Presentación de Omar CortésCapítulo séptimoCapítulo novenoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo octavo

En donde se prueba que tanto valían los polvos de una bruja como el chupamirto de un nahual


Don Carlos de Arellano había llevádose a Luisa a su casa de Xochimilco, que se conocía con el nombre de la Estrella.

Al salir ya de la capital Arellano quitó a Luisa el pañuelo que le impedía hablar y las ligaduras de las manos y de los pies; pero durante el tiempo que había durado aquel forzado silencio, Luisa había tenido tiempo de reflexionar maduramente su situación.

Estaba a merced de don Carlos y por fuerza nada conseguiría; la palabra empeñada por Mejía para hacerla su esposa, le había sido arrancada más bien por compromiso que admitida por un ofrecimiento espontáneo, y él quizá se alegraría de la desaparición de una mujer con quien le ligaba ese vínculo.

Por parte, pues, de don Pedro no podía tener esperanza tampoco de auxilio; era preciso usar de la astucia, fingirse, más que resignada, contenta con su nueva posición y ganar la confianza de Arellano para huir el día menos esperado y escapar de su poder.

Con esta resolución, al sentirse libre, en vez de reconvenciones, fueron frases de cariño y graciosas chanzas las que dirigió a don Carlos, que quedó encantado de aquella amabilidad inesperada.

La casa de la Estrella era un hermoso edificio, pero enteramente aislado y rodeado de altísimas y fuertes paredes, y coronado de almenas y de baluartes pequeños.

Durante el primer siglo de la dominación española en la Nueva España, los conquistadores, temerosos siempre de una sublevación, daban a todos sus edificios, principalmente a los que se fabricaban fuera de México, todo el carácter de una fortaleza coronada de almenas, y disponiendo sus ventanas más bien de una manera a propósito para hacer fuego desde ellas que para iluminar el interior. De aquí ese aspecto de castillos feudales que tienen la mayor parte de las antiguas iglesias.

Luisa comprendió que la libertad de que gozaba dentro de la casa de la Estrella, era no más dentro de la casa, porque le hubiera sido imposible realmente salir de allí, pero no se desanimó.

Don Carlos era cada día más sumiso, más solícito, y más cáriñoso, y sin embargo, no daba esperanzas de permitir la salida de Luisa, que estaba realmente cautiva.

El jardinero de la casa era un indígena joven, inteligente, robusto, que se llamaba Presentación; él salía y entraba a la casa, se quedaba algunas noches fuera de ella, y los domingos generalmente no se aparecía para nada. Era, sobre todo, el sirviente de confianza de don Carlos. Hacerse de aquel hombre hubiera sido la salvación de Luisa ¿pero cómo? Apenas la hablaba, y en cuanto a comprar su fidelidad era casi imposible, porque Presentación tenía todo lo que necesitaba y se distinguía entre todos los sirvientes por su lujo.

Un calzón corto de escudero ajustado a la rodilla, con dos mancuernillas de oro, sin calzas, pero con unos zapatos de grandes alas bordadas de seda de colores, una camisa de lana finísima y un ancho sombrero color de canela; este era el traje de Presentación en los días ordinarios, porque en los de gala también se ponía jubón y calzas, y cuanto más usaban los ricos de los alrededores.

Luisa observó un día que mientras ella cortaba unas flores, el jardinero la contemplaba arrobado. Dejó entonces olvidada una rosa, y a poco él vino y la levantó con respeto y la besó.

Bueno —pensó Luisa— este hombre me sacará de aquí; ya es mío.

Y como al descuido, dirigió a Presentación una mirada que hizo ruborizarse hasta la punta de los cabellos al pobre muchacho.

En todo aquel día Presentación no hizo nada bueno; se puso a regar y se quedó tan pensativo que el agua inundó los sembrados, porque no se acordó de cortarla; equivocó todo lo que tenía que hacer, y por fin en la tarde se salió de la casa sin concluir su tarea diaria.

En un pequeño jacal vivía un viejo que parecía pertenecer a la raza española pura, pero estaba tan miserable y tan abyecto, que nadie trataba con él: era cojo, no porque le faltara ninguna de las dos piernas, sino porque las tenía torcidas y débiles; las gentes del país le llamaban el ñor Chema y se decía por allí que el ñor Chema era nahual.

Los nahuales son los compañeros de las brujas que saben hechizar, que se convierten por las noches en perros, guajolotes, lobos, etc.; que, como las brujas, atraviesan los campos volando en las noches oscuras convertidos en globos de fuego, dejando escuchar ruidosas y alegres carcajadas, y que luego se introducen a la casa y chupan la sangre de los niños.

Estos son los nahuales y las brujas en las leyendas y en las tradiciones del campo, que no han llegado a desaparecer completamente a pesar de los adelantos de la civilización.

El ñor Chema estaba declarado nahual, y en esto no había remedio, que una declaración así era bastante para que la cosa se tuviera en aquellos tiempos como artículo de fe.

Rasgos maravillosos se contaban de él; quién le había visto entrar al cementerio en figura de un gato (reconociéndole sin duda por su buena educación); quién, atravesar una noche en los aires por encima del tejado de una casa, llevando entre sus brazos a un niño que lloraba, y quién le había oído exclamar, como se contaba entonces que decían las brujas: Sin Dios y sin Santa María, y convertido en el instante en un globo de fuego rojo, escapar por la ventana, riéndose sin duda de su misma habilidad.

Lo cierto es que aquel hombre no tenía relaciones en el pueblo, todos le miraban con terror, los chicos huían de él, y por las noches nadie pasaba a cien varas siquiera de su casa sin hacer la señal de la cruz.

Pero ñor Chema de nadie hacía caso y vivía con tanta tranquilidad, como si el mundo no se ocupara de él, y como si no hubiera en el mundo un tribunal que se llamaba la Inquisición.

Es verdad que llegó a tanto la fama de ñor Chema, que una vez se alarmó el Santo Oficio y llegó a su jacal un comisario con dos alguaciles. Todo el pueblo se alborotó porque creyeron que habría una novedad, y se pusieron todos en observación; pero el comisario entró a la casa de ñor Chema y se estuvo allí un largo rato, saliendo después y retirándose sin meterse más con el nahual.

La gente al principio se escandalizó de esto, pero al fin se calmaron los ánimos, porque los más sabihondos del pueblo dijeron que el ñor Chema sin duda ejercía la magia blanca y no la negra, y tal vez con privilegio del Santo Oficio.

Una tarde Presentación se encaminó al jacal de Chema y llegó hasta la puerta; vaciló entonces, pero el viejo le había visto, le habló y le fue ya preciso entrar.

— Buenas tardes, ñor Chema.

— ¿Qué andas buscando por aquí?

— La verdad, ñor Chema, yo venía a veros.

— ¿A verme? ¿Y para qué querías verme?

— Pues la verdad —decía Presentación rascando con una uña la pared y sin despegar la vista de allí— porque estoy enamorado.

— Y bien ¿qué tengo yo que ver con eso?

— Que quiero que me deis un chupamirto —y Presentación seguía rascando la pared.

— ¿Pero es posible, hijo mío, que tú también creas que yo tengo algo de brujo?

— Yo no sé: lo que sé es que, si queréis, podéis darme un chupamirto, que ningún trabajo os costará, y yo no dejaré de recompensaros.

— Ya te digo que no tengo ningún animal de ésos, que tú lo puedes tomar en el campo a la hora que quieras ...

— Pero ¿será lo mismo el que lo coja yo?

— Sí, anda.

— Entonces está bien. ¿Conque es lo mismo?

— Sí, exactamente.

Al día siguiente había matado uno de los lindos chuparrosas que volaban por el jardín y lo había envuelto cuidadosamente en una bolsa de lienzo y lo traía en la cintura, porque en aquellos tiempos el cadáver de ese pajarito era, según la opinión general, un remedio eficaz para ser querido de todas las mujeres bonitas.

Y parece que la casualidad se empeñaba en probar que aquello era cierto. Presentación cada día iba ganando más en el afecto de Luisa, según las muestras de cariño que ella le prodigaba y que él no podía atribuir a otra cosa más que a la benéfica influencia del chupamirto.

Presentación estaba más adelantado cada día, y por fin se atrevió una vez a hablar a Luisa. Esta no deseaba otra cosa, y sin sentirlo, el pobre indígena quedó completamente prisionero de la astuta mulata.

Luisa no pensaba sino en escapar del lado de Arellano, pero llevándose la promesa de matrimonio de Mejía, que Arellano tenía encerrada en una de sus cajas.

Para lograr esto era necesario astucia y perseverancia, y Luisa, como todas las personas de resoluciones firmes, contaba con la perseverancia.

Don Carlos había hecho transportar a la casa de la Estrella todos los muebles y el equipaje de Luisa, y ella en uno de sus baúles logró encontrar algunos restos de los polvos de la Sarmiento. Entonces sí se consideró libre.

— Presentación —dijo un día al jardinero— ¿y si yo me quisiera salir contigo, tendrías valor para llevarme?

— ¿Por qué no? —dijo Presentación temblando de placer—. Cuando queráis; pero es necesario preparar caballos ...

— No, mejor es un coche, que mi deseo es entrar a México.

— ¿Pues para cuándo lo disponéis?

— Para pasado mañana en la noche.

— Bueno.

— Mira, me asomaré por aquella ventana a las oraciones, si pasas y me das las buenas noches, es señal de que no has podido arreglar nada, si por el contrario, no me hablas, es señal de que todo está preparado y entonces a media noche me esperas en este lugar.

— Muy bien.

— ¡Ah! ¿podrás proporcionarme un traje de hombre? Aquí tienes dinero para todo.

— Le haré traer de México.

— Silencio, y hasta pasado mañana; el traje aquí también a la media noche.

Llegaron las oraciones de la noche del día fijado por Luisa, y Presentación comenzó a rondar por el jardín, frente a la ventana, hasta que la vio aparecer. Se acercó mucho a ella y pasó por allí silenciosamente: todo estaba listo.

Luisa estaba a las once de la noche en el jardín.

Entre los rosales divisó un bulto y se dirigió a él; era Presentación que temblaba como un niño.

— ¡Cobarde! ¿Por qué tiemblas? —dijo Luisa que estaba enteramente serena—. ¿Trajiste la ropa?

— Sí, señora.

— Dámela y espérame aquí mientras voy a vestirme.

Luisa tomó la ropa que le traía Presentación y se dirigió otra vez a su aposento con tanta tranquilidad como si sólo tratara de pasearse en el jardín.

Don Carlos dormía, pero su sueño era pesado y sus cabellos estaban pegados a su frente por un sudor viscoso: era el mismo sueño de don Manuel de la Sosa.

Luisa, sin tomarse el trabajo de mirarle siquiera, comenzó a vestirse el traje de hombre, y no debía ser la primera vez que vestía de aquella manera porque no se mostró embarazada en el uso y colocación de sus prendas, y muy pronto quedó convertida en un precioso adolescente.

Sacó de un armario algún dinero y ocultó bajo la ropilla un puñal pequeño y primorosamente trabajado; se caló un sombrero y se embozó perfectamente en una capa oscura, y con un garbo que le hubiera envidiado cualquiera de los guapos de la ciudad, volvió a incorporarse con Presentación.

— Vamos —dijo imperiosamente Luisa.

— Vamos, señora —contestó humildemente Presentación— pero no debemos salir por la puerta.

— ¿Por dónde entonces?

— Por un agujero que he practicado en las tapias que dan a la espalda de la casa.

— Bien está —guíame.

En el fondo de la huerta y pegado a una tapia había un inmenso montón de yerbas.

Presentación las apartó y apareció en el muro una gran entrada, por donde pasó Luisa siguiendo al jardinero.

Se encontraban entonces en el campo.

Presentación había llegado a soñar que tenía amores con aquella mujer; se había comprometido y expuesto a todo por ella, y se encontraba en aquel momento en que creía que la sacaba de la casa del alcalde mayor don Carlos de Arellano para que fuese enteramente suya, con que no se atrevía a tocarla una mano, ni aun a dirigirle una palabra de amor, y ella mandaba como señora y él obedecía como un esclavo.

Cerca de allí esperaba un carruaje con cuatro mulas. Presentación abrió la portezuela y Luisa en el acto de montar llevó la mano a la bolsa de los gregüescos, sacó un pergamino, y aunque no podía ver la escritura por la oscuridad de la noche, no quiso sin duda más que satisfacerse de que no lo había perdido, porque volvió a guardarle diciendo con cierta especie de tranquilidad:

— Aquí está.

El carruaje comenzó a caminar. Los cocheros debían sin duda saber el término del viaje, porque sin recibir orden ninguna, tomaron el camino de México.

Luisa iba silenciosa y meditabunda en uno de los rincones de aquel amplio carruaje, y Presentación a su lado, procurando, si no verla, adivinarla en la completa oscuridad que allí reinaba.

Así caminaron como una hora; pero el pensamiento y la imaginación del jardinero debían ir en gran actividad, porque muy poco a poco fue acercándose a Luisa hasta que tomó una de sus manos. Ella le dejaba hacer como si estuviera durmiendo, o lo consintiera. Presentación oprimió suavemente aquella mano y la fue llevando paulatinamente a su boca y puso en ella sus labios una y muchas veces. Luisa no se movía.

Presentación cobró ánimo, se acercó más y echó su brazo izquierdo al cuello de Luisa, mientras con su mano derecha estrechaba la de ésta; pero no bien había ejecutado esta acción cuando aquella mano se desprendió violentamente, desapareció de la del jardinero, y éste la volvió a sentir devuelta, pero ya en su rostro y menos pasiva que antes.

Presentación dio un salto y volvió a su rincón.

Antes de amanecer entraba el carruaje por las calles de México.

— Que se detengan aquí —dijo Luisa.

Presentación mandó a los cocheros detenerse. Luisa y él bajaron del coche.

— Págales y que se vayan —dijo Luisa dándole una bolsa con dinero.

Contó Presentación una cantidad y la entregó a uno de los cocheros que volvió a montar en la mula, y a poco el coche desapareció de las calles.

Luisa y su compañero se habían quedado solos.

Luisa se embozó en su capa y echó a andar por unas callejuelas sombrías y tortuosas; de repente se detuvo cerca de una esquina.

— Presentación —dijo al jardinero— en este lugar espérame un momento, a la vuelta debe vivir una conocida mía, que creo que nos consentirá de huéspedes mientras encontramos casa; aquí te estás sin moverte, y cuando oigas un silbido es señal de que todo está arreglado. ¿Lo oyes?

Presentación no tenía voluntad ante aquella mujer y se contentó con decir:

- Sí señora.

Luisa torció la esquina y Presentación se apoyó contra la pared.

Algunas personas que pasaron por allí a las dos de la madrugada pudieron ver a Presentación que esperaba todavía.
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