la muerte de Sosa, no he salido para nada de una quinta, cerca de aquí.
— Entonces ignoraréis también que don César de Villaclara,
para quien me pedisteis un elíxir, ha sido desterrado a Filipinas por haber dado una terrible estocada a don Alonso de Rivera.
— También lo ignoraba —dijo Luisa — sintiendo calmarse
sus celos por doña Blanca, con la ausencia de Villaclara.
— Pues todo eso ha pasado, de manera que ya doña Beatriz no es obstáculo para vos en cuanto a que don Pedro intente un pleito. No lo hará si le amenazáis con revelar la parte que tuvo en preparar el asesinato del
oidor Quesada.
— ¿Y qué parte fue ésa?
— Os lo voy a referir para que os sirva de arma, segura
yo de que nunca de esto hablaréis a la justicia, por la parte que en ello me pudiera tocar, y porque una vez presa yo por vuestra causa, me vería en la necesidad de dar mi declaración en todo lo relativo a la muerte de vuestro marido don Manuel de la Sosa.
— No temas, y háblame con franqueza.
La bruja entonces refirió a Luisa todo lo relativo a la muerte del oidor, sin ocultarle n i aun lo que el lector
no sabe: que al otro día de la muerte de don Fernando recibió una fuerte suma.
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