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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo décimo

En que se verá cuán cierto es aquello de que nunca la prudencia es miedo


Doña Blanca de Mejía vivía verdaderamente en un duro cautiverio, y sin embargo, su persona era objeto de profundas cavilaciones por parte de su hermano don Pedro, para obligarla a tomar el velo; por parte de don Alonso, para obtener su amor y su mano, y en el fondo, ni el uno la aborrecía de corazón, ni el otro la amaba: el interés movía tan sólo a aquellos dos hombres. Blanca sufría resignada como un ángel, todas aquellas persecuciones sin quejarse siquiera, porque la única persona a quien podía abrir su corazón era su madrina doña Beatriz, y ésta había entrado al convento.

Doña Blanca se consumía sola con su infortunio, como se marchita con los rayos del sol una flor, en una playa arenosa.

Don Pedro sólo contra ella se ensañaba, porque era el único obstáculo que encontraba a su paso; pero para don Alonso, el obstáculo principal era don Pedro, y aunque mintiéndole amistad, no pensaba sino en hacerle desaparecer, para dirigirse con más franqueza a doña Blanca.

La noche siguiente a los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, a las ocho y media, don Alonso llegaba a la casa de don Pedro, seguido de Teodoro que llevaba un farol para alumbrar el camino a su señor.

Doña Beatriz, antes de profesar, dio a Teodoro carta de libertad; pero el negro juró a su señora averiguar todo lo relativo a la muerte del oidor, y con su natural sagacidad comprendió que aquel golpe había salido de don Pedro y don Alonso, y conoció también que, ganando la confianza de su amo, muy pronto se haría dueño de aquel secreto. En su interior había jurado vengar a doña Beatriz y a don Fernando, y Teodoro era hombre que sabía cumplir sus juramentos.

Don Alonso entró a los aposentos de don Pedro, y Teodoro apagó su farol y se sentó en el corredor, en la puerta de la antesala; no tenía ni con quién platicar, porque como era de noche no había allí más visita que don Alonso; no había tampoco ni lacayos ni esclavos esperando con faroles a sus amos.

Comenzaba ya a dormirse cuando oyó pasos por la escalera y apareció una dama encubierta, con un escudero que le seguía.

Aquella debía ser alguna aventura.

Al llegar cerca de Teodoro, que procuraba ocultar su rostro y que se fingió dormido, la dama dijo a su rodrigón:

— Debe de estar aquí alguien de visita, porque miro un esclavo aguardando con un farol.

Teodoro sintió helarse su sangre, aquella voz era demasiado conocida para él, era la de Luisa. ¿Luisa en la casa de don Pedro de Mejía?

— Si queréis que pregunte a este esclavo —contestó el Ahuizote, que era el que acompañaba a Luisa.

— Es inútil. Me haré anunciar y hablaré a solas con don Pedro de Mejía.

Luisa entró y el Ahuizote comenzó a pasearse por el corredor, mirando las plantas y los tibores de China, y el reverbero formado de pedacitos de vidrio con mechero de aceite, que alumbraba la escalera, hasta que, cansado, se sentó.

Teodoro se sentía devorado por la curiosidad; cualquiera cosa hubiera dado por saber a qué venía Luisa, pero le era imposible.

Esperaba ver salir muy pronto a don Alonso, pero no fue así; ni Luisa ni don Alonso salían; era una conferencia sin duda muy larga.

Nosotros, más felices que Teodoro, vamos a ver lo que pasaba en el interior de la casa de don Pedro.

Luisa se dirigió a un lacayo y le dijo:

— Hacedme la gracia de decir a vuestro amo, que una dama desea hablarle a solas.

El lacayo pensó prudente pasar inmediatamente el recado.

— ¡Una dama! —dijo don Pedro admirado.

— Sí, señor —contestó el lacayo— cubierta y enlutada.

— Me retiro para dejaros en la más completa libertad —dijo don Alonso.

— ¡Oh! de ninguna manera, que otra sala hay donde pueda hablar yo con esa señora, y como me figuro que no será asunto muy largo ...

— Entonces os esperaré.

— Que pase esa dama —dijo don Pedro al lacayo— a la sala encarnada.

Luisa quedó allí sola, pero a pocos momentos se presentó don Pedro. Luisa inclinó graciosamente la cabeza, levantándose un poco del sitial para saludar a don Pedro.

— Señora —le dijo galantemente Mejía porque el talle de aquella mujer y sus manos eran hechiceros, y al través del tupido punto de su velo se adivinaba el brillo de sus ojos— permitidme que antes de preguntaros en qué tendré la dicha de seros útil, me felicite por la fortuna de ver en esta casa, dama que debe ser tan principal como bella.

— Don Pedro —dijo Luisa levantándose el velo— ¿me conocéis?

— ¡Luisa! —exclamó Mejía sorprendido.

— Sí, Luisa, a quien sin duda habíais olvidado ya.

— ¿Olvidado? No, pero vuestra desaparición ...

— Segura ya de vuestro amor, quise huir de la imprudente solicitud de tantos que llamándose amigos, no van a la casa de una viuda joven y hermosa, sino con la esperanza de tener parte en la herencia del difunto.

— Bien ¿pero sin avisarme, sin decirme siquiera adiós?

— Para hacer una acción que es buena, no es preciso avisar. Deciros adiós ¿y para qué, cuando tan poca pena tomasteis por mi ausencia? Si hubierais querido, pronto me hubierais encontrado.

— ¿Pero en qué puedo ahora seros útil? —dijo Mejía queriendo cortar aquella conversación, y saber definitivamente cuáles eran las intenciones de Luisa.

— Vengo nada más a preguntaros ¿para cuándo habéis fijado el día de nuestra boda?

— ¿De nuestra boda? —preguntó Mejía haciendo un gesto de disgusto—. ¿Aún insistís en eso?

— ¡Que si aún insisto! ¿Pues qué olvidáis que tengo una formal promesa vuestra?

— ¿Y si yo me resistiera a llevarla a efecto?

— No creo que lo hicierais.

— ¿Por qué, no estoy en mi derecho?

— En ese caso yo me presentaría pidiendo justicia y os obligarían a casaros.

— O no, que mi obligación no puede subsistir cuando habéis desaparecido por tanto tiempo, sin saber yo dónde habéis ido.

— Probaría yo que he estado en un convento.

— Bien, veremos quién obtiene la palma. Os advierto, señora, que haré uso de todo mi influjo.

— Admito el desafío, y os advierto a mi vez también que será entonces necesario que la Audiencia y el Santo Oficio sepan vuestras relaciones con la bruja Sarmiento, y vuestra participación en el negocio de la muerte de don Fernando de Quesada.

— ¡Qué decís! —exclamó espantado Mejía.

— Nada. Os indicaba lo que pudiera descubrirse en el caso de que tengamos que llegar hasta la justicia.

— ¿Pero vos cómo sabéis?

— Yo sé más de lo que podéis vos suponeros, y lo probaré.

— ¡Luisa!

— Me retiro —dijo Luisa levantándose de su asiento.

— Esperad, esperad un momento, hablaremos.

— Decid, que ya es tarde.

— ¿No habría una manera de que quedásemos en paz?

— Sí la hay y muy fácil.

— ¿Cuál es?, decidla.

— Casaos conmigo.

— ¡Pero Luisa!

— No retrocedo.

— ¿Habéis traído el documento que os otorgué?

— No, pero si queréis volver a verle convendréis en que no os deja arbitrio, está puesto por un escribano.

— ¿Queréis que aplacemos para mañana la conversación?

— Sí.

— Pero no en esta casa.

— ¿Pues en dónde?

— En la calle de la Celada, en la casa de don Alonso de Rivera, a las ocho de la noche ¿o preferís que yo vaya a veros?

— No, iré a la casa de don Alonso.

— ¿Y llevaréis el documento?

— Le llevaré.

— Estamos conformes.

— Adiós —dijo Luisa levantándose y tendiendo la mano a don Pedro— adiós esposo mío.

— Todavía no, todavía no —contestó don Pedro con galantería, besando la mano de Luisa.

— Pero ya casi es seguro, hasta mañana.

Luisa se envolvió con su velo, y acompañada de don Pedro atravesó en silencio, pero majestuosamente como una deidad, aquellas antesalas hasta llegar a la escalera. Don Pedro le dio la mano para bajar y la dejó hasta la puerta de la calle. Había en él más amabilidad que la que era de esperarse.

Luisa salió a la calle seguida del Ahuizote, y don Pedro volvió a subir en busca de don Alonso.

Teodoro observaba todo sin moverse.

— Don Pedro —dijo Rivera, al verle entrar—. Estáis demudado.

— ¡Ay, amigo mío! Es que puedo deciros que casi he visto al diablo.

— ¿Cómo?

— Luisa acaba de llegar a reclamarme el cumplimiento de mi promesa de matrimonio.

— Supongo que os habréis negado redondamente.

— No, porque esa mujer es un enemigo terrible y tiene armas poderosas.

— ¿Y habéis cejado por temor?

— No, don Alonso, por prudencia. Oíd lo que ha pasado con ella.

Y don Pedro contó su entrevista con la dama.

— Por m i fe, que la cosa está más seria de lo que yo creía —dijo don Alonso después de escuchar la relación de don Pedro—. Y lo peor del caso es que, según se ve, esa mujer sabe cuanto ha pasado y nos puede envolver a los dos en la misma ruina.

— Así es, en efecto —dijo don Pedro— por eso es que ahora más que nunca debemos disponernos a combatirla.

— Quizá no haya más remedio que condescender con ella, y después mirar cómo nos libraremos de su presencia.

— Eso será para el último caso. Mientras probaremos a vencerla. Mañana la he citado para vuestra casa y me ha prometido llevar el documento. Si pudiéramos disponer las cosas de manera que nos apoderásemos de su persona, le quitaríamos ese documento y luego ...

— Pero ¿suponéis que ella no sospecha ya que se trata de tenderla una celada?

— No, nada sospecha, os lo aseguro.

— Entonces prepararé las cosas de manera que si hubiese necesidad del rigor ...

— Eso es, eso es ...

— ¿A qué hora es la cita?

— A las ocho de la noche.

— Os esperaré.

Luisa, seguida siempre del Ahuizote, llegó a la casa de la bruja.

— ¿Qué tal? —dijo la Sarmiento al verles entrar.

— Así, así —contestó con indiferencia Luisa — me ha citado don Pedro para mañana en la noche, y espero que allí se arreglará todo.

— ¿Para dónde os citó?

— Para la calle de la Celada, a las ocho, y me encargó que no deje de llevar el documento.

— ¿Y cumpliréis?

— Cumpliré, aunque la cita en la calle de la Celada tiene traza de ser una verdadera celada, pero tomaré mis precauciones.

— Y haréis perfectamente.

— Sí, que en todo caso no es miedo la prudencia, y nunca cuando se trata con personas de esta clase. —Y dirigiéndose a su acompañante, agregó:

Ahuizote, te espero mañana a las oraciones, y cuida de buscar tres o cuatro compañeros de confianza y bien armados, que vengan también contigo; puedes retirarte.

El Ahuizote saludó y se retiró.

— Ahora nosotras a descansar —dijo Luisa.

— A descansar —replicó la Sarmiento— que mañana será otro día.
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